8 de febrero de 2015

The Wall.

Todos iguales.

Con uniformes que no se ven, pero que los hace sentirse cómodos con el entorno, los hace creer que encajan.
Todos iguales.

Se ríen de lo mismo, hacen las mismas cosas, van a los mismos lugares. No se complementan, porque no tienen algo diferente para ofrecerle al otro, son enchufes iguales que no pueden conectar a un nivel más profundo. No se animan, sería arriesgar demasiado su propia intimidad, ésa a la que ni ellos mismos se animan a acceder.
Todos iguales.

Señalan, exteriorizan las burlas, no piensan en el otro. Miran para afuera, encuentran siempre algo para cuestionar a los demás. Miran, miran siempre, para afuera.
Todos iguales.

No se conocen. No saben qué temores profundos tienen, qué patrones les convendría erradicar, qué pasiones los incendian, qué hay más allá. O más adentro.
Sólo saben del odio, en cualquiera de las facetas que se le presenten.
No saben amar.
Todos iguales.

No saben amar porque no pueden amarse a sí mismos, no les interesa saber quiénes son, o lo que tienen para dar. Porque lo importante para ellos, es recibir.
No saben amar, entonces, porque no saben dar. Ni siquiera se dan a sí mismos, fuera del capricho egoísta de hacer siempre lo que quieren.
Todos iguales.

No saben respetar ideas ajenas, viven chocando porque creen tener siempre la razón, como si fueran dueños de la verdad, como si la verdad existiera y se pudiera definir.
No saben, no saben nada.
Y si no sos así, si algo no te gusta, si en algo no coincidís, sos vos quien termina siendo señalado.
Todos iguales.

Pero yo no quiero pertenecer. No lo necesito.

Entonces cuando los observo como si fueran una escena cortada de la película The Wall, me doy cuenta de demasiadas cosas, que ni ellos se imaginan.

Y me lo guardo para mí, total ya sé que no les interesa.

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