28 de diciembre de 2013

Lo miro.

Lo miro dormir.
Lo veo tan relajado que quiero despertarlo a besos, pegotearle abrazos.
Pero no, me aguanto y lo dejo seguir así, transpirado, ignorando que lo miro dormir tan enamorada de él como al principio.
Lo amo y me doy cuenta que no necesito explicar ningún porqué. Lo amo y punto. No necesito nada más que sentir eso.

Lo acaricio un poquito, tanta lejanía al lado de él me resulta imposible de soportar. Necesito tocarlo. Lo observo dormir desnudo, cómodo, tan relajado. Tan lindo, tan él.

Así, mirándolo a sabiendas de que está en otro mundo, sé que no es mío, que no es de nadie, ni siquiera de él mismo.
Es de la vida, hasta cuando ella quiera. Y la comparte conmigo, hasta que la vida quiera también. Eso, aún así, me gusta. Porque me gusta el presente, como un regalo. Tenerlo en mi presente me gusta. Y en mis planes.

Entonces lloriqueo armándome historias ridículas en la cabeza, sofocada por el calor y la resaca.

Y lo miro con ojos llorosos, con esa bronca de que se crea tan importante para mí y esté tan seguro de mi amor, y que sepa que es verdad. Que esté así, tirado en mi cama como si fuera el señor de la casa, con todos mis permisos.

De nuevo sé que no es mío, que es algo ridículo querer que una persona te pertenezca, no es sano, para nadie. No es real.

Sin embargo sé que si se despierta y se lo pregunto con cara de perrito abandonado, él me mira y me dice que sí.

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