20 de septiembre de 2014

Contención.

Viví toda mi infancia con mis abuelos paternos, quienes sabían dar amor en forma de tartas de manzana,  o comprándome el juguete que me gustara y fuera relativamente accesible. Y, si no lo era, me aprovechaba de la confusión que mi abuelo tenía con el paso de Australes a Pesos, y aquello que para él era un vuelto, terminaba significándole media jubilación.
Y me salía con la mía, porque abusaba también del amor que él me profesaba como podía.

Dar un abrazo, para él, era tan difícil como decir "Te quiero". Pero mi abuela y mamá equilibraban esa falta de conexión emocional, llenándome de estímulos, abrazos y cuidados que se terminaban tornando en sobreprotección.

Hija única, nieta menor, sobreprotegida. Ya he hablado de los problemas psicólogicos y sociales que tales traumas me han acarreado, y lo siguen haciendo si mi bloqueo inconsciente no funciona bien, cuando me estreso o no me cuido lo suficiente.

De todos modos, estuve siempre acostumbrada a estar contenida. En un círculo familiar tan numeroso como acotado, donde las demostraciones de afecto fluctuaban de acuerdo al adulto al que me acercaba, no iba a ser extraño que en mi adolescencia me la pasara escuchando música oscura, y tapando a todo volumen, los procesos naturales de reconocimiento de mi personalidad y mi psique, para sentirme contenida dentro de mi burbuja o mi espacio personal.

Así fue como desde chica me interesó hacer mi propio autoanálisis (muchas veces acompañado de autodiagnósticos también), y conocerme en profundidad pasó a ser la meta primordial de mi existencia.

Ésto, sumado a las ansias de libertad inherentes a mi persona, generó peleas y discusiones fuertes cuando no respondía como esperaban (o como la sociedad suponía que debía responder), o cuando, en la época en la que un nuevo integrante se sumó -como lo es el marido de mi mamá- yo no era adulta como él suponía que debía ser. No, nadie es adulto a los 18 años.

Mi mamá terminaba siendo siempre la que lloraba por el malestar que provocaban esos roces, esa tensión; pero también siempre fue la que me eligió y supo contener en cada etapa de mi vida, sobretodo en las que no sabía qué camino tomar, o peor aún, cuando ni siquiera sabía qué me estaba pasando.

Nunca supo de mis ideas suicidas -que nunca hubiera llevado a cabo-, ni de mis cortes en los brazos, dignos de una adolescente que pedía a gritos otro tipo de atención: la de impulsarla a darse cuenta que es independiente y tiene libre albedrío para elegir lo que quiera ser de la vida.

Me perdí el viaje a Bariloche por creer en las promesas -siempre vanas- de mi papá, que aparecía cuando yo lo llamaba para pedirle plata o cuando estaba borracho y precisaba a mi vieja de chofer.
Recuerdo incluso mi cumpleaños de 7 años, donde le pregunté a mamá llorando, porqué mi papá no se había acordado de mí en ése, MI día especial. Y, claro, ella siempre me contuvo.

Elegí mi carrera, en base a las opciones zonales, y, por fortuna, resultó ser una conjunción de mi amor por todo tipo de arte, y de tecnología, cosa que me apasionaba.

Supe recibirme un poco a destiempo, porque la crisis del 2001 nos sobrevino a todos y en especial a la facultad privada adonde asistía.

Dejar la carrera me significó hundirme en un abismo de sentimientos de fracaso, melancolía, frustración y cero incentivos para seguir adelante. Pero al año siguiente pude retomar los estudios (desde cero, sin validarme ninguna materia) en otra facultad estatal, y así logré recibirme sin pena ni gloria, pero tener el titulo que la sociedad precisa para avalar mi trabajo hoy en día.

De nuevo, mamá siempre me contuvo.

Por algo están reflotando de mi psique, los traumas y bloqueos que mi infancia generó: quizás porque estoy estudiando eso en mi curso de Terapeuta Floral, o porque simplemente me estoy haciendo cargo de que me voy a alejar del nido, del todo, y por decisión propia.

Y me doy cuenta que no voy a contar con ayuda de ningún tipo, más que la meramente emocional y a distancia.
Que soy una mujer adulta que puede evolucionar, respetando sus procesos y analizando cada reacción, en base a lo que la puede ayudar a crecer y a lo que no.
Que las nuevas personas que estoy dejando entrar en mi vida, pasan por un proceso de selección puramente perceptivo e intuitivo, donde puedo "olerlos" y saber quién es honesto, quién vale la pena tener alrededor, y quién no.

Que siempre, adonde vayamos, uno necesita contención.
Que cuando estás solo en la vida, sin nadie especial que te acompañe -más que los amigos incondicionales-, esa contención se acota bastante. Aunque eso no signifique sentirte solo.

Que no extrañás personas del pasado, porque ya no te sirven ni te interesa tenerlas en tu presente. Porque siempre fuiste así de desapegada con todo lo que ya pasó. Renaciste de todas esas cenizas, como nueva, en todas las oportunidades.

Pero hay que reconocer, que extrañás abrazos de esos que te dicen que todo va a estar bien, si usar ni una palabra.
No personas, el abrazo en sí.
Ése que viene de sorpresa por la espalda, y que con un beso en la mejilla te hace sentir único en el mundo.
Ése que a la noche, cuando te despertás de una pesadilla, te asegura que estás protegida. Aún a sabiendas de que estás segura de que podés protegerte sola. Te costó hacerte cargo, pero lo hiciste.

Ese abrazo con fuerza, que te afloja los huesos, porque te dice que te quiere tal y como sos. Ése abrazo de aceptación y de apoyo constante. De compañía.

Ni siquiera de un novio o un amante pasajero. Puede ser de un gran amigo/a, de tu prima, de tu sobrina.

Porque te hace sentir contenida. Te hace volver a tu espacio, a vos misma, compartiéndote con el otro. Y, a la vez, vos también estás abrazando.
También, por más fuerte, independiente y autosuficiente que seas, el abrazo siempre es necesario.

Y capaz que yo, los necesito como el aire que respiro: hasta que me muera.

No hay comentarios: