26 de diciembre de 2012

Papá Noel siempre iba de mi bisabuela.

Iba porque yo creía que esa estrella fugaz era él con su trineo; porque algún que otro tío/a se disfrazó cuando yo ya sabía que era imposible; y principalmente iba porque llevaba ese espíritu inocente que le vemos los niños a la Navidad.

Iba aún cuando después de hincharle demasiado los ovarios a mi vieja, charlando por la calle, me dijo que era todo una farsa, que ni Papá Noel, ni Los Reyes Magos, ni el ratón Pérez eran reales. E igual me sentí grande, en lugar de decepcionada. Porque ante mi imaginación desbordante, para mí iban a seguir existiendo.

Iba porque no sabía cuántos problemas y distanciamientos había en la familia, no sabía que unos años después las fiestas pasaban de ser de 50 personas a ser de 20, y así seguirían mermando...

Iba seguramente porque nos llenaba de regalos el árbol, porque en "la cuadra" (el patio de la panadería de mis tíos) la pasábamos entre juegos y risas interminables con todos mis primos, porque siempre había música, diversión y mamá con sus primas bailaban la Lambada.

Papá Noel iba a visitarnos porque sabía cuánto nos gustaba el 24 de diciembre, que apenas pasadas las 12, además de correr bajo el árbol, teníamos que saludar al tío Roberto por el cumpleaños, y que, aunque suene muy loco, mi tía, su mujer, cumplía el 8 de diciembre. Todo muy navideño.

Este año, aprovechando que ya tengo mi propio lugar, decoré toda mi casa con impaciencia desde el 8, me propuse cocinar unas cosas a tono (para Año Nuevo porque para el 24 no llegué) y hasta esperé con impaciencia las 12 de la noche como cuando tenía 5 años.

Pero Papá Noel dejó de venir tal como yo lo esperaba, éste 25.
Desde siempre, todos los 24 a la noche traté de darle a mi niña interior ésa Navidad que siempre añoró volver a tener. Sin los espacios físicos y sin tanta gente, sólo en espíritu, se entiende. Algo más bien festivo acorde a los tiempos, edad y disponibilidades. Nunca dejé de hacerle regalos, eso jamás.

Pero esta vez no pude con todo.
Ni siquiera tenía ganas de salir, para empezar, pero le puse un poco de onda. Un poco nomás. Y salí igual.

Pero al final tanta humanidad me superó, tanta soledad me acobardó, y muchos de mis mambos se aparecieron juntos a atacarme.

Sé bien que cuando me doy cuenta que hay cosas que no están bajo mi control, arranco a tener ataques de angustia, o de pánico o como mierda se llamen.

Los tengo cuando algo en mí no funciona bien, cuando dejé abandonada alguna parte interna que estaba madurando, o cuando algo externo me genera miedos.

Miedos sobretodo de que todo no fuera como esperaba, porque me zarpo en expectativas, siempre.
Además me reconozco súper exigente con la gente que quiero. Y conmigo.
Y entre tantas otras cosas, descubrí que hice algo que no tenía ganas de hacer. Y eso me demostró algo que quizás no quería ver, y que, aunque pasé un mal rato, creo que fue para mejor.
También siento que puse, sin querer, a prueba a varias personas.

De modo que declaro hoy en día, a un mes y días de cumplir 30 años, que estoy cansada de salir.
Que ya no me siento cómoda en determinados ambientes, y mucho menos en fechas que me gustan tanto como éstas.

Así que a Año Nuevo lo voy a dejar tranquilo, y voy a hacer lo que tenga ganas de hacer, nada más.

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