30 de mayo de 2015

Las mujeres fuertes.

Las mujeres fuertes solemos tornarnos en avasallantes con el paso del tiempo. No, no es una cualidad y está lejos de ser una virtud.
O eso es lo que la sociedad parece interpretar.

Generamos miedo, dudas, lejanía, como si fuéramos amazonas dispuestas a asar todo lo que respira.
Y quizás sea en parte porque aprendimos a usar la fuerza de tal manera, que es lo único que el otro puede ver, es la base que utiliza para juzgarnos. Hasta que se acerca.

Aprendimos a manejarnos en la vida, utilizando energía masculina. Aquella que nos da impulsos, nos empuja a buscar e iniciar todo lo que queremos, a materializar nuestros deseos, a no quedarnos quietas cuando algo nos está moviendo por dentro, a trabajar y defender nuestra vida con un poco de ferocidad. 

Aprendimos que tenemos que cuidar nuestro entorno de cualquier amenaza externa, porque vivimos bajo la ley de la selva.
Aprendimos a no tomarnos nada con calma.
Aprendimos a sobrevivir.

Así es como también tuvimos que aprender a cuidarnos solas, a responder con agresividad ante cualquier ataque, a no quedarnos calladas.
Aprendimos a mostrar de nosotras, sólo lo que queremos que sepan. Porque cuidamos demasiado nuestra intimidad.

Nos ponemos la armadura antes de salir a la calle, que pocos saben desarmar.
Nos olvidamos que mostrarnos vulnerables, no significa ser débil.
Nos olvidamos de mostrarle a todo el mundo quiénes realmente somos, porque nos cansamos de defendernos, de excusar nuestro comportamiento, de explicar todo lo que hacemos. Nos cansamos de sentirnos juzgadas, observadas.
Entonces elegimos abrirnos hacia unos pocos elegidos, como si nuestro interior fuera el tesoro más preciado, y el que tiene acceso, se gana el premio grande.
Sí, esto último puede ser verdad.

Las mujeres fuertes estamos llenas de miedos, pero dispuestas a enfrentarlos.
Estamos acostumbradas a desafiar todas las reglas, porque vivimos desafiándonos a nosotras mismas.

Buscamos nuestro propósito, sabemos que hay algo por lo que vinimos al mundo, y que con cada pensamiento, palabra y acción, estamos forjando nuestro destino.

Sabemos que haber aprendido a cuidarnos, sirve para poder cuidar a otros.
Que si nos amamos lo suficiente, sabremos cómo amar a otro, y de la manera más sana. Que lo demás, viene solo.

Aprendimos a nivelar cuánto damos, y a quien. A ser selectivas.  A compartirnos, en lugar de darnos, porque siempre estamos practicando cómo nivelar nuestra propia luz.

Procuramos sabiduría con cada elección, porque nos mueve todo aquello que nos llene de conocimiento.

Sabemos lo que valemos, y no nos acercamos por menos.
Sabemos poner límites, ser francas, no dar vueltas. Sabemos ser fieles a nuestras elecciones, pasiones, ideología, a las personas.
Sabemos hacer tratos y cumplirlos.
Sabemos que estar mareadas y perder el rumbo, es parte del equilibrio que nos lleva a una vida emocionalmente estable.

Y llega un momento en que debemos aprender a desarrollar la energía femenina.
Aprender que es hora de saber recibir, de ser vasija para la luz de otros, de crear, de aceptar nuestros principios.

Aceptar que ya sabemos que podemos, que hemos llegado solas hasta esta parte del camino, pero que ya no podemos seguir así, porque nuestra naturaleza está hecha para compartir.
Aceptar que a veces necesitamos tierra para anclar, para inspirarnos, para fundirnos, para crear.

Debemos aprender a nivelar nuestro fuego, antes de que nos consuma, porque hacemos todo con demasiada pasión.
Aprender a bajar la intensidad, a caminar más despacio, a esperar.

Necesitamos entender que llorar es, además de sano, necesario. Que ser sensibles y completamente vulnerables, es el material de nuestra creatividad, de nuestra sencillez, de nuestra sangre.
Que sacarnos el disfraz, no significa salir lastimadas.
Que las personas correctas, siempre sabrán apreciar nuestra luz.
Que abrirnos, es compartirnos.
Que a veces nos cansamos de ser fuertes.
Que necesitamos que nos cuiden y nos digan que todo va a estar bien.
Que también necesitamos a alguien que no nos tenga miedo, porque en realidad no hay nada que temer.

Las mujeres fuertes somos corderos que aprendieron a utilizar la piel de lobo.
Estamos lejos de saber siempre qué hacer, porque también nos confundimos, nos perdemos, nos obnubilamos, nos nublamos. Porque nos falta aprender mucho todavía.

Pero sabemos el respeto que merecemos.
Sabemos que la claridad es algo que se busca adentro, que nadie nos dará certezas si nosotras no las tenemos primero.
Sabemos que la estabilidad es algo que se trabaja día a día, que tenemos la mágica capacidad de crear lo que queramos, desde un hogar hasta un ser humano.
Sabemos que somos diferentes, que caminamos un poquito más decididas, y que, si queremos, podemos aprender a usar la magia que tenemos dentro.

Todas las mujeres deberíamos reconocer cuánto valemos.
Porque somos oro.
Nada menos.

25 de mayo de 2015

El pasado no es hogar.

Parece que la idea de volver al pasado, además de estar de moda, a muchos les genera la sensación de que se puede volver a vivir lo mismo, a sentir igual, a vibrar de la misma manera.
Como si aquella zona cómoda, ya conocida y segura, fuera la que nos va a alimentar y ayudar a crecer por el resto de la vida. "Como si".

Qué aburrido debe ser creer que lo mejor de nuestra existencia quedó estancado en otros tiempos, y no está esperándonos en los que allá vienen.

Qué aburrido debe ser añorar lo que ya se fue, tener miedo a renovarse, no permitir que a uno lo sorprendan.

Hacen falta certezas.

Hace falta tirarse de cabeza a lo nuevo, a lo que no sabemos cómo va a salir, a lo que nos atrae de la misma manera en la que nos asusta. A lo que nos ofrece algo mejor, mucho mejor.

Hace falta creer que lo merecemos, confiar un poco, arriesgarse, aceptar que todo sigue su curso y que no, por más que queramos, no tenemos el control.

Hace falta rendirse ante el destino, o lo que sea que ahí esté, observándonos, esperándonos.

Hace falta abrir los ojos y ver que hay cosas que ya no nos sirven, de las cuales no podemos aprender más nada, que se apagaron, que están extintas, que perdieron el gusto.

Hace falta hacerse cargo de que el pasado por algún motivo quedó ahí atrás, de que ahora necesitamos y buscamos otra cosa, de que las casualidades no existen.

Hace falta creer un poco en la magia.

Hace falta creer.

Eu, lo que pasó, se murió por algo.
Respiren y avancen.

24 de mayo de 2015

El funeral de la muerte.

Todos nos sentimos cómodos con algunas palabras en especial, con algún tema específico, de esos acerca de los que podemos hablar horas y no agotarnos, de esos que nos identifican. Yo tengo dos, o tres, y uno de ellos es la muerte.

Creerán que hablo desde la más profunda oscuridad, desde algún rincón turbio planeando los más inevitables y crueles desenlaces para aquellos que no son bienvenidos a mi vida, o simplemente por el placer de sentir el dolor ajeno (quizás realmente esa capacidad sea un castigo, y créanme que lo es), o por la posibilidad de sentirme omnipotente, responsable de robarle el último aliento a alguien.

Pero no, lamento decepcionarlos. Aunque pensándolo bien, un poco sí me gustaría.

Tal vez tenga planeado el crimen perfecto en algún hueco no tan oculto de mi psique. Tal vez toda la violencia que las injusticias y la estupidez humana me generan, tenga libre albedrío para desarrollarse en mi imaginación, donde, ahí sí, me declaro culpable de atroces crímenes o de, incluso, escenas sexuales totalmente dignas de una mente enferma.

Y contrario a lo que puedan pensar, no me avergüenzo de ser así.

Entonces, decía, uno de los tópicos más recurrentes en mi vida, es la muerte, los decesos, los abandonos, los finales.

Porque sin muerte, no hay vida, no hay resurrección, no hay interés en la sanación, no hay regeneración ni nuevos comienzos. Sin muerte todo sería un caos, como cuenta Saramago en aquel libro intermitente.

Desde pequeña comprendí, a la fuerza, el significado de la muerte. No solo como aquella que nos roba a los seres queridos y nos deja abandonados y solos, en una vida que se torna inviable, o injusta, sino también como parte de un todo indivisible, que es nuestra realidad, el día a día.
Fue gradual la forma en la que fui descubriendo que siempre nos rodea, que está en todo. Que morir no significa solamente abandonar el cuerpo.

Porque morimos cuando nos quitamos un disfraz, cuando nos animamos a mostrarnos vulnerables, cuando nos mudamos, cuando cambiamos el estado civil, cuando nos despertamos, cuando empezamos un nuevo libro, cuando terminamos de ver una película, cuando deshacemos un abrazo, cuando tenemos sexo.
Y esa me resulta la muerte más interesante de todas.

Abandonamos todas las máscaras, nos desnudamos en todo sentido, nos entregamos sin miedos, ni restricciones. Dejamos de dudar, de pensar, de preocuparnos, de hacer preguntas, de buscar respuestas.
Nos morimos como los seres que somos durante el resto del día, y qué mejor que hacerlo en brazos de quien elijamos.
Compartimos nuestros misterios más dolorosos, y sin embargo seguimos estando de pie. O acostados. 

Permitimos que el otro esté tan cerca, que vea todos nuestros defectos, aprecie nuestra vulnerabilidad, huela nuestros procesos, bucee en nuestras profundidades, devele nuestros secretos, descubra nuestra luz y acepte nuestra oscuridad, permitimos que devore cada centímetro que nos ocupa, como si no importara nada más, como si la muerte que se avecina fuera la más increíble de la existencia.
Y vaya que lo es.

Poder elegir con quien morirte es el más hermoso de los finales. De esos que abren puertas a nuevos principios, como todos.

Así, aprendemos que ser sensibles no es tan malo y podemos dejar que nos cuiden, que se acurruquen con nosotros, que nos abracen, que nos protejan, y que el otro también está viviendo sus propias muertes.
Porque somos animales sociales, porque no podemos gruñir para siempre, porque tarde o temprano vamos a necesitar al otro para caer tranquilos en los decesos que necesitemos.

Constantemente estamos dejando de ser quienes éramos, para convertirnos en quienes debemos ser.

Nacemos para morirnos, y no hay nada que podamos hacer al respecto, más que intentar hacer de ese trayecto, lo más interesante posible. Es maravillosa la falta de control que tenemos sobre esta inevitable destrucción, y cuánto nos angustia si nos situamos en un lugar meramente físico.

La muerte es simplemente un proceso, un cambio de estado, una transformación. Es un puente entre dos mundos, entre dos ideas, entre dos verbos, entre dos maneras de vivir, o entre quien eras y quien sos hoy.

Es un paso ineludible para empezar de cero, porque para dar inicio, debemos hacer lugar. Y para eso está la muerte, para eliminar lo que ya no sirve, lo que caducó, lo que nos ata al pasado, lo que nos frena, lo que no nos deja aprender, lo que ya no tiene utilidad.

Por eso la aprecio, y he aprendido a convivir con ella cada día, a dejar de temerle y abrazarla, a respetarla, a aceptarla, a darle espacio, a entender que es sabia, que no aparece a menos que sea necesario. Porque sabe mejor que nosotros cuándo ha llegado un final, cuándo es momento de un nuevo comienzo.

Hay quienes necesitan un funeral. Por una persona, por una situación, por un proceso, pero siempre para entender. El funeral no es para el muerto, es para nosotros.
Realizar la ceremonia es el paso final para aceptar una muerte, psicológica o no, que nos permita abrirnos para volver a ser.

Cada cual tiene su manera personal de aceptar un desenlace, una destrucción. Lo importante es hacer el duelo, pero no dejarse abatir como si tal conclusión fuera paralela a la de nuestra vida.
Porque nos olvidamos que lo que viene, es un nuevo parto, de la manera que sea.
El dolor es inevitable, pero tenemos la posibilidad de elegir sufrirlo siempre o de entenderlo, y aceptar lo que está gestándose.

Claro que no es lo mismo hablar de la muerte de un ser querido, como la que nos obliga, por ejemplo, a ser padres, porque una vez que lo somos, jamás volvemos al estado anterior, pero seguimos respirando.

Sin embargo, en toda situación que ella actúe, existe una renovación, un cambio. 

Y somos humanos, y estamos vivos, y lo mejor va a ser que aceptemos que todos vamos a morir, que vamos a llorar, que toda muerte duele (mucho) pero que, si es verdad lo que dicen por ahí, nunca nos separamos de aquellos a los que amamos. 
Porque el amor, como la muerte, también está en todo, de modo que no es posible que ambas cosas existan por separado. Una trae aparejada a la otra. Y considero que es algo maravilloso.

Por eso, asimilar lo que la muerte significa, para mí, ha sido siempre la mejor manera de vivir.

15 de mayo de 2015

¿Por qué escribimos?

Escribimos como necesidad.
Porque, básicamente, necesitamos desahogarnos.

Escribimos para informar, para soltar, para llorar hacia fuera y no hacia adentro, para vomitar, para limpiar las entrañas, para verbalizar emociones, entender sentimientos, acomodar ideas.

Escribimos porque estamos incendiados por dentro, en ebullición, en constante cambio, en crecimiento. Si dejamos de escribir, dejaremos de crecer.

Desarrollamos nuestra capacidad en una mesa, en un cuaderno, en un diario, en un boleto.

También escribimos por la nada misma. Por todo.

Escribimos como urgencia.
Porque simplemente, es lo que mejor sabemos hacer.

Escribimos para entendernos, romper barreras, desafiar los límites, para liberar la imaginación, para hacer reír a alguien, o para hacerlo llorar. 

Escribimos porque no podemos con tanto universo interior, con tanta palabra, con tanto susurro, con tanto secreto. Si dejamos de escribir, dejaremos de existir.

Desarrollamos nuestra virtud (o nuestro defecto), en una pared, en un pizarrón, en un celular, en una mano.

También escribimos para evitar cometer un crimen. En serio.

Escribimos desde el ego.
Porque nos encanta que nos halaguen cuando hay algo que hacemos bien.

Escribimos para no estallar, para decir quiénes somos, mostrarnos al mundo, defender una bandera, demostrar lo que pensamos, derribar algún muro, iniciar una revolución. 

Escribimos porque no sabemos hablar. Porque no queremos hablar. O porque hablamos mucho sin decir nada. Si dejamos de escribir, nos quedaremos en silencio eterno.

Desarrollamos nuestro vicio donde sea que nos encuentre, con o sin lienzo, con o sin pincel.

También escribimos para no gritar.

Escribimos desde el alma.
Porque hay algo que nos empuja a hacerlo y ni siquiera lo dudamos.

Escribimos porque somos vulnerables, porque nos cuesta ser humanos, y porque nos pasamos la vida teniendo que ser fuertes, independientes, sociables. 

Escribimos para sobrevivir. Porque tenemos que adaptarnos. Porque nos cuesta llevar adelante una vida ficticia entre horarios de oficina. Si dejamos de escribir, nos apagaremos.

Desarrollamos nuestra existencia mientras otros creen que estamos muertos, como si esto no fuera tener una gran vida.

También escribimos porque queremos salir a comernos al mundo.

Pero olvidamos que no podremos comerlo solos, porque tarde o temprano vamos a necesitar una mano que nos levante cuando nos hayamos hartado de tanta humanidad.

Escribimos porque somos solitarios.
Porque debemos entender cómo convivir. Porque tenemos que empezar a aceptar los abrazos. Porque necesitamos aprender a confiar.

Escribimos para transformarnos.

Personalmente, yo escribo porque soy demasiado sensible, y porque me acostumbré a vivir jugando a que soy la Mujer Maravilla. Cosa que -claramente- no soy.
Y también porque no tengo memoria.

O quizás, me corrijo, porque en realidad tengo demasiada.