Todos nos sentimos cómodos con algunas palabras en especial, con
algún tema específico, de esos acerca de los que podemos hablar horas y no
agotarnos, de esos que nos identifican. Yo tengo dos, o tres, y uno de ellos es
la muerte.
Creerán que hablo desde la más profunda oscuridad, desde algún
rincón turbio planeando los más inevitables y crueles desenlaces para aquellos
que no son bienvenidos a mi vida, o simplemente por el placer de sentir el
dolor ajeno (quizás realmente esa capacidad sea un castigo, y créanme que lo
es), o por la posibilidad de sentirme omnipotente, responsable de robarle el
último aliento a alguien.
Pero no, lamento decepcionarlos. Aunque pensándolo bien, un poco
sí me gustaría.
Tal vez tenga planeado el crimen perfecto en algún hueco no tan
oculto de mi psique. Tal vez toda la violencia que las injusticias y la
estupidez humana me generan, tenga libre albedrío para desarrollarse en mi
imaginación, donde, ahí sí, me declaro culpable de atroces crímenes o de,
incluso, escenas sexuales totalmente dignas de una mente enferma.
Y contrario a lo que puedan pensar, no me avergüenzo de ser así.
Entonces, decía, uno de los tópicos más recurrentes en mi vida, es
la muerte, los decesos, los abandonos, los finales.
Porque sin muerte, no hay vida, no hay resurrección, no hay
interés en la sanación, no hay regeneración ni nuevos comienzos. Sin muerte
todo sería un caos, como cuenta Saramago en aquel libro intermitente.
Desde pequeña comprendí, a la fuerza, el significado de la muerte.
No solo como aquella que nos roba a los seres queridos y nos deja abandonados y
solos, en una vida que se torna inviable, o injusta, sino también como parte de
un todo indivisible, que es nuestra realidad, el día a día.
Fue gradual la forma en la que fui descubriendo que siempre nos
rodea, que está en todo. Que morir no significa solamente abandonar el cuerpo.
Porque morimos cuando nos quitamos un disfraz, cuando nos animamos
a mostrarnos vulnerables, cuando nos mudamos, cuando cambiamos el estado civil,
cuando nos despertamos, cuando empezamos un nuevo libro, cuando terminamos de
ver una película, cuando deshacemos un abrazo, cuando tenemos sexo.
Y esa me resulta la muerte más interesante de todas.
Abandonamos todas las máscaras, nos desnudamos en todo sentido,
nos entregamos sin miedos, ni restricciones. Dejamos de dudar, de pensar, de
preocuparnos, de hacer preguntas, de buscar respuestas.
Nos morimos como los seres que somos durante el resto del día, y
qué mejor que hacerlo en brazos de quien elijamos.
Compartimos nuestros misterios más dolorosos, y sin embargo
seguimos estando de pie. O acostados.
Permitimos que el otro esté tan cerca, que vea todos nuestros
defectos, aprecie nuestra vulnerabilidad, huela nuestros procesos, bucee en
nuestras profundidades, devele nuestros secretos, descubra nuestra luz y acepte
nuestra oscuridad, permitimos que devore cada centímetro que nos ocupa, como si
no importara nada más, como si la muerte que se avecina fuera la más increíble
de la existencia.
Y vaya que lo es.
Poder elegir con quien morirte es el más hermoso de los finales.
De esos que abren puertas a nuevos principios, como todos.
Así, aprendemos que ser sensibles no es tan malo y podemos dejar
que nos cuiden, que se acurruquen con nosotros, que nos abracen, que nos protejan,
y que el otro también está viviendo sus propias muertes.
Porque somos animales sociales, porque no podemos gruñir para
siempre, porque tarde o temprano vamos a necesitar al otro para caer tranquilos
en los decesos que necesitemos.
Constantemente estamos dejando de ser quienes éramos, para
convertirnos en quienes debemos ser.
Nacemos para morirnos, y no hay nada que podamos hacer al
respecto, más que intentar hacer de ese trayecto, lo más interesante posible.
Es maravillosa la falta de control que tenemos sobre esta inevitable
destrucción, y cuánto nos angustia si nos situamos en un lugar meramente
físico.
La muerte es simplemente un proceso, un cambio de estado, una
transformación. Es un puente entre dos mundos, entre dos ideas, entre dos
verbos, entre dos maneras de vivir, o entre quien eras y quien sos hoy.
Es un paso ineludible para empezar de cero, porque para dar
inicio, debemos hacer lugar. Y para eso está la muerte, para eliminar lo que ya
no sirve, lo que caducó, lo que nos ata al pasado, lo que nos frena, lo que no
nos deja aprender, lo que ya no tiene utilidad.
Por eso la aprecio, y he aprendido a convivir con ella cada día, a
dejar de temerle y abrazarla, a respetarla, a aceptarla, a darle espacio, a
entender que es sabia, que no aparece a menos que sea necesario. Porque sabe
mejor que nosotros cuándo ha llegado un final, cuándo es momento de un nuevo
comienzo.
Hay quienes necesitan un funeral. Por una persona, por una
situación, por un proceso, pero siempre para entender. El funeral no es para el
muerto, es para nosotros.
Realizar la ceremonia es el paso final para aceptar una muerte,
psicológica o no, que nos permita abrirnos para volver a ser.
Cada cual tiene su manera personal de aceptar un desenlace, una
destrucción. Lo importante es hacer el duelo, pero no dejarse abatir como si
tal conclusión fuera paralela a la de nuestra vida.
Porque nos olvidamos que lo que viene, es un nuevo parto, de la
manera que sea.
El dolor es inevitable, pero tenemos la posibilidad de elegir
sufrirlo siempre o de entenderlo, y aceptar lo que está gestándose.
Claro que no es lo mismo hablar de la muerte de un ser querido,
como la que nos obliga, por ejemplo, a ser padres, porque una vez que lo somos,
jamás volvemos al estado anterior, pero seguimos respirando.
Sin embargo, en toda situación que ella actúe, existe una
renovación, un cambio.
Y somos humanos, y estamos vivos, y lo mejor va a ser que
aceptemos que todos vamos a morir, que vamos a llorar, que toda muerte duele
(mucho) pero que, si es verdad lo que dicen por ahí, nunca nos separamos de
aquellos a los que amamos.
Porque el amor, como la muerte, también está en todo, de modo que
no es posible que ambas cosas existan por separado. Una trae aparejada a la
otra. Y considero que es algo maravilloso.
Por eso, asimilar lo que la muerte significa, para mí, ha sido
siempre la mejor manera de vivir.