11 de diciembre de 2013

Un cuento, o algo así.

Nos despedimos cuando el sol estaba bajando.
Yo, un hombre reservado que apenas pasaba los cuarenta años, estaba pactando mi divorcio.
Ella seguía siendo, para mí, la mujer más bella del mundo. Y sin embargo ahí estaba yo, sentado sin poder decirle cuánto la amaba mientras ella se alejaba a cada paso más de mí, de mi vida, de mi persona que ya no le atraía más que para firmar un supuesto acuerdo.
Yo la amaba, y ella para mí era todo.

Se fue caminando por la calle lindera al río, como si fuera el Pont des Arts y ella mi Maga, y yo casi me sentía Cortázar, el que la miraba pasar de la mano de otro en la milonga, el que vomitaba conejitos.

Me dije a mí mismo que la recuperaría, uf, tantas veces. Que dejaría de ser el que no la cuidaba, el que no se cuidaba de sí mismo.
Que por fin no tomaría tantas malas decisiones, que la llevaría del brazo adonde ella quisiera, al fin del mundo si venía al caso.

Pero nunca cumplí mis promesas, siempre fui de boca vana, de palabras vacías.
Y un día se cansó. Le agoté tanto las esperanzas que decidió valorarse un poco e irse con otro. No vale la pena enunciar nisiquiera quién era ese otro.

Y se fue, y así la perdí.

La había conocido en la calle, en San Telmo. Vendía artesanías en el local de una tía suya, y yo, haciéndome el interesado en vasijas de barro que, en mi vida había pensado usar, entré una de esas tardes en las que pasaba y miraba para adentro, haciéndome el macho argentino.

Dije que buscaba algo para mi abuela enferma, pobrecita ella, que por fin la pudimos traer desde Alemania para cumplir su último deseo de ver un partido en la Bombonera, para luego volverse a su país natal a esperar a la de negro.
Le dí tanta pena que me terminó regalando una de las dos vasijas que me llevé. Y qué culpa tendría mi abuela, nacida, criada y fallecida en Chacarita, de tamaña infama.

Unas tardes después, la invité a salir. Era un sueño, su pelo largo, los labios que ni carnosos eran, y esa nariz chiquitita, no sé cómo explicarles, era un sueño, MI sueño.

Pero entre tanto recuerdo, en fin,  ahora recuerdo que la perdí.

Que le entretejí en el alma tantas decepciones, tanto desamor. Que prometí cuidarla ante todo, más que a mi vida, pero no pude, creo que ni siquiera lo intenté.
No le dí valor, no le ví el valor, ni el brillo a tiempo. Y, por dios, esa mujer sí que sabía cómo brillar.

Si se ponía un pantalón, brillaba. Si usaba ese vestido rojo en Año Nuevo, era el sol de la madrugada. Si lavaba los platos toda despeinada, era mi propio sol. Y nunca se lo dije, nunca lo supo de verdad.

Mis viejos siempre fueron reacios para darme amor, y les echo la culpa -todavía hoy-de porqué yo no supe entregarme tampoco. Nunca le dije que la amaba. Nunca le dije todo lo que valía para mí, que quería que fuera la madre de mis hijos, la que me acompañara a elegir cada destino en las vacaciones, la que quería de mi mano el día de mi muerte.

Sólo tuve quejas para darle, sólo supe decirle lo mucho que me molestaban sus defectos, que eran mínimos. Que cocinaba asquerosamente, que no podía pintar ni una pared sin hacer desastres, que era malísima para los deportes, para la cultura, para todo lo que le podía generar alguna pasión y alejarla de mis brazos.
Siempre borracho, yo me atajaba, por las dudas. No sea cosa que por no tenerla cagando un poquito, se me fuera a ir con otro. Un pelotudo.

A las minas eso es lo peor que le podés hacer.

Sumado a mi falta de conocimiento en la materia de entregar amor, ella se desesperaba, no sabía cómo conformarme, qué más hacer por mí. Pobre mujer, y yo la vivía. Se la pasaba llorando el último tiempo, la terminé gastando, le destruí la autoestima.

Aunque mis amigos me dijeran que la culpa no era del todo mía, yo sabía que era así. Como dije ya, ella brillaba siempre. Y yo le supe sacar poco a poco, esa luz que tan felíz me hacía.

Se la absorbí, como si fuera un papel secante. Me gustaba apretujarla entre mis brazos, sentir que me pertenecía. Que yo era para ella y ella sólo para mí, para nadie más.
La alejé de su familia, de sus amigos. Nadie brillaba tanto como para merecerse su presencia.

Ella me contaba que estaba triste, que no sentía amor por nada, que ya en nada veía esa “chispa” que sentía antes por todas las cosas, por sus cosas, por mí.
Estaba como aburrida, en off. Y me lo contaba y yo la escuchaba. Y no la acariciaba. No la abrazaba. No la supe contener.

Fui un fracasado, siento que lo fui y que podría haberlo evitado. Que ella no se hubiera ido así.

Me ponía nervioso que se arreglara y se pusiera linda, más linda de lo que era, para ir a visitar a la madre, ¿quién se creía esa vieja para merecerla tanto? Ni yo la estaba mereciendo así últimamente.

Y las veces que hacíamos el amor, dios mío, era tocar el cielo con las manos. Quizás en la cama no la abandoné tanto, le alimenté todo aquello que no le alimentaba fuera de la habitación. La amaba sin palabras, pero con tanta fiereza que creo que se quedaba conmigo sólo por eso. Era mi única manera de demostrarle mi amor, de sacar la violencia que me generaba amarla tanto.

De todos modos, ya saben, se cansó. Me dijo que se iba, que se sentía apagada.
Y yo pensé que tanto brillo no podía haberse apagado sin mi permiso, ¿cómo podía ser así? Si yo la amaba…¿había otro, acaso?

Y la confirmación fue la herida que me faltaba en el pecho, como si todo el frío tajante de su distancia, me cortara todo el cuerpo, en pedazos, lentamente.

Así que mientras se alejaba de mí, caminando con las manos en los bolsillos, ignota de mi desesperación, de mi angustia por no saberla más mía, le disparé por la espalda. Y ahí del todo, con mi permiso, sí, se apagó.

Se apagó como una estrella, como lo que era. Pero las estrellas que dejan de brillar, no dejan de brillar y listo. Las estrellas se mueren, se apagan mientras lo hacen, lentamente.

Entonces yo preferí acortarle ese suplicio, esa muerte lenta y dolorosa, ya sin mí a su lado para amarla, aún en silencio. Preferí pasar este infierno solitario, en dos metros cuadrados, esperando hasta que llegue mi momento, antes que saberme solo en la casa y con ella de la mano de otro, sonriendo, caminando por ahí.

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