27 de diciembre de 2015

Como en una película.

Para mí, mirar tu vida desde afuera, como si fueras espectador de una película, es el parámetro para saber dónde estás parado y si querés seguir así, o no.

A mí me gustan las películas de personas que se llevan el mundo por delante, que enfrentan sus miedos, que se arriesgan aunque estén aterrados.
Esas donde el protagonista sufre por un amor oxidado y se va de viaje, donde además de conocerse a sí mismo, descubre lo que quiere de la vida. 

Esas películas que te erizan la piel, con actores que te generan automática empatía y por quienes esperás un final feliz. Con la diferencia de que el final de nuestras películas siempre termina igual.

La que vale la pena, es esa película donde el protagonista la lucha pila, se cae mil veces y se vuelve a levantar. Tiene una vida magnífica llena de contrariedades, y le da para adelante. Duda de cada paso, pero se deja llevar por impulsos cuando se agota de pensar.
La actúa esa persona que busca su camino, que se cuestiona, que intuye que la vida no puede ser solamente madrugar, trabajar y acostarse a dormir.

El actor de mis películas favoritas sabe que hay algo más esperando en el camino, y no tiene miedo de renunciar, de terminar las cosas que lo estancan o que le hacen mal. Busca, no se cansa de buscar, no se queda quieto. Investiga en sus propios deseos y toma acción al respecto, los cumple, es responsable de su propia vida y de su propia libertad.
Sabe que un compromiso, una renuncia o un determinado contrato con alguien o con algo más, no implica dejar de ser libre, porque está eligiendo con madurez, porque vive el presente pero piensa a futuro.

Reconoce cuando es feliz y cuando está triste, se decepciona, ha tenido una infancia o una adolescencia difícil (o ambas) pero continúa de pie, porque arma su propia vida día a día, sabiendo que cual sea el resultado de sus acciones, éste traerá algún aprendizaje. Llora y se ríe a montones.
Cumple sus sueños.

Hace cosas que lo hacen vibrar por dentro, que le llenan el Alma, que le gustan. No se conforma. Le gusta salir de la zona cómoda y es aventurero. Tiene algo que le llamamos suerte, estrella. Para mí es simplemente que sabe dónde está parado y hacia dónde quiere ir, entonces actúa en consecuencia.
Tiene vida interna, es como un pequeño universo.

El protagonista de las películas que me gustan, responde que sí cada vez que le preguntan si está bien. No le gusta responder que está mal o confundido o triste o lo que sea, porque no habla si no tiene algo importante para decir, si no está seguro de que el espectador lo va a comprender.

Porque está lleno de películas aburridas con diálogos superfluos que no llegan a ninguna parte.

6 de diciembre de 2015

La casa.

Estábamos buscando casa para mudarnos con mi familia, cuando llegamos a ésa.

Por fuera, hecha pedazos, pero enorme. Rodeada prácticamente de nada, se dedica a hacerle sombra a la casita humilde que tiene a su derecha, y a la izquierda, como si hubiera un barranco, el vacío.

Entramos e inmediatamente me siento cómoda, me quiero quedar ahí. Hay un cuarto para mis padres y dos entre los que puedo elegir. Uno en planta baja, luminoso, amplio, tranquilo. El otro, en planta alta, me gusta más, es más grande y me gusta la decoración, tiene muebles y hay algo con estampa floreada por ahí. Sin embargo no me siento tan segura, porque está embrujado y tengo miedo.

Algo mal había con esa casa, por eso no nos quedamos ahí y terminamos alquilando otra, hasta donde recuerdo.

Pero siempre vuelvo, porque me aterra pero me atrapa. Una vez por mes, mínimo.
Vuelvo como se vuelve a las cosas difíciles, para superarlas. Como se vuelve a aquello que quedó pendiente, para cerrarlo. Como se vuelve mentalmente sobre la historia personal, para repasar todo aquello que te trajo hasta acá.

Vuelvo a esa casa porque le tengo miedo. Entro a ese cuarto y tiemblo, quiero huir, pero a veces me acomodo en esa oscuridad y me adapto, me enrosco mientras los latidos de mi corazón hacen eco bajando la escalera. Hay voces, hay fantasmas, hay pasado.
Hay cosas que necesitan salir a la luz y revelarse, liberarse, despedirse.

Hay cosas de ese cuarto que ya no necesito y sólo ocupan lugar. El pánico que siento al entrar, las inseguridades, las dudas, el tiempo.

Hay cosas que voy a tener que liberar de mi cabeza para que, cuando vuelva a soñar con mi inconsciente, ya no tenga tanto miedo de adentrarme en él.

19 de noviembre de 2015

Malditos tus ojos.*

"Caí y juré ya no volverte a ver".

Te lo prometés.
Una y otra vez prometés serte fiel, no derrumbarte ante el deseo, no escuchar lo que sea que te esté haciendo acordar de sus ojos o de la paz que tenés ahí, en esos brazos.

Te lo prometés porque tenés amor propio, porque no te querés exponer más, porque nada te es suficiente, porque sabés que igual no te va a alcanzar, que vas a querer siempre más y que nadie puede cumplir lo que pretendés ni soportar tu intensidad o ese fuego que te hace exigente.
Porque sabés que tenés que calmar esa llama, que tarde o temprano te podría consumir. Pero así sos vos, así te gusta ser, y el que se quede va a ser el que esté dispuesto a aceptarla.

Te lo prometés porque juraste no lastimar a nadie que quieras.
Una y otra vez te ves golpeando la pared con la cabeza, o metiéndole la mano hasta el fondo del Alma para desentrañarle los misterios y sacar todas esas cosas lindas que tiene, a la luz. Porque sabés que las debería ver todo el mundo, no solamente vos.

Te lo prometés porque te gusta que cada final huela a principio, cada transformación a renacimiento. Porque naciste después de tu muerte y estás acostumbrada a enroscarte en tu oscuridad, que es la que te hace encontrar tu propia luz.

Te lo prometés porque nadie puede obligarse a sentir, porque todos tenemos libre albedrío y la libertad de elegir donde nos quedamos y de donde nos queremos ir. Porque tenés que aceptar que a veces no vas a ser suficiente, y eso está bien. Porque no te gusta que jueguen con vos y tenés que cuidarte de no jugar con el otro ni marearlo con tus indecisiones.

Te prometés, una y otra vez, que te vas a respetar, que vas a intentar -de nuevo- entender el otro lado, aceptar que no va a sentir las mismas ganas nunca, y que renunciar no es rendirse, sino buscar otro camino. Porque todavía escuchás cómo le late el corazón y sabés demasiadas cosas que te hacen más difícil la retirada.

Te lo prometés porque en toda tu vida siempre fuiste la que quiere más, la que no tiene miedo, la que se tira al vacío, la que derrocha calor, la que comparte sin límites. Y porque es la primera vez que te conocés tanto, que te conocen tanto, que sos transparente sin ningún tipo de tabú. Porque es la primera vez que mirás con otros ojos.

Te lo prometés porque necesitás valorarte más, sea cual sea el tipo de amor que te vibre adentro, sea cual sea el grito que esté aullando tu Alma. Porque no sos libre donde no podés sacar todo lo que tenés para dar.

Te lo prometés hasta que escuchás a Buitres*, agarrás el celular y mirás su nombre hasta que te quedás dormida.

9 de noviembre de 2015

Más vale temprano.

No nos damos cuenta.

La sociedad nos quiere lindas, maquilladas, bien peinadas, con las tetas paradas y un culo Reef.
Y así crecemos, intentando cumplir lo mejor posible el estereotipo Barbie para poder ser aceptadas en una sociedad que impone sus propios términos de belleza, como si la misma no fuera subjetiva.

Ideológicamente, crecemos esperando ser tomadas como princesas que deben ser salvadas (¿De qué? ¿De esa misma sociedad, acaso?) carentes de la fuerza necesaria como para salvarse a sí mismas, a enfrentarse a sus propios dragones y ganarles las batallas.

La publicidad te dice que tenés que depilarte, tener la piel tersa, el pelo sedoso, cocinar como la mejor, y hasta hacer caca tantas veces al día para poder tener la panza chata.
Te dicen qué comer, aunque ese producto esté hecho de transgénicos.
Te dicen qué vestir y qué perfume usar para ser irresistible. Cómo tenés que tener los labios de gruesos, los ojos grandes, la nariz chiquitita.
Que los labios rojos son los de femme fatale, que las niñas deben usar vestiditos impecables, y que ensuciarse es para varones.
Que no podés tener estrías, celulitis ni várices, porque queda horrible, no porque te afectan la salud.

Nos dicen todo lo que tenemos que hacer Y SER, para cumplir el rol de mujer que la sociedad -aún hoy- espera que seamos.

Y no, señores.
Por suerte me enseñaron a que puedo pedir ayuda, pero que también puedo sola.
Me enseñaron a alimentar mi cuerpo con libertad, y con el tiempo aprendí a alimentarlo saludablemente.
Me enseñaron que puedo entregarme sin miedo a ser señalada como puta, porque tengo libertad para seguir mis deseos, sin tener que ser comparada a un hombre por eso.
Me enseñaron a ser emprendedora, a darle de comer a eso que me hace vibrar por dentro, y con el tiempo aprendí a ser mi propia madre.
Aprendí a seguir mis propios ritmos y no los de los demás. A escuchar mis ciclos y ocuparme de mi cuerpo cuando me pasa factura, pero principalmente, cuando no lo hace.
Aprendí a pedirle perdón por mal-tratarlo y a amarlo -y amarme- como lo merezco.
Aprendí que es el único con el que voy a estar toda mi vida.

Aprendí que puedo ser la mujer que yo quiero, y no la que esperan los demás.

Aprendí a gritar de placer con un orgasmo, a compartir mi intimidad con quien yo elija, a poner límites a los que me dañan, a desear, a querer, a amar, a cuidarme conscientemente. Entendí que ser mujer es algo con lo que se nace, pero que también se aprende, nazcas con el género que nazcas.

Y aprendí a escucharme y a escuchar al envase con el que encarné.
A ocuparme de mí cuando algo no es normal, a entender que la meditación y la paz interna lo son todo, pero que finalmente los médicos siempre te dan un poco de ese alivio que la cabeza no te permite.

Aprendí a que no me importe cómo me miran los demás, si los ojos de los que amo siempre me ven como realmente soy.

Aprendí que es mejor sacarle los aros a todos los corpiños, que tocarme cuando algo me duele es importante, que hacerme los chequeos anuales es vital, y sobretodo, que es sano no pretender parecerle linda a nadie.

Porque yo sé que lo soy.

1 de noviembre de 2015

The Bends.

Suena "The Bends" por segunda vez, porque parece ser que Radiohead es mi mejor psicólogo.
Entonces voy y vengo mientras me cocino, paseando por el living, tocando acordes imaginarios que en realidad son descargas a tierra.

Me descalzo y disfruto el placer de tener un cuerpo, de sentir, de tocar, de mezclar la ensalada con las manos (sí, limpias), de poder bailar sin vergüenza porque nadie -más que los fantasmas- me está mirando.
Y digo fantasmas porque Montevideo está lleno, porque yo convivo con los propios y porque a veces quedan dando vuelta algunos ajenos, que de a poco voy revoleando por el balcón.

Suena "The Bends" y la cabeza se me va limpiando, como si me pasaran un chorro de agua helada y transparente, con fuerza, desde la coronilla. Y mientras surte efecto esta suerte de limpieza mental, yo misma voy entendiendo y respondiéndome todo lo que me venía preguntando, todo lo que me provoca crisis existencial una, dos, setenta veces al año.

Y voy aceptando que no existen los apegos, que no son válidos más que por mero egoísmo. Que atraigo o manifiesto las cosas que necesito, y no solo las que deseo. Que estoy creciendo mucho, experimentando otro tanto, pero, sobretodo, estoy abriendo la cabeza como si me estuvieran por meter un planeta entero adentro.

Estoy viviendo de la manera en la que quiero vivir, porque desde que llegué a esta ciudad, elijo desde cero cada cosa/persona/etc... que quiero que forme parte de mi vida. Entonces también aprendo a eliminar, a depurar-me.

Suena "The Bends" y paseo por la línea de tiempo de mi vida, repasando todas las cosas hermosas que viví, los momentos duros, los sueños rotos y las promesas incumplidas, incluso a mí misma.
Paseo por todos mis proyectos, por las metas que logré y las que tengo adelante, y, sobretodo, observo lo grande que estoy. Y no me refiero a la edad. Siento que tengo más grande el Alma.

Tengo una vida feliz, y eso incluye a las dificultades, porque para mí no hay nada en la vida que no tenga un propósito. Si está ahí, una persona, un problema, una situación, por algo es. Todo tiene algo para enseñarme, de todo aprendo, y ese todo tiene un ciclo, donde indefectiblemente debe morir, partir, alejarse. Sino no habría lugar para que otras cosas nazcan, florezcan.

Suena "The Bends" y agradezco poder tener el sentido del oído porque de otro modo, mi cabeza sería una aburrida maraña de pensamientos sin melodía.

4 de octubre de 2015

El camino.

Probablemente no te esté resultando fácil encontrar aquello para lo que viniste al mundo.

Probablemente dudes de qué será eso que te hace vibrar, que te calienta por dentro, que te enciende la llama interna y te sirve de guía.
Probablemente a veces te cuestiones renunciar a tu trabajo porque no te hace feliz, desarrollar ese hobbie que tanto te gusta, o tener tiempo libre para encontrar qué es eso que te haría sentir realizado.
Probablemente estés o hayas estado perdido, tan perdido que la soledad y la oscuridad son tus compañeras preferidas, porque ya te sentís cómodo y a gusto sin darle explicaciones a nadie, en silencio y tratando de iluminar de a poquito esa caverna que se convirtió en tu hogar.
Probablemente no sepas para donde empezar a caminar o por donde comenzar a organizarte.
Probablemente, todavía te preguntes una y otra vez si la carrera que elegiste es la adecuada, si la elección fue 100% salida de tu corazón y no de los consejos de alguien más o de la tradición familiar.
Probablemente tengas tantos miedos como incertidumbre, te sientas desolado sin entender para qué vivís y hasta estés desganado.
Probablemente.

No es fácil enfrentarse a las dudas cuando nos preguntamos algo tan profundo como el motivo de nuestra existencia.

No es fácil empezar a erradicar miedos, descubrir aspectos desagradables de tu personalidad que te están saboteando, revolverte las tripas en medio de tanta oscuridad y empezar a renacer, a salir desde el fondo cuando hay una mínima respuesta que te prende una lucecita.

No es fácil empezar, porque para empezar tenés que terminar algo, cerrar un ciclo, matar un comportamiento, entenderte y conocerte tanto, que te asusta.
No es fácil empezar a abrirte con los demás, hasta que encontrás a las personas adecuadas para hacerlo. No es fácil adaptarte a los ciclos de la vida y a los tuyos propios, porque lleva tiempo y requiere una cabeza muy abierta.
No es fácil decidir qué es lo que ya no querés que sea parte de tu personalidad, que se vaya de tu vida o saber dejar ir aquello que querés caprichosamente, pero a tu Alma no le hace bien. No es fácil aceptar que estás en constante proceso de transformación, que todo lo que sube tiene que bajar, que la oscuridad existe porque existe la luz.

Pero se puede.

Se puede empezar de cero, se puede encontrar el camino, se pueden cambiar las conductas erróneas, se puede cambiar. Siempre se puede cambiar, crecer, mutar, transformarse. No vinimos para irnos iguales que cuando llegamos, sería ridículo.
Tampoco estamos acá para justificar nuestras fallas con un defensivo "Yo soy así", porque vivir estancados no tendría gracia.

El primer paso es querer, desearlo con ganas. El segundo, buscar el cómo. El tercero, tener el coraje de dar el primer paso, sabiendo que te vas a caer, te vas a lastimar, te puede doler y vas a llorar, pero que al final vale la pena como si fuera la olla de oro al final del arcoiris. El cuarto, es hacerte cargo de cada una de tus desiciones, felicitándote cuando salen bien, pero sin castigarte si algo sale mal.
Al equivocarnos aprendemos cosas que de otra manera no hubiéramos descubierto, y usualmente son las que necesitamos en ese momento.

Otro primer paso, en paralelo, es darse cuenta de lo que está fallando y de cómo nos lastimamos a nosotros mismos tomando las decisiones incorrectas, siguiendo un deseo equivocado, escuchando al ego en lugar de al corazón, descuidando a las personas que queremos, destruyendo vínculos que nos hacen bien, etc...

Entonces, después de abrir los ojos, por mucho que hayas deambulado por ahí, vas a llegar al puerto que buscabas. Y en el camino te vas a seguir descubriendo, vas a rodearte de otros que estén en la búsqueda, vas a ayudar y te van a ayudar a vos. Vas a crecer tanto que no te la vas a creer.

Hasta que va a llegar el día en que despiertes y te des cuenta que armaste una nueva vida en base a esas elecciones adecuadas y haciendo las cosas bien, mientras seguías lo que tanto amás.
Porque tarde o temprano no es la vida la que te recompensa, sos vos mismo.
No es el destino lo que te espera, son los resultados de tus decisiones.
No hay un sólo camino para llegar adonde debés llegar, y siempre vas a transitar el que necesites, el que más te sirva para aprender.

Y ese día en que te despiertes, también te vas a dar cuenta que una vez que entendés lo que deseás y hacés algo por ello, tu vida es una vida feliz -porque estás en el lugar correcto- y cada persona que se te acerca lo hace porque sabe que al lado tuyo se siente bien, brilla, sana. Porque lo contagiás.

Igual que esa chispa que emanás cuando sonreís con los ojos, con la satisfacción del trabajo cumplido.
Aunque falte muchísimo más.

"La verdadera violencia, la violencia que comprendí que era imperdonable, es la que usamos contra nosotros mismos cuando no nos atrevemos a ser lo que somos."

28 de septiembre de 2015

Estar solo.

Todos estamos solos.
Algunos un poco más acompañados que otros, algunos un poco más o menos solitarios. 

Estar solo no se define como no tener pareja, no tener con quien contar o ser un ermitaño; estar solo es saber estarlo y que sea a gusto, tengas o no con quien caminar a la par.

Podés estar solo en medio de una multitud, y ni siquiera es lo mismo que sentirte solo, porque cuando te sentís solo es porque no te estás disfrutando, no te conocés, no descubriste todo aquello de lo que sos capaz ni te abriste el pecho en dos para encontrar el rincón de donde te nace la magia.

Estar solo es saber estar con vos y hacer elecciones que alimenten a ese bienestar, desde la música que te acompañe, las relaciones que establezcas o el trabajo que elijas. O el camino, porque los que gustamos de estar en soledad, solemos escoger los caminos menos transitados.

Estar solo te lleva a conocerte a un nivel en el que te adueñás hasta de tu oscuridad, y aprendés a revelar tanta luz, que sería egoísta no compartirla.
No, no nos creemos Budas ni nada de eso, simplemente aprendemos a estar con nosotros mismos para poder estar con los demás en un nivel de salud y estabilidad que de otra manera quizás no podríamos.

Entonces, cuando estuviste tanto tiempo abriéndote los ojos, a la fuerza o no, te das cuenta que tenés mucho para dar. Pero mucho.
Que guardártelo ni siquiera es una idea: hay que empezar a repartirlo. Y lo hacés como podés, cuando podés, donde podés. Entonces un día la vida te ve y se da cuenta que eso te gusta y además te hace crecer. Que todo lo que das, no es para que te vuelva, pero indefectiblemente lo hace. Que cada vez que das una mano, terminás un poco roto por historias ajenas, un poco desarmado por la empatía, otro poco con la cabeza desordenada preguntándote en qué momento se te ocurrió creer que tu problema era grave.
Y en otro momento, casi como en una epifanía, te das cuenta que el camino que siempre supiste que querías, lo tenés frente a tus ojos, al alcance de las manos que estás dando.

Te lastima no poder dar más. Te lastima cada historia. Te lastima entender tanto al otro como si estuvieras dentro de su carne.
Hacés una, dos, tres noches lo mismo. Y otras historias se te acercan como si te olieran, como si supieran que tenés lo que ellos necesitan, parecido a una droga.

Vos de a poco te ponés de pie, te secás las lágrimas que caían en vano y das las manos, los oídos, los brazos y el corazón, intentando que el otro te siga y también se ponga de pie.

Estar solo te lleva a elegir una vida a la que no cualquiera se anima a entrar.

No todos te entienden, no todos ven lo que vos ves, y no todos saben estar solos. Ni siquiera saben que pueden dar más de lo que creen.
Hasta les resulta difícil comprender tus ideales, tu mapa mental, tus valores, tu cabeza. Mucho menos lo que te dicta tu Alma, porque nunca falta el que te trata de loco. Entonces ahí te sentís un poco solo, pero siempre es momentáneo, porque tus metas son más fuertes y tus estrategias más firmes aún.

Estar solo es comprender la soledad del que no la desea, entender los vacíos, ahuyentar los fantasmas.
Caminar por callejones oscuros, abrirte las heridas para sanar del todo, enfrentar tus errores para romper patrones de conducta, armarte de paciencia, buscar la paz, precisar del silencio o gritar cuando no das más, hasta que necesites viajar para regenerarte o meterte en tu cueva para volver a nacer.

Estar solo es no parar de crecer.

Estar solo no es para débiles.

Porque te vas a enfrentar con todos tus demonios y, en esa tarea que elijas, vas a tener que aprender a no cargar con los de los demás.

30 de agosto de 2015

Despedidas.

Somos almas. Somos energía.

Desde el punto de vista de la reencarnación, venimos vida tras vida con la intención de volver al lugar de donde nuestra Alma nació, pero en completa evolución.
Esto significa que debemos vivir experiencias humanas (y muchas veces en otros mundos y dimensiones también) pero siempre nos vamos rodeando de un mismo grupo de almas.
Existen almas compañeras, almas gemelas (y no, no es una sola ni la famosa "media naranja"), almas con las que tenemos relaciones karmáticas y otras que aparecerán una sola vez, con las que tendremos relaciones de ego, todas en pos de aprender nuevas lecciones y superarnos en cada vida. Y a veces, terminamos liberando esas almas de nuestro entorno, cuando crecemos y aprendemos la lección, y nos dejamos ir mutuamente.

Cuando reconocés a las almas de tu alrededor, todo se hace mucho más fácil, porque sabés de quienes rodearte, aprendés a seleccionar tu entorno y a evitar todo tipo de relación tóxica o que no te sirve para aprender.

Lo difícil es cuando, sin saber bien a qué "categoría" pertenece, te encontrás con un alma que se siente como estar en casa. Cuesta mucho distinguir el papel de esa persona en nuestra vida, y sin embargo, lo mejor no es pensar, sino sentir. Porque cuando sentís, recordás que el Alma es eterna y que el viaje puede terminar en cualquier momento, entonces vivís. Y cuando vivís descubrís el aprendizaje que te trajo esa persona. Entonces, sí, lo difícil es que ese aprendizaje implique tener que alejarte, sobretodo cuando tu amor propio está en juego.

Aprendí, en este último tiempo, que si no me cuido yo, nadie me va a cuidar. Que si yo no me amo, es imposible que alguien pueda amarme tal cual soy. Que si yo no valido mis deseos, nadie los puede validar. Y si no estamos en sintonía con lo que mi Alma necesita para seguir creciendo, entonces, con todo el dolor humano que se pueda sentir, por mi bien, tengo que despedirme.

Sin embargo, esta parte encarnada tiene la efímera esperanza de que nada sea definitivo. De que alguna divinidad venga y me diga: "Está bien, tuviste los ovarios de elegir en base a tu amor propio, estás experimentando una terrible apertura en el corazón de tanto que te duele, y como te animaste, ahora andá, y decile que no, que no querés irte tan lejos, que pueden seguir estando cerca.".

Pero no. La comodidad que resultaría de seguir en el mismo camino, a la larga nos terminaría lastimando, y seguiríamos sin aprender la lección. Porque a veces, incluso, hay almas que vienen a mostrarte una lección que no aprendiste con otra, y se hace mucho, pero mucho más fuerte, hasta que por fin entiendas qué es lo que tenías que liberar.

Y tenés que soltar tanto, que cuando el otro alma te deja ir, sentís que te desinflás como un globo. Que nunca vas a parar de llorar. Que nunca te vas a encontrar con alguien así de mágico de nuevo. Pero sabés que el dolor que te abre el pecho te transforma y te convierte el corazón en una vasija hermosa, y tarde o temprano se va a ir.
Aprendés que te podés romper a fondo y bajar tanto a tus propias profundidades, que cuando salgas vas a haber revelado mucha más luz de la que imaginaste que tendrías.

Aprendemos, estamos en constante proceso de aprendizaje.
Y a veces sólo nos despedimos de etapas o de maneras de vivir, no de las personas. Mucho menos de las Almas.

Pero estamos en Luna Llena, y ya conté que las Lunas Llenas son finales. Y estamos en temporada de eclipses, y todo se torna definitivo.
Entonces siento la urgencia de enmendar todo con un abrazo, pero no, no puedo porque respeto demasiado a los que quiero, y lejos de mí está querer volverlos locos con "lo que deseo/lo que quiero/lo que necesito", porque es exclusivamente mi lección.

Así que me hago la que no sé todo esto, suspiro un poco y veo que el cielo está nublado y a mí me cuesta entender y dejar de llover.

2 de agosto de 2015

Cicatrices.

Iba pedaleando en la bici nueva, que para mi tamaño era muy grande, más grande que mi cuerpo entero. Mamá no me dejaba bajar a la calle todavía, con esas excusas que utilizan los que nos cuidan “No es que no confíe en vos, es que no confío en los demás”, pero claro que no me era suficiente, claro que por algún lado tenía que alimentar mi hambre por la velocidad, así que lo hice.
Con toda la fuerza de mis piernas, que en ese entonces eran escarbadientes, pedaleé hasta que me temblaran, hasta no dar más, hasta tener miedo de la velocidad, en un circuito de vuelta manzana que para mí era la carrera conmigo misma más salvaje de todo el barrio.
Entonces fue cuando, pasando apenas la puerta de casa, me caí.

La rodilla derecha fue la más afectada: un agujero que para mi tamaño era épico, desprendía sangre a borbotones y ni siquiera recuerdo si lloré, si me dolía o si me preocupé. Estaba alucinada con todo lo que me había lastimado, con todo lo que había logrado hacerme sola.
El abuelo estaba en la puerta, si mal no recuerdo. Debe haber visto todo, pobre viejo. Sufría del corazón y yo me le tiraba adelante como si estuviera dejando la vida en esa caída.
Dejé la bici tirada y caminé con la pierna ensangrentada, pero los recuerdos otra vez se me nublan, y no sé si llegué a casa, si apareció mamá o si me retaron por ser tan atolondrada.
Todos sabían que a mí me gustaba andar muy rápido, que a veces bajaba a la calle aunque estuviera prohibido y que me dijeran lo que me dijeran, al día siguiente haría lo mismo otra vez.
Lo que no sabían, era que estaba orgullosa de haberme lastimado así, porque me sentí aventurera, sentí que valió la pena, que ahora tendría una marca para toda la vida que me recordaría que, además de romper las reglas, me gustaba desafiarme.

Con el tiempo, junto a esa cicatriz – un circulito blanco que ahora apenas si se ve- se me había hecho otra: una línea –que ya desapareció- cerca del tobillo. Y las exponía orgullosa, como si fueran una bandera, el estandarte que decía: “Miren, me jugué a hacer lo que me gusta, me arriesgué, me caí, me dolió y me rompí un poco, pero justamente por haberme jugado, porque soy aventurera, porque amo los riesgos que acompañan a la incertidumbre, la adrenalina de romper lo establecido, el amor por aquello que me hace vibrar, y ahora estoy bien, me curé, nada duele."

Así, con los años, aprendí a tener miles de cicatrices más, pero ninguna externa que me marcara tanto como aquella.

Porque ese fue el día en el que supe que hacer lo que deseaba no le iba a caer bien a todo el mundo, que muchas veces iba a salir herida, pero si estaba convencida, si seguía adelante insistiendo en mi camino, las heridas se iban a curar y yo volvería a estar de pie y entera, después de cada caída, siempre. 

18 de julio de 2015

Capítulo VIII.


Reconocí el bosque a la distancia y esta vez no sentí miedo. Caminé pisando fuerte.
La luz del día me confundía, porque mayormente conocía el camino a oscuras, pero mientras lo transitaba supe que mi instinto se encontraba intacto, perfecto.
Así transcurrió alrededor de un mes. Lo busqué cada día y cada noche en la cabaña, entre los árboles, en cada cueva, bajo cada raíz. Vagué olfateando huellas y rastreando olores.
Me alimenté como pude, y tan mal no me había ido, hasta que llegó el día en que todo, de repente, se sintió nuevamente familiar.
Y ahí lo ví.
Sentado sobre una gran piedra, afilando sus flechas, miraba al horizonte. Un horizonte tan oscuro como su futuro.
El sol estaba cayendo y mi corazón comenzó a amanecer, vibrando como un tambor con cada latido.
Cobré una enorme vitalidad al verlo, cruda, excitante.
Lo deseaba. Lo deseaba tanto que estuve a punto de lanzarme directamente a su yugular,  quería destrozarlo, devorarlo, rajarle la carne con mis colmillos e ingerirlo hasta que me habitara íntegra. Quería entender porqué tenía por él el apetito más voraz que jamás había sentido.
Observé que su barba era más larga, y que tenía el aspecto corrupto, abandonado.
No pude moverme con sutileza, y me escuchó. Su expresión de temor se fundió con algo parecido a la satisfacción, cuando ví que esbozó media sonrisa, desafiante.
Tomó sus cosas y huyó de mí.
Entendió que había llegado el momento, que el final era inminente, que podía matarlo buscando respuestas, buscando su corazón rebosante de vitalidad. Que haberme dejado escapar fue un error.
Sin esperarlo fui consciente, como en algún tipo de epifanía, que de permitirle la huída, al día siguiente comenzaría su cacería conmigo nuevamente, porque me habré olvidado de todo, como el mismo día de cada mes, así que decidí que era mejor terminar con tanta incertidumbre, cerrar el ciclo, poner punto final.

-Lo voy a devorar- pensé.

Entonces se me quiebran los huesos, caigo en cuatro patas, agudizo mi olfato y antes de salir a buscarlo, miro al cielo y le aúllo a la luna llena.

12 de julio de 2015

Capítulo VII.


Cuando desperté ya estaba entrada la mañana, y supuse que era mediodía por la altura en la que se encontraba el sol.
De nuevo me presionaba el hambre, así que tenía que salir.
Merodeé un rato por el pueblo, hasta que llegué a algo parecido a un almacén.
En la puerta, un anciano ciego estaba sentado pidiendo limosna. Yo no contaba con dinero siquiera para mi comida, así que decidí entrar a arriesgarme por los dos.
-Qué triste debe ser no tener todos los sentidos- me dije.
En el local apenas entraban rayos de luz por las rendijas de una de las ventanas. La iluminación era tan pobre e intimidante, que cuando el dueño me dirigió una mirada desaprobadora desde atrás del mostrador, me arrepentí de haber entrado. De todos modos me acerqué, decidida a pedirle cualquier cosa, lo que sea que le sobrara o tuviera intención de darme, para mí y para el ciego de la puerta.
En el momento en que abrí la boca, no pude emitir sonido. Dudé si me encontraba dentro de un sueño o alguna realidad paralela, porque mis cuerdas vocales no parecían hacerme caso.
Intenté una vez más, y otra, y luego otra. Imposible. Mi voz no reaccionaba, estaba apagada. Hice fuerza hasta que mi cara se puso roja, lo  cual adiviné por el calor y porque el buen hombre entendió mi angustia y se acercó a ayudarme. Nada. No había caso.
Comencé a emitir algún sonido gutural, que lejos estaba de ser siquiera una sílaba.
Abría la boca mientras se me caían las lágrimas de la desesperación, intentando respirar normalmente, pero no obtuve respuesta de mí misma.
Retrocedí sobre mis pasos, enredada, y levanté la mano en un intento de saludo.
Caminé de nuevo hacia la ruta, escuchando solamente a mis vísceras, que clamaban alimento y al mismo tiempo me impulsaban a buscarlo a él, como si tuviera la explicación de lo que me estaba pasando, como si me entendiera.
En algún momento me sugerí quedarme en el pueblo, cómoda, tranquila y segura. Podría comunicarme escribiendo y de a poco conocería gente que me podría ir ayudando. Sería lo más fácil y saludable, lógico. Pero la única persona a quien se me ocurría acudir, a quien realmente tenía deseo de pedirle ayuda, estaba lejos, y quién sabe por qué designio del destino, sabía que debía encontrarlo, aunque eso suponía arriesgar nuevamente mi vida.

Claro que lo hice.

11 de julio de 2015

Capítulo VI.


Tuve que olvidar las rodillas lastimadas, aquel dolor de cabeza y cualquier otra queja de mi cuerpo, y correr, no parar ni un segundo de correr hasta estar a salvo de ese ser que me obnubilaba las entrañas.
Recordé la vista que tuve de la cabaña y supe de qué lado había llegado, entonces seguí en dirección contraria.
No fue suficiente lo que mi cuerpo se había recuperado, estaba afiebrada y tan cansada que no podría llegar muy lejos en ese estado.
Sin embargo al escucharlo, al sentirlo detrás mío tan intenso, el temor lograba darme fuerzas.
Al poco tiempo pude distinguir una ruta, el primer símbolo de civilización que significaba que sí, que podía encontrar la salvación.
Aceleré todo lo que mi cuerpo me permitía para llegar cuanto antes a la que creía mi gran victoria. Agitada, cada vez más pesada, me sentí paulatinamente vencida. No me creí capaz de llegar al cemento. No contaba con las fuerzas suficientes, y supe que iba a morir. Entonces fue cuando bajé la velocidad, a sabiendas, y me dejé alcanzar.
Me desplomé -entre pequeños rastros de consciencia- sobre un cúmulo de hojas verdes recién nacidas, y no tuve fuerzas para rechazarlo cuando se abalanzó sobre mí.
Estaba dispuesto a saciarme el hambre que él mismo había provocado, y supe que deseaba que hiciera conmigo lo que sea que planeara.
Me mordió la boca como si no hubiera estado cerca de un ser tan vivo hacía siglos. Lamió mi cuello y, en su aparente atrocidad, comenzó a tomarse su tiempo. Yo ya no lo podía resistir, de modo que me entregué por completo.
Sus ropas parecían no estorbarle como las mías, que decidió ir haciendo a un lado sin dificultad. El poco aire que volvía a mi cuerpo, era llevado fuera de él con cada bocanada que me propinaba, entre su saliva y la sangre que brotaba de mis labios ante cada mordida. Me estaba quitando el aliento, y cuando se percataba, me lo devolvía con la intención de que yo siguiera latiendo, que no lo abandonara.
Su crudeza me lastimaba la espalda con las piedras sobre las que caí. Sentía sus manos sobre todo mi cuerpo, como si fueran más de dos, como si algún tipo de dios hindú hubiera formado parte de él y se estuviera abusando de ambos. Nunca sentí placer tan terrenal como con esa bestia.
Al momento en que me penetró, sentí subir desde mi vientre algún tipo de fuerza de otro mundo, que parecía dispararme sensaciones irracionales por todas las extremidades: yo ya no era yo y él ni siquiera era humano. Nos fundimos como dos animales, derribados por el apetito, terrenales, viscerales, idénticos. Deliciosos.
Morí y renací al mismo tiempo. Quería quedarme así para siempre, como muerta, entregada a su carne, a su locura.
Se incorporó y su mirada había cambiado. Ya no estaba inhabitada: ahora era cálida, hasta expresiva; me dejaba entrar en él y por un momento me sentí segura.
Me senté en el pasto y quise besarlo. Atajó mi impulso y recogió sus flechas. El romance había acabado y él continuaba hambriento.
Nuevamente retomó su control, ese que parecía cerrarlo al mundo, y movió la cabeza en una especie de ademán hacia adelante. Supe que me estaba dando ventaja otra vez, porque le gustaba el juego, y aunque dudé de la misma, no tuve tiempo para pensar demasiado. Como pude tomé mis ropas y salí en dirección a la ruta.
Me vestí mientras caminaba sobre el asfalto, hasta que, cuando ya había caído la noche, observé que me encontraba a la entrada de un pueblo.
Ingresé a una construcción similar a un hotel en ruinas, donde pasé la noche. Las ratas no me molestaban tanto como lo hubiera hecho la necesidad de seguir corriendo.

Ahora por lo menos podía dormir.

8 de julio de 2015

Capítulo V.


Reaccioné a la tarde sobre un sillón incómodo, con vendas en las heridas y dolor de cabeza. A mi lado, sobre una silla, un vaso con agua hacía de médico.
Quise sentarme pero no fue posible: tenía los pies encadenados al mueble.
Probé aflojar las cadenas intentando sacar una pierna, primero suavemente y luego con ímpetu. La imposibilidad de escapar me llenó los ojos de lágrimas, me entristeció tanto sentirme rendida que tuve que reconocer que mi final estaba escrito.
Estaba desesperándome cuando entró, dejó por la madera sus pisadas húmedas de barro y fue directamente hacia mí. Se sentó sobre mis piernas y me miró de frente, tomando mi cara y acercándose tanto como para quebrarme el cuello con un sólo movimiento. Pude observar en detalle aquellas pecas sobre su nariz, que dibujaban la constelación de Orión, como un presagio. Quise mordérsela. Él, mientras tanto, se limitó a lamer mi boca a lo largo, quitándose la sed.
No estaba tan segura de querer salir de las cadenas ahora, hasta que sacó unas llaves de su bolsillo, y abrió el candado.
Separó mis piernas y se recostó sobre mí, con algo parecido a la ternura, sin dejar de hacer lo mismo que hizo con mi boca, pero esta vez por todo mi cuello, sosteniéndome los brazos por sobre mi cabeza.
Posteriormente se levantó, y se alejó. Mis emociones sufrían altibajos que no eran comprensibles por la mente humana, que de a poco parecía desaparecer. Cada momento en que intentaba recuperar la cordura, me volvía a hundir inmediatamente en el tormento.
A continuación levantó una abertura del piso y bajó dentro del hueco, confirmando el sótano que mi cabeza sugirió con el golpe, y salió a los pocos minutos con pedazos de carne despellejada que no supe reconocer.
El instinto de supervivencia reapareció mientras lo miraba cocinar estos confusos trozos.
Dí unos pasos con pausa en dirección a la salida, mientras lo veía de espaldas, y mi escape casi se ve frustrado cuando percibió mi figura reflejada en la ventana frente a la mesada.
Giró la cabeza, me miró sobre su hombro derecho, levantó su brazo al tiempo que sostenía una cuchilla y señaló la puerta.
Nuestra comunicación no verbal era tan fantástica que dudé de la factible posibilidad de salir de allí. Pero lo hice.
Caminé intentando ubicar desde dónde había venido, aunque me encontré perdida.
Cerré los ojos procurando adivinar y oí un portazo.

Estaba viniendo por mí.

6 de julio de 2015

Capítulo IV.


Lo siguiente que fui capaz de escuchar, parecían cuchillos, cortes brutales de hacha y su voz grave que sólo atinó a decir:
-Qué decepción.
Así pasó un largo rato, durante el cual supe representar un silencio que a cada minuto temía perder.
Más tarde prendió el fuego-ya había caído la noche-y sentí un olor nauseabundo a carne quemada, que animaba a mi estómago a pesar de la repulsión. Fue tan repentino que temí desesperar de ansias al desear ingerir aquella pulpa.
Las horas se me hacían eternas y creí enloquecer ante el volumen exaltado de mis latidos. Si él no me encontraba, de cualquier manera moriría de miedo, no había dudas.
Todo tipo de pensamientos inundaba mi cabeza sin dejarme serenar y otra vez me hostigaba a preguntas: ¿Me esperaría el mismo destino que a aquella pobre muchacha? ¿Por qué estaba haciendo esto? ¿Era simplemente un alma retorcida? ¿Cuánta importancia gozaba yo en su vida? ¿Se habría olvidado de mí ante esta nueva presa? Tal vez la venía intentando cazar hace mucho tiempo, y la nueva era yo. Todavía me despertaba esa ira incendiaria no saberme única ni la razón exclusiva de su deseo aparentemente caníbal. Me sentí poco deseada y eso me decepcionó.
Estaba intoxicada, demasiado humana o demasiado animal.
Interpretarme tan silvestre evocó memorias primitivas que no sabía que existían; me excitó saberme tan indómita. Me admiraba tanto por haber llegado a esa instancia de salvación, que me deseaba. Estar tan cerca de la muerte me empapaba de vida, de deseo, de adrenalina. Disparaba una combustión tal que me impacientaba.
Sólo advertía el canto de algún pájaro nocturno y supuse que él se habría dormido, e imaginarlo tan vulnerable acompañó el ardor que ya sentía por mí misma, me empujaba a querer desenmascarar sus misterios, olerle la piel, enredar mis dedos en su torso o aferrarle con fiereza los pelos de la nuca. La sugerencia de mantenerme cautiva ante su presencia, o su mirada, era lo único necesario para alterar mi temperatura, y rato más tarde tuve que borrar las huellas que dejaron mis manos sobre mi ropa arruinada, mis pechos, mi cintura y mi entrepierna.
Al amanecer ya había dormido algo (aunque no comprendí cómo fui capaz) y quise salir, hasta que recordé el detalle de abrir la puerta: era imposible, al menos sin despertarlo.
Aún así, no sabía si me encontraba sola, y las opciones eran esperar o intentarlo, pero el cerebro no reprimió la orden, y pateé violentamente la puerta, al tiempo que ésta se rompía y me llevaba hacia abajo, provocando un escándalo.
La cabeza resonó contra la madera hueca del piso, lo que delató un sótano.

Acto seguido, perdí el conocimiento.

5 de julio de 2015

Capítulo III.


Prácticamente no tenía rumbo, ni noción de lo que él pretendía de mí, pero sí sabía que temía. A lo bueno o a lo malo que pretendiera conmigo, le temía.
Resolví, en mi desesperación, seguir corriendo hasta que se me acabara el aire. No podía siquiera voltear a confirmar si él seguía mis huellas o había desaparecido, simplemente debía escapar si quería continuar con mi vida.
Escuchaba, sin embargo, sus pasos cada vez más próximos. El corazón me latía a un ritmo desorbitado, ahogado quizás por la confusión que mi actividad corporal le generaba. Pobre órgano, ni siquiera era capaz de sospechar lo que sobrevendría.
Llegué a un claro, rodeado por las incipientes sombras que anunciaban el ocaso de la tarde y el de mi vida como la conocía. Las sombras anunciaban la transformación, el advenimiento de una muerte.
Prácticamente sentía su respirar en mi nuca, y la idea de sentirlo aún más cerca me aterraba de la misma manera en la que me hacía delirar. Esta distracción no fue favorable, porque tropecé con un viejo tronco devenido en hogar de plantas trepadoras, y caí de boca, lastimándome la cara y las manos, mientras él tirándose sobre mis piernas me tomaba de una y yo me defendía con la otra, pateándole la cara.
Cuando se agarró la cabeza me soltó y seguí huyendo con dificultad, porque también tenía heridas las rodillas que dolían demasiado al correr, dejando un leve rastro sanguíneo en el camino.
No tardé mucho en ver que frente a mí se levantaba una vivienda de madera similar a una cabaña, y allí me dirigí.
Al llegar golpeé con algo de fuerza, sin hacer demasiado ruido para evitar llamar la atención si es que él se acercaba. Espié por las ventanas cubiertas de polvo y el interior parecía algo lúgubre y solitario. Era fácil romper uno de los vidrios e ingresar, pero eso despertaría su curiosidad si llegaba a pasar por ahí y obviamente me encontraría. Intenté forzar la puerta aunque era demasiado pesada, y cuando desistía de la idea observé que una de las ventanas traseras se encontraba abierta, y no dudé de mi suerte al poder entrar.
Inspeccioné un poco para encontrar pistas de quien sea que la habitara, y noté que había pertenencias femeninas pero el ambiente era muy masculino, entonces deduje que habría en los alrededores alguna pareja a punto de regresar o, debido a cierto abandono del lugar, que volverían en un tiempo. Limpié de a poco cada corte y me enrosqué un trapo de cocina en la pierna que más sangraba, a modo de torniquete.
Mientras revisaba cada rincón, escuché gritos agudos que provenían del bosque, me asomé por la ventana y lo ví. Traía cargando al hombro a una mujer que se sacudía intentando zafar de sus brazos, y el primer sentimiento que tuve hirvió mi sangre, en lugar de helarla. No me daba miedo que él me encontrara: me daba celos que lo hiciera acompañado.
¿Acaso no me perseguía a mí sola? ¿No era yo lo suficientemente especial como para ser una víctima digna? ¿Qué más tenía ella?
En lugar de reaccionar, seguí mirando el espectáculo con el ceño fruncido. ¿Qué me estaba pasando? ¿Qué clase de persona tendría estas sensaciones enfermas? ¿Quizás realmente deseaba morirme?
Observé que estaba aproximándose en mi dirección, y esta vez maldije mi suerte. La muy certera me había llevado sin escalas a la hoguera. Salir era más riesgoso que esconderme, de manera que subí trepando como pude a un pequeño altillo y esperé. No podía ver nada, estaba completamente sellado y advertí, al cerrar la puerta, que sólo podía ser abierta desde afuera. Si confiara en esa suerte mía, estaría muerta.
Oí los gritos cada vez más cerca, hasta que ingresaron, e inmediatamente escuché el ruido de un golpe seco, seguido de un vasto silencio. Me temblaron las piernas de pavor y traté de calmar mi respiración.
Estaba demasiado cerca como para no ser peligroso. La angustia de saberme su próxima víctima esta vez era agobiante.

Tenía que protegerme de él.

3 de julio de 2015

Capítulo II.


Pensé en que debía mantener fresco el resto del ciervo que no había podido comer, y la obviedad de la falta de sal me hizo abandonar toda la idea.
Mi sentido común sólo me permitió enterrar el sobrante en algo parecido a una cueva, cubrirlo con la piel y esperar a que regrese el apetito, entonces volvería más tarde a observar mi suerte.
Sabía que tenía que encontrar donde guarecerme antes de que caiga el sol, así que no podía quedarme quieta. Seguí mi camino -aquel sin rumbo alguno- pero marcando con huellas la ruta de vuelta hacia la carne.
Cuando estuve bastante cansada de vagar, encontré un pequeño arroyo. Me senté a descansar y a tomar agua, para recuperar algo de energía.
Ningún ruido se asemejaba a alguna ruta o ciudad, con el tiempo el ambiente se tornaba más espeso y el poco cielo que podía divisar se cernía sobre este arroyo, y debía transitar prácticamente sobre él si quería guiarme por las estrellas o al menos la luna.
Mis oídos se agudizaron cuando escuché unos pasos. Quedé inmóvil, sin saber si sentir alivio o pavor. Los pasos eran humanos, no había duda de ello.
Giré mi cabeza y él estaba detrás de mí, erguido con una firmeza sublime y una atractiva hombría salvaje, cargando unas flechas en la espalda y arco al hombro. Llevaba unas pieles y algo más que no llegué a distinguir.
Tenía la mirada puesta en mí, y lo hacía con insistencia, con intensidad. Lo noté decidido.
Lentamente se fue apoderando de mí otro tipo de apetito. Encendió un fuego que yo desconocía.
Me generaba temor, sabía que no vendría a ayudarme, que algo trágico planeaba para mí, y si no lo sabía y lo estaba imaginando, de todos modos salir corriendo iba a ser la mejor opción, por lo menos si quería seguir manteniendo la poca integridad que me quedaba.
Sin embargo, no podía quitar la vista de sus simples y abrumadores ojos marrones, tan comunes. Decían todo y a la vez no decían nada. Eran dos huecos, dos vacíos que se llenaban de significado sólo si él lo permitía.
Se acercaba lentamente y mi cuerpo se desvanecía por dentro.
Un rayo de sol le iluminaba algunas canas de la barba, y recortaba su figura en el verde del entorno. Tenía pecas, sutiles pecas sobre la nariz blanca, que parecían constelaciones salpicadas en la vía láctea de su piel.
Recuperé el aliento y volví a mí. Me había perdido en su tierra y debía regresar a la mía.

Entonces eché a correr.

2 de julio de 2015

Capítulo I.


Abrí los ojos y era de día. El sol me cegaba los recuerdos.
Cómo había llegado hasta allí era el interrogante principal, al igual que el momento en el que debí haber caído rendida a los pies de aquel pino.
Los rayos del astro se deslizaban como haces de luz entre los árboles, y convertían la espesura en algo un poco menos tétrico, mientras la calidez derretía el frío del ambiente.
Me incorporé algo débil, limpiando con esfuerzo la tierra que me cubría gran parte del cuerpo, y que dejaba entrever que había estado enterrada o escarbando en busca de algo, quién sabe. Tenía las uñas sucias como si hubiera salido del vientre del mismísimo bosque.
Estaba desnuda, eso me asustó. Algo de ropa maltrecha estaba tendida a mi lado y me vestí como pude.
Inspeccioné la zona, olfateando la tierra húmeda, el rocío de la mañana, los hongos que elegían enraizarse en grupo, los diferentes arbustos.
Tuve que trepar algunas raíces para divisar el horizonte.
Con cada paso que daba, los pájaros se alejaban asustados, pretendiendo ser bólidos automatizados que podrían alcanzar la velocidad de la luz si quisieran.
Algunos se lanzaron a atacarme, pero me defendí con unas ramas y finalmente, dándose por vencidos, se fueron.
Seguí caminando sin rumbo, y mi cuerpo decidió que lo mejor era buscar algo de comer.
Mi apetito no era normal, estaba sedienta de hambre, una sensación extraña de saciedad y voracidad se apoderaba de mis entrañas, y tenía el impulso, no, disculpen, tenía la necesidad de ingerir algo con urgencia.
Aún no comprendía la situación, no tenía siquiera atisbos de memoria, como los animales. Nada que me recordara qué hacía allí, cómo fue que llegué o porqué me había despertado desnuda.
Me encontraba completamente sola en medio de un bosque desconocido, gélido, oscuro. Me encontraba conmigo y en un entorno que se me hacía familiar, como si fueran mis propias vísceras sin iluminar, peligrosas, salvajes, carroñeras.
Entonces recordé que buscaba alimento. Lo necesitaba.
Nada de lo que el bosque podía ofrecerme me daba la idea de saciedad. No podía comer cualquier planta, porque desconocía a la mayoría, y sin embargo, mi olfato un poco agudizado me prevenía de algunas en especial.
Al alejarme también se alejaban los ruidos. Noté que estaba adentrándome en un terreno cada vez menos fértil, asesino, pero mi desesperación, sabrán comprender, era más fuerte que cualquier posible riesgo.
Mientras me internaba más y más profundo, pude notar a lo lejos un par de ciervos. Inmediatamente la idea de cazarlos me resultó atractiva, pero mis pocos conocimientos al respecto no podían ayudarme a sobrevivir.
No sabía cuánto tiempo estaría allí, de modo que tenía que trazar un plan, crear mis propias herramientas, escoger pacientemente a la víctima.
Me agazapé y comencé a observarlos con detenimiento. Decidí que estudiar su comportamiento quizás me ayudaría a reconocer su hábitat y costumbres, sus rutinas, alimentación y guaridas, para poder atacarlos cuando se encontraran solos e indefensos.
Tomaría alguna piedra lo suficientemente grande para partirles el cráneo, pero tendría que acercarme demasiado como para poder hacer eso. Plan descartado.
Sigilosamente me estaba acercando a ellos y no me habían escuchado. Descubrí que mi sagacidad era mejor de lo que creía, y cuando estuve lo suficientemente cerca, uno de ellos cayó rendido al suelo, pesado, como muerto, y el otro huyó a la velocidad de un rayo.
No comprendí qué había pasado, hasta que divisé la flecha en el medio del pecho del animal.
Miré alrededor buscando al homicida, al tiempo que intenté poner mi cuerpo al ras del piso, en caso de un próximo ataque.
Esperé boca abajo respirando entre pasto y polvo, pero nadie vino en busca del cuerpo.
El olor de la sangre derramada me hacía segregar saliva, el corazón latía cada vez con más fuerza, el hambre era urgente.
Agradecí mentalmente al dueño de la flecha y comencé a hurgar en la herida para poder abrir la piel. Sin reparos arranqué el cuero con fuerza y metí la cara directamente en la carne. Mordí, mastiqué y tragué como si fuera mi última cena.

Que por cierto estaba deliciosa.

1 de julio de 2015

Luna Llena.

Las lunas llenas son finales. Nadie lo sabe.

Así como las lunas nuevas son aperturas energéticas, inicios, la fase más iluminada del satélite impulsa conclusiones, y es donde más claro vemos, metafóricamente hablando.
Nos enteramos de cosas, descubrimos verdades.

Es ley que para poder comenzar algo, hay otra cosa que debe terminar, sufrir el deceso, expirar.
Se hace necesario ahondar en el interior, rasgarse un poco las capas y encontrar -el que busca siempre encuentra, sí- aquello a lo que ya le llegó su hora.
Puede ser un trabajo, una relación, un patrón nocivo de conducta, un vicio, una manera de pensar, un estado civil, etc...Cada uno sabe cuándo algo ya no le es útil, o acarrea más pérdidas que ganancias.

Personalmente, la luna me afecta mucho -porque permito que lo haga- y así me gusta. Aprendí a moverme con sus ciclos y a dejarla mecerme con sus fases, a escucharme entre su ritmo cada uno de los 28 días y saber qué necesito en cada momento. Me conozco mucho mejor desde que la conozco a ella.
Somos 70% agua, es lógico que si influye en las mareas con su efecto gravitatorio, influya también en nuestro cuerpo.

Así que en cada luna llena me pregunto qué es aquello que debe terminar. Me lo pregunto a mí, porque nadie más me conoce tanto, es obvio. Entonces la dejo actuar en mi inconsciente, como si tuviera algún tipo de revelación mágica de la que informarme. Y como creo en la magia, claro que siempre sucede.

Pero no es magia de esa que cae del cielo, aunque así podría interpretarse.
La magia nace adentro, ahí donde nos hacemos responsables de nuestras decisiones, logros, fracasos, metas, sueños, intenciones, palabras, acciones, e incluso de nuestras virtudes y defectos. Nace ahí donde dejamos de esperar cosas de los demás porque somos nosotros los que tenemos las respuestas. Nace en ese rincón de oscuridad que nos ayuda a revelar nuestra propia luz, cuando decidimos trabajar por ello.
Nace en lo más profundo de nuestro ser, en el momento en que decidamos creer que existe, al mismo tiempo que reconocemos nuestro propio poder.

La gran mayoría de los seres humanos compartimos erróneos patrones de conducta: hacia dónde dirigimos nuestra atención y no distinguir deseo de capricho.

Tenemos el problema de dar TODA nuestra atención a aquello que representa nuestro deseo, sin preguntarnos siquiera si hay un límite, sin escucharlo en crudo, sin etiquetas ni nombres ni apellidos. Confundimos deseo con memoria (cuando recordamos la comodidad del pasado creyendo que queremos eso mismo nuevamente, como si nosotros siguiéramos siendo los que éramos en ese entonces).
Confundimos lo que el ego quiere con lo que el alma desea. No nos escuchamos, nos abrumamos con redes sociales, programas de televisión, cursos y cursos de los cuales adquirimos conocimientos que nunca practicamos.
Sobretodo las mujeres, tenemos el vicio de dar, sin percatarnos de que lo más sano es compartir.
Damos, porque está en nuestra naturaleza. Ponemos atención, gastamos energía en otro o en algo externo, porque tenemos expectativas y ansiedad. Esperamos ridículamente que algo o alguien más sea responsable de nuestra propia felicidad. ¿Y en qué momento intentamos cumplir nuestro deseo, tomar acción por ello? ¿Por qué esperamos que el otro actúe, si podemos ponernos de pie y actuar nosotras?

Una vez que nos hacemos conscientes de nuestro error, nunca más podemos ignorarlo. "Una vez consciente, no puedes ser indiferente" dicta una frase por ahí. Y no hay nada más cierto.

Entonces tomamos responsabilidad por nuestro propio crecimiento, por nuestra felicidad y nuestra confusión, ya que sin ella madurar y esclarecernos no sería posible. Gracias confusión por formar parte de la vida.

Perderme, confundirme y tener incertidumbre, me llevan a cuestionarme todo. Porque no está bueno, no es sano sentirse así, y sin embargo esos estados, que se convierten en piedras en el zapato que hay que operar de urgencia, son los que nos dirigen al cambio, al crecimiento.

Así es el proceso en el que descubro mensualmente que la luna llena me pide finales. Y yo se los tengo que dar, porque sino no tengo espacio para nuevos comienzos.

Este mes es el funeral que mi amor propio le honra a la confusión que permití que reinara mi vida emocional últimamente.
Es la muerte de dar mi atención a personas que no saben lo que quieren. Es el fin de muchas pequeñas cosas que me hacen barrer la mugre bajo la alfombra, pero sacándola de ahí, porque no se puede vivir ocultando lo que nos molesta. Hay que limpiarlo.
Estoy de pie ante la tumba de callarme la boca. Y le tiro flores, porque me recuerda que antes de hablar siempre es bueno saber la verdad.

Las lunas llenas son finales. Nadie lo sabía.

6 de junio de 2015

Estimado Fulano.

Estimado Fulano,
                   
                                Le escribo estas líneas considerando los sucesos acaecidos en nuestro entorno estos últimos días.

Debo comenzar por felicitarlo acerca de su entrada triunfal a esta cadena de acontecimientos y vicisitudes que elijo llamar “mi vida”, y en la cual le he estado preparando -no sin grandes expectativas- un gran espacio, lleno de luz, con grandes ventanales por donde entra el calor del astro principal, con confortables sillones de terciopelo y jarrones con flores de estación, sin olvidar la biblioteca completa para subsanar sus momentos de ocio.

Usted encaja tan perfectamente en esta delicada arquitectura, que me asusta la sola idea de su estadía.

Disculpándome de antemano por el atrevimiento, me permito confesarle que no son pocas las actitudes que usted ha tenido para conmigo, aún sin intención, bajo las cuales me he sentido embelesada. Desde el momento en que lo saludé por primera vez, su mirada cabizbaja no pasó desapercibida y su intensidad ha demorado milésimas de segundo en calar hondo dentro de mi pecho.
                     
Qué descortés de mi parte no haber sido del todo sincera con usted.

A decir verdad, (si es que la verdad es un acto realmente posible) lo he estado esperando vagamente y ya sin esperanzas, hasta el momento en que su ser atravesó aquella puerta y obnubiló mis entrañas. La simple y fugaz colisión de sus ojos con los míos me ha dejado en carne viva. No he dejado de pensar ni un solo día en su persona, y su figura, recortándose en mi mente a través del espacio y el tiempo, pasea tan cómodamente por mi cuerpo, que considerarlo una irreverencia de su parte es, inclusive, hasta ridículo.

Solicito -si tengo acaso el derecho de solicitarle algo- que desestime las hormonas que irradio cuando me siento a su lado, y que tenga en consideración que con su simple costumbre de meterse las manos en los bolsillos, me está llevando del mismo modo, dentro de sus pantalones.

Con todo el riesgo que esta carta implica, me despido fervientemente con la sangre fundida por el calor que usted me provoca, con las manos empapadas en sudor generado por el mero recuerdo de su existencia, y con la piel ardiendo en ansias de que me devore.

Completamente suya,

                                  Fulana.

30 de mayo de 2015

Las mujeres fuertes.

Las mujeres fuertes solemos tornarnos en avasallantes con el paso del tiempo. No, no es una cualidad y está lejos de ser una virtud.
O eso es lo que la sociedad parece interpretar.

Generamos miedo, dudas, lejanía, como si fuéramos amazonas dispuestas a asar todo lo que respira.
Y quizás sea en parte porque aprendimos a usar la fuerza de tal manera, que es lo único que el otro puede ver, es la base que utiliza para juzgarnos. Hasta que se acerca.

Aprendimos a manejarnos en la vida, utilizando energía masculina. Aquella que nos da impulsos, nos empuja a buscar e iniciar todo lo que queremos, a materializar nuestros deseos, a no quedarnos quietas cuando algo nos está moviendo por dentro, a trabajar y defender nuestra vida con un poco de ferocidad. 

Aprendimos que tenemos que cuidar nuestro entorno de cualquier amenaza externa, porque vivimos bajo la ley de la selva.
Aprendimos a no tomarnos nada con calma.
Aprendimos a sobrevivir.

Así es como también tuvimos que aprender a cuidarnos solas, a responder con agresividad ante cualquier ataque, a no quedarnos calladas.
Aprendimos a mostrar de nosotras, sólo lo que queremos que sepan. Porque cuidamos demasiado nuestra intimidad.

Nos ponemos la armadura antes de salir a la calle, que pocos saben desarmar.
Nos olvidamos que mostrarnos vulnerables, no significa ser débil.
Nos olvidamos de mostrarle a todo el mundo quiénes realmente somos, porque nos cansamos de defendernos, de excusar nuestro comportamiento, de explicar todo lo que hacemos. Nos cansamos de sentirnos juzgadas, observadas.
Entonces elegimos abrirnos hacia unos pocos elegidos, como si nuestro interior fuera el tesoro más preciado, y el que tiene acceso, se gana el premio grande.
Sí, esto último puede ser verdad.

Las mujeres fuertes estamos llenas de miedos, pero dispuestas a enfrentarlos.
Estamos acostumbradas a desafiar todas las reglas, porque vivimos desafiándonos a nosotras mismas.

Buscamos nuestro propósito, sabemos que hay algo por lo que vinimos al mundo, y que con cada pensamiento, palabra y acción, estamos forjando nuestro destino.

Sabemos que haber aprendido a cuidarnos, sirve para poder cuidar a otros.
Que si nos amamos lo suficiente, sabremos cómo amar a otro, y de la manera más sana. Que lo demás, viene solo.

Aprendimos a nivelar cuánto damos, y a quien. A ser selectivas.  A compartirnos, en lugar de darnos, porque siempre estamos practicando cómo nivelar nuestra propia luz.

Procuramos sabiduría con cada elección, porque nos mueve todo aquello que nos llene de conocimiento.

Sabemos lo que valemos, y no nos acercamos por menos.
Sabemos poner límites, ser francas, no dar vueltas. Sabemos ser fieles a nuestras elecciones, pasiones, ideología, a las personas.
Sabemos hacer tratos y cumplirlos.
Sabemos que estar mareadas y perder el rumbo, es parte del equilibrio que nos lleva a una vida emocionalmente estable.

Y llega un momento en que debemos aprender a desarrollar la energía femenina.
Aprender que es hora de saber recibir, de ser vasija para la luz de otros, de crear, de aceptar nuestros principios.

Aceptar que ya sabemos que podemos, que hemos llegado solas hasta esta parte del camino, pero que ya no podemos seguir así, porque nuestra naturaleza está hecha para compartir.
Aceptar que a veces necesitamos tierra para anclar, para inspirarnos, para fundirnos, para crear.

Debemos aprender a nivelar nuestro fuego, antes de que nos consuma, porque hacemos todo con demasiada pasión.
Aprender a bajar la intensidad, a caminar más despacio, a esperar.

Necesitamos entender que llorar es, además de sano, necesario. Que ser sensibles y completamente vulnerables, es el material de nuestra creatividad, de nuestra sencillez, de nuestra sangre.
Que sacarnos el disfraz, no significa salir lastimadas.
Que las personas correctas, siempre sabrán apreciar nuestra luz.
Que abrirnos, es compartirnos.
Que a veces nos cansamos de ser fuertes.
Que necesitamos que nos cuiden y nos digan que todo va a estar bien.
Que también necesitamos a alguien que no nos tenga miedo, porque en realidad no hay nada que temer.

Las mujeres fuertes somos corderos que aprendieron a utilizar la piel de lobo.
Estamos lejos de saber siempre qué hacer, porque también nos confundimos, nos perdemos, nos obnubilamos, nos nublamos. Porque nos falta aprender mucho todavía.

Pero sabemos el respeto que merecemos.
Sabemos que la claridad es algo que se busca adentro, que nadie nos dará certezas si nosotras no las tenemos primero.
Sabemos que la estabilidad es algo que se trabaja día a día, que tenemos la mágica capacidad de crear lo que queramos, desde un hogar hasta un ser humano.
Sabemos que somos diferentes, que caminamos un poquito más decididas, y que, si queremos, podemos aprender a usar la magia que tenemos dentro.

Todas las mujeres deberíamos reconocer cuánto valemos.
Porque somos oro.
Nada menos.

25 de mayo de 2015

El pasado no es hogar.

Parece que la idea de volver al pasado, además de estar de moda, a muchos les genera la sensación de que se puede volver a vivir lo mismo, a sentir igual, a vibrar de la misma manera.
Como si aquella zona cómoda, ya conocida y segura, fuera la que nos va a alimentar y ayudar a crecer por el resto de la vida. "Como si".

Qué aburrido debe ser creer que lo mejor de nuestra existencia quedó estancado en otros tiempos, y no está esperándonos en los que allá vienen.

Qué aburrido debe ser añorar lo que ya se fue, tener miedo a renovarse, no permitir que a uno lo sorprendan.

Hacen falta certezas.

Hace falta tirarse de cabeza a lo nuevo, a lo que no sabemos cómo va a salir, a lo que nos atrae de la misma manera en la que nos asusta. A lo que nos ofrece algo mejor, mucho mejor.

Hace falta creer que lo merecemos, confiar un poco, arriesgarse, aceptar que todo sigue su curso y que no, por más que queramos, no tenemos el control.

Hace falta rendirse ante el destino, o lo que sea que ahí esté, observándonos, esperándonos.

Hace falta abrir los ojos y ver que hay cosas que ya no nos sirven, de las cuales no podemos aprender más nada, que se apagaron, que están extintas, que perdieron el gusto.

Hace falta hacerse cargo de que el pasado por algún motivo quedó ahí atrás, de que ahora necesitamos y buscamos otra cosa, de que las casualidades no existen.

Hace falta creer un poco en la magia.

Hace falta creer.

Eu, lo que pasó, se murió por algo.
Respiren y avancen.

24 de mayo de 2015

El funeral de la muerte.

Todos nos sentimos cómodos con algunas palabras en especial, con algún tema específico, de esos acerca de los que podemos hablar horas y no agotarnos, de esos que nos identifican. Yo tengo dos, o tres, y uno de ellos es la muerte.

Creerán que hablo desde la más profunda oscuridad, desde algún rincón turbio planeando los más inevitables y crueles desenlaces para aquellos que no son bienvenidos a mi vida, o simplemente por el placer de sentir el dolor ajeno (quizás realmente esa capacidad sea un castigo, y créanme que lo es), o por la posibilidad de sentirme omnipotente, responsable de robarle el último aliento a alguien.

Pero no, lamento decepcionarlos. Aunque pensándolo bien, un poco sí me gustaría.

Tal vez tenga planeado el crimen perfecto en algún hueco no tan oculto de mi psique. Tal vez toda la violencia que las injusticias y la estupidez humana me generan, tenga libre albedrío para desarrollarse en mi imaginación, donde, ahí sí, me declaro culpable de atroces crímenes o de, incluso, escenas sexuales totalmente dignas de una mente enferma.

Y contrario a lo que puedan pensar, no me avergüenzo de ser así.

Entonces, decía, uno de los tópicos más recurrentes en mi vida, es la muerte, los decesos, los abandonos, los finales.

Porque sin muerte, no hay vida, no hay resurrección, no hay interés en la sanación, no hay regeneración ni nuevos comienzos. Sin muerte todo sería un caos, como cuenta Saramago en aquel libro intermitente.

Desde pequeña comprendí, a la fuerza, el significado de la muerte. No solo como aquella que nos roba a los seres queridos y nos deja abandonados y solos, en una vida que se torna inviable, o injusta, sino también como parte de un todo indivisible, que es nuestra realidad, el día a día.
Fue gradual la forma en la que fui descubriendo que siempre nos rodea, que está en todo. Que morir no significa solamente abandonar el cuerpo.

Porque morimos cuando nos quitamos un disfraz, cuando nos animamos a mostrarnos vulnerables, cuando nos mudamos, cuando cambiamos el estado civil, cuando nos despertamos, cuando empezamos un nuevo libro, cuando terminamos de ver una película, cuando deshacemos un abrazo, cuando tenemos sexo.
Y esa me resulta la muerte más interesante de todas.

Abandonamos todas las máscaras, nos desnudamos en todo sentido, nos entregamos sin miedos, ni restricciones. Dejamos de dudar, de pensar, de preocuparnos, de hacer preguntas, de buscar respuestas.
Nos morimos como los seres que somos durante el resto del día, y qué mejor que hacerlo en brazos de quien elijamos.
Compartimos nuestros misterios más dolorosos, y sin embargo seguimos estando de pie. O acostados. 

Permitimos que el otro esté tan cerca, que vea todos nuestros defectos, aprecie nuestra vulnerabilidad, huela nuestros procesos, bucee en nuestras profundidades, devele nuestros secretos, descubra nuestra luz y acepte nuestra oscuridad, permitimos que devore cada centímetro que nos ocupa, como si no importara nada más, como si la muerte que se avecina fuera la más increíble de la existencia.
Y vaya que lo es.

Poder elegir con quien morirte es el más hermoso de los finales. De esos que abren puertas a nuevos principios, como todos.

Así, aprendemos que ser sensibles no es tan malo y podemos dejar que nos cuiden, que se acurruquen con nosotros, que nos abracen, que nos protejan, y que el otro también está viviendo sus propias muertes.
Porque somos animales sociales, porque no podemos gruñir para siempre, porque tarde o temprano vamos a necesitar al otro para caer tranquilos en los decesos que necesitemos.

Constantemente estamos dejando de ser quienes éramos, para convertirnos en quienes debemos ser.

Nacemos para morirnos, y no hay nada que podamos hacer al respecto, más que intentar hacer de ese trayecto, lo más interesante posible. Es maravillosa la falta de control que tenemos sobre esta inevitable destrucción, y cuánto nos angustia si nos situamos en un lugar meramente físico.

La muerte es simplemente un proceso, un cambio de estado, una transformación. Es un puente entre dos mundos, entre dos ideas, entre dos verbos, entre dos maneras de vivir, o entre quien eras y quien sos hoy.

Es un paso ineludible para empezar de cero, porque para dar inicio, debemos hacer lugar. Y para eso está la muerte, para eliminar lo que ya no sirve, lo que caducó, lo que nos ata al pasado, lo que nos frena, lo que no nos deja aprender, lo que ya no tiene utilidad.

Por eso la aprecio, y he aprendido a convivir con ella cada día, a dejar de temerle y abrazarla, a respetarla, a aceptarla, a darle espacio, a entender que es sabia, que no aparece a menos que sea necesario. Porque sabe mejor que nosotros cuándo ha llegado un final, cuándo es momento de un nuevo comienzo.

Hay quienes necesitan un funeral. Por una persona, por una situación, por un proceso, pero siempre para entender. El funeral no es para el muerto, es para nosotros.
Realizar la ceremonia es el paso final para aceptar una muerte, psicológica o no, que nos permita abrirnos para volver a ser.

Cada cual tiene su manera personal de aceptar un desenlace, una destrucción. Lo importante es hacer el duelo, pero no dejarse abatir como si tal conclusión fuera paralela a la de nuestra vida.
Porque nos olvidamos que lo que viene, es un nuevo parto, de la manera que sea.
El dolor es inevitable, pero tenemos la posibilidad de elegir sufrirlo siempre o de entenderlo, y aceptar lo que está gestándose.

Claro que no es lo mismo hablar de la muerte de un ser querido, como la que nos obliga, por ejemplo, a ser padres, porque una vez que lo somos, jamás volvemos al estado anterior, pero seguimos respirando.

Sin embargo, en toda situación que ella actúe, existe una renovación, un cambio. 

Y somos humanos, y estamos vivos, y lo mejor va a ser que aceptemos que todos vamos a morir, que vamos a llorar, que toda muerte duele (mucho) pero que, si es verdad lo que dicen por ahí, nunca nos separamos de aquellos a los que amamos. 
Porque el amor, como la muerte, también está en todo, de modo que no es posible que ambas cosas existan por separado. Una trae aparejada a la otra. Y considero que es algo maravilloso.

Por eso, asimilar lo que la muerte significa, para mí, ha sido siempre la mejor manera de vivir.

15 de mayo de 2015

¿Por qué escribimos?

Escribimos como necesidad.
Porque, básicamente, necesitamos desahogarnos.

Escribimos para informar, para soltar, para llorar hacia fuera y no hacia adentro, para vomitar, para limpiar las entrañas, para verbalizar emociones, entender sentimientos, acomodar ideas.

Escribimos porque estamos incendiados por dentro, en ebullición, en constante cambio, en crecimiento. Si dejamos de escribir, dejaremos de crecer.

Desarrollamos nuestra capacidad en una mesa, en un cuaderno, en un diario, en un boleto.

También escribimos por la nada misma. Por todo.

Escribimos como urgencia.
Porque simplemente, es lo que mejor sabemos hacer.

Escribimos para entendernos, romper barreras, desafiar los límites, para liberar la imaginación, para hacer reír a alguien, o para hacerlo llorar. 

Escribimos porque no podemos con tanto universo interior, con tanta palabra, con tanto susurro, con tanto secreto. Si dejamos de escribir, dejaremos de existir.

Desarrollamos nuestra virtud (o nuestro defecto), en una pared, en un pizarrón, en un celular, en una mano.

También escribimos para evitar cometer un crimen. En serio.

Escribimos desde el ego.
Porque nos encanta que nos halaguen cuando hay algo que hacemos bien.

Escribimos para no estallar, para decir quiénes somos, mostrarnos al mundo, defender una bandera, demostrar lo que pensamos, derribar algún muro, iniciar una revolución. 

Escribimos porque no sabemos hablar. Porque no queremos hablar. O porque hablamos mucho sin decir nada. Si dejamos de escribir, nos quedaremos en silencio eterno.

Desarrollamos nuestro vicio donde sea que nos encuentre, con o sin lienzo, con o sin pincel.

También escribimos para no gritar.

Escribimos desde el alma.
Porque hay algo que nos empuja a hacerlo y ni siquiera lo dudamos.

Escribimos porque somos vulnerables, porque nos cuesta ser humanos, y porque nos pasamos la vida teniendo que ser fuertes, independientes, sociables. 

Escribimos para sobrevivir. Porque tenemos que adaptarnos. Porque nos cuesta llevar adelante una vida ficticia entre horarios de oficina. Si dejamos de escribir, nos apagaremos.

Desarrollamos nuestra existencia mientras otros creen que estamos muertos, como si esto no fuera tener una gran vida.

También escribimos porque queremos salir a comernos al mundo.

Pero olvidamos que no podremos comerlo solos, porque tarde o temprano vamos a necesitar una mano que nos levante cuando nos hayamos hartado de tanta humanidad.

Escribimos porque somos solitarios.
Porque debemos entender cómo convivir. Porque tenemos que empezar a aceptar los abrazos. Porque necesitamos aprender a confiar.

Escribimos para transformarnos.

Personalmente, yo escribo porque soy demasiado sensible, y porque me acostumbré a vivir jugando a que soy la Mujer Maravilla. Cosa que -claramente- no soy.
Y también porque no tengo memoria.

O quizás, me corrijo, porque en realidad tengo demasiada.

24 de abril de 2015

Empezar.

Decidir cuándo comenzar una nueva vida, debería venir acompañado con la advertencia de que todo, todo lo que te imaginaste antes de empezar, no va a ser así.

Un aviso que diga que la estabilidad que saliste a buscar, primero la tenés que tener adentro.

Que las cosas que te ayuden a llegar, no van a ser las mismas que te ayuden a anclarte.

Que anclarte, al fin y al cabo, es perder la esperanza y sentarte en la comodidad que no te deja crecer.

Que los sueños de seguir volando necesitan tener solidez.

Que te fuiste de algún lado para llegar a otro, que nunca estás sola si sos buena compañía para vos misma, que sabés que no extrañás pero que habrá momentos en los que sientas el quiebre.

Que llorar siempre es sano.

Que no necesitás a nadie, pero cuando encontrás gente de otro mundo, no vas a querer que se vaya nunca.

Que creíste tener superados los apegos. Creíste.

Que todo lo nuevo, va a ser viejo y luego será rutina. Que deberías saber cómo evitarla si tanto te aterra.

Que no vas a poder establecerte, hasta que no aprendas a confiar en tus propios procesos, y por ende, en los demás. Que es bueno dejar que te conozcan. Que a veces te vas a cansar de tanto silencio y vas a querer compañía para mirar el cielo.

Que vas a tener que discernir cuándo es conveniente tanto misterio en tu vida, tener secretos o resguardar demasiado tu privacidad.

Que tenés que aprender a compartirte porque si decidiste empezar de cero, entonces no podés seguir siendo la misma.
Y no lo sos.

Que un nuevo país, ciudad, casa, sistema político, económico y social, parecen cosas fáciles de asimilar porque estás a horas de tu ex hogar. Pero es sólo aparente.

Que también vas a renovar contactos, amistades, entorno, rincones, silencios, trabajo/s, decisiones, elecciones, certezas, dudas, rumbos, procesos, cursos, conocimientos, mascotas, historias, horarios, colectivos, palabras, costumbres.

Un cartel que diga que todo aquello que se puede tirar abajo y reconstruir, lo vas a tirar y volver a levantar, porque es lo que mejor te sale: volver a empezar.

Que a veces te vas a asustar mucho, y es normal.

Que los cambios siempre son buenos. Que te llevan adonde tenés que estar. Que la vida es cíclica.

Que la incomodidad habla por sí sola. Como el Alma.

Que cuando sentís que es momento de volver a moverte, es por un motivo que tu ego no puede entender.

Que tu cabeza puede organizar todo milimétricamente, pero la vida siempre te va a dar las cosas como se le dé la gana, o sea, de una mejor manera de la que imaginaste.

Que no siempre Fito te tiene que cantar "Confiá, nena, confiá" para que te relajes.

Que tenés que mudarte de nuevo, por tercera vez en menos de seis meses.

Que estás en un nuevo proceso, o ciclo, buscando otro aire.

Que ahora tenés que volver a elegir, pero no vale elegirte a vos misma otra vez, porque eso es algo que hacés cada día.

Que es momento de dar un paso más allá y mandar preconceptos sociales al carajo.

Que ya es hora, piba, porque se abrió la puerta.

Y que siempre vas a estar empezando.

Porque hace rato decidiste nunca cansarte de crecer.