18 de julio de 2015

Capítulo VIII.


Reconocí el bosque a la distancia y esta vez no sentí miedo. Caminé pisando fuerte.
La luz del día me confundía, porque mayormente conocía el camino a oscuras, pero mientras lo transitaba supe que mi instinto se encontraba intacto, perfecto.
Así transcurrió alrededor de un mes. Lo busqué cada día y cada noche en la cabaña, entre los árboles, en cada cueva, bajo cada raíz. Vagué olfateando huellas y rastreando olores.
Me alimenté como pude, y tan mal no me había ido, hasta que llegó el día en que todo, de repente, se sintió nuevamente familiar.
Y ahí lo ví.
Sentado sobre una gran piedra, afilando sus flechas, miraba al horizonte. Un horizonte tan oscuro como su futuro.
El sol estaba cayendo y mi corazón comenzó a amanecer, vibrando como un tambor con cada latido.
Cobré una enorme vitalidad al verlo, cruda, excitante.
Lo deseaba. Lo deseaba tanto que estuve a punto de lanzarme directamente a su yugular,  quería destrozarlo, devorarlo, rajarle la carne con mis colmillos e ingerirlo hasta que me habitara íntegra. Quería entender porqué tenía por él el apetito más voraz que jamás había sentido.
Observé que su barba era más larga, y que tenía el aspecto corrupto, abandonado.
No pude moverme con sutileza, y me escuchó. Su expresión de temor se fundió con algo parecido a la satisfacción, cuando ví que esbozó media sonrisa, desafiante.
Tomó sus cosas y huyó de mí.
Entendió que había llegado el momento, que el final era inminente, que podía matarlo buscando respuestas, buscando su corazón rebosante de vitalidad. Que haberme dejado escapar fue un error.
Sin esperarlo fui consciente, como en algún tipo de epifanía, que de permitirle la huída, al día siguiente comenzaría su cacería conmigo nuevamente, porque me habré olvidado de todo, como el mismo día de cada mes, así que decidí que era mejor terminar con tanta incertidumbre, cerrar el ciclo, poner punto final.

-Lo voy a devorar- pensé.

Entonces se me quiebran los huesos, caigo en cuatro patas, agudizo mi olfato y antes de salir a buscarlo, miro al cielo y le aúllo a la luna llena.

12 de julio de 2015

Capítulo VII.


Cuando desperté ya estaba entrada la mañana, y supuse que era mediodía por la altura en la que se encontraba el sol.
De nuevo me presionaba el hambre, así que tenía que salir.
Merodeé un rato por el pueblo, hasta que llegué a algo parecido a un almacén.
En la puerta, un anciano ciego estaba sentado pidiendo limosna. Yo no contaba con dinero siquiera para mi comida, así que decidí entrar a arriesgarme por los dos.
-Qué triste debe ser no tener todos los sentidos- me dije.
En el local apenas entraban rayos de luz por las rendijas de una de las ventanas. La iluminación era tan pobre e intimidante, que cuando el dueño me dirigió una mirada desaprobadora desde atrás del mostrador, me arrepentí de haber entrado. De todos modos me acerqué, decidida a pedirle cualquier cosa, lo que sea que le sobrara o tuviera intención de darme, para mí y para el ciego de la puerta.
En el momento en que abrí la boca, no pude emitir sonido. Dudé si me encontraba dentro de un sueño o alguna realidad paralela, porque mis cuerdas vocales no parecían hacerme caso.
Intenté una vez más, y otra, y luego otra. Imposible. Mi voz no reaccionaba, estaba apagada. Hice fuerza hasta que mi cara se puso roja, lo  cual adiviné por el calor y porque el buen hombre entendió mi angustia y se acercó a ayudarme. Nada. No había caso.
Comencé a emitir algún sonido gutural, que lejos estaba de ser siquiera una sílaba.
Abría la boca mientras se me caían las lágrimas de la desesperación, intentando respirar normalmente, pero no obtuve respuesta de mí misma.
Retrocedí sobre mis pasos, enredada, y levanté la mano en un intento de saludo.
Caminé de nuevo hacia la ruta, escuchando solamente a mis vísceras, que clamaban alimento y al mismo tiempo me impulsaban a buscarlo a él, como si tuviera la explicación de lo que me estaba pasando, como si me entendiera.
En algún momento me sugerí quedarme en el pueblo, cómoda, tranquila y segura. Podría comunicarme escribiendo y de a poco conocería gente que me podría ir ayudando. Sería lo más fácil y saludable, lógico. Pero la única persona a quien se me ocurría acudir, a quien realmente tenía deseo de pedirle ayuda, estaba lejos, y quién sabe por qué designio del destino, sabía que debía encontrarlo, aunque eso suponía arriesgar nuevamente mi vida.

Claro que lo hice.

11 de julio de 2015

Capítulo VI.


Tuve que olvidar las rodillas lastimadas, aquel dolor de cabeza y cualquier otra queja de mi cuerpo, y correr, no parar ni un segundo de correr hasta estar a salvo de ese ser que me obnubilaba las entrañas.
Recordé la vista que tuve de la cabaña y supe de qué lado había llegado, entonces seguí en dirección contraria.
No fue suficiente lo que mi cuerpo se había recuperado, estaba afiebrada y tan cansada que no podría llegar muy lejos en ese estado.
Sin embargo al escucharlo, al sentirlo detrás mío tan intenso, el temor lograba darme fuerzas.
Al poco tiempo pude distinguir una ruta, el primer símbolo de civilización que significaba que sí, que podía encontrar la salvación.
Aceleré todo lo que mi cuerpo me permitía para llegar cuanto antes a la que creía mi gran victoria. Agitada, cada vez más pesada, me sentí paulatinamente vencida. No me creí capaz de llegar al cemento. No contaba con las fuerzas suficientes, y supe que iba a morir. Entonces fue cuando bajé la velocidad, a sabiendas, y me dejé alcanzar.
Me desplomé -entre pequeños rastros de consciencia- sobre un cúmulo de hojas verdes recién nacidas, y no tuve fuerzas para rechazarlo cuando se abalanzó sobre mí.
Estaba dispuesto a saciarme el hambre que él mismo había provocado, y supe que deseaba que hiciera conmigo lo que sea que planeara.
Me mordió la boca como si no hubiera estado cerca de un ser tan vivo hacía siglos. Lamió mi cuello y, en su aparente atrocidad, comenzó a tomarse su tiempo. Yo ya no lo podía resistir, de modo que me entregué por completo.
Sus ropas parecían no estorbarle como las mías, que decidió ir haciendo a un lado sin dificultad. El poco aire que volvía a mi cuerpo, era llevado fuera de él con cada bocanada que me propinaba, entre su saliva y la sangre que brotaba de mis labios ante cada mordida. Me estaba quitando el aliento, y cuando se percataba, me lo devolvía con la intención de que yo siguiera latiendo, que no lo abandonara.
Su crudeza me lastimaba la espalda con las piedras sobre las que caí. Sentía sus manos sobre todo mi cuerpo, como si fueran más de dos, como si algún tipo de dios hindú hubiera formado parte de él y se estuviera abusando de ambos. Nunca sentí placer tan terrenal como con esa bestia.
Al momento en que me penetró, sentí subir desde mi vientre algún tipo de fuerza de otro mundo, que parecía dispararme sensaciones irracionales por todas las extremidades: yo ya no era yo y él ni siquiera era humano. Nos fundimos como dos animales, derribados por el apetito, terrenales, viscerales, idénticos. Deliciosos.
Morí y renací al mismo tiempo. Quería quedarme así para siempre, como muerta, entregada a su carne, a su locura.
Se incorporó y su mirada había cambiado. Ya no estaba inhabitada: ahora era cálida, hasta expresiva; me dejaba entrar en él y por un momento me sentí segura.
Me senté en el pasto y quise besarlo. Atajó mi impulso y recogió sus flechas. El romance había acabado y él continuaba hambriento.
Nuevamente retomó su control, ese que parecía cerrarlo al mundo, y movió la cabeza en una especie de ademán hacia adelante. Supe que me estaba dando ventaja otra vez, porque le gustaba el juego, y aunque dudé de la misma, no tuve tiempo para pensar demasiado. Como pude tomé mis ropas y salí en dirección a la ruta.
Me vestí mientras caminaba sobre el asfalto, hasta que, cuando ya había caído la noche, observé que me encontraba a la entrada de un pueblo.
Ingresé a una construcción similar a un hotel en ruinas, donde pasé la noche. Las ratas no me molestaban tanto como lo hubiera hecho la necesidad de seguir corriendo.

Ahora por lo menos podía dormir.

8 de julio de 2015

Capítulo V.


Reaccioné a la tarde sobre un sillón incómodo, con vendas en las heridas y dolor de cabeza. A mi lado, sobre una silla, un vaso con agua hacía de médico.
Quise sentarme pero no fue posible: tenía los pies encadenados al mueble.
Probé aflojar las cadenas intentando sacar una pierna, primero suavemente y luego con ímpetu. La imposibilidad de escapar me llenó los ojos de lágrimas, me entristeció tanto sentirme rendida que tuve que reconocer que mi final estaba escrito.
Estaba desesperándome cuando entró, dejó por la madera sus pisadas húmedas de barro y fue directamente hacia mí. Se sentó sobre mis piernas y me miró de frente, tomando mi cara y acercándose tanto como para quebrarme el cuello con un sólo movimiento. Pude observar en detalle aquellas pecas sobre su nariz, que dibujaban la constelación de Orión, como un presagio. Quise mordérsela. Él, mientras tanto, se limitó a lamer mi boca a lo largo, quitándose la sed.
No estaba tan segura de querer salir de las cadenas ahora, hasta que sacó unas llaves de su bolsillo, y abrió el candado.
Separó mis piernas y se recostó sobre mí, con algo parecido a la ternura, sin dejar de hacer lo mismo que hizo con mi boca, pero esta vez por todo mi cuello, sosteniéndome los brazos por sobre mi cabeza.
Posteriormente se levantó, y se alejó. Mis emociones sufrían altibajos que no eran comprensibles por la mente humana, que de a poco parecía desaparecer. Cada momento en que intentaba recuperar la cordura, me volvía a hundir inmediatamente en el tormento.
A continuación levantó una abertura del piso y bajó dentro del hueco, confirmando el sótano que mi cabeza sugirió con el golpe, y salió a los pocos minutos con pedazos de carne despellejada que no supe reconocer.
El instinto de supervivencia reapareció mientras lo miraba cocinar estos confusos trozos.
Dí unos pasos con pausa en dirección a la salida, mientras lo veía de espaldas, y mi escape casi se ve frustrado cuando percibió mi figura reflejada en la ventana frente a la mesada.
Giró la cabeza, me miró sobre su hombro derecho, levantó su brazo al tiempo que sostenía una cuchilla y señaló la puerta.
Nuestra comunicación no verbal era tan fantástica que dudé de la factible posibilidad de salir de allí. Pero lo hice.
Caminé intentando ubicar desde dónde había venido, aunque me encontré perdida.
Cerré los ojos procurando adivinar y oí un portazo.

Estaba viniendo por mí.

6 de julio de 2015

Capítulo IV.


Lo siguiente que fui capaz de escuchar, parecían cuchillos, cortes brutales de hacha y su voz grave que sólo atinó a decir:
-Qué decepción.
Así pasó un largo rato, durante el cual supe representar un silencio que a cada minuto temía perder.
Más tarde prendió el fuego-ya había caído la noche-y sentí un olor nauseabundo a carne quemada, que animaba a mi estómago a pesar de la repulsión. Fue tan repentino que temí desesperar de ansias al desear ingerir aquella pulpa.
Las horas se me hacían eternas y creí enloquecer ante el volumen exaltado de mis latidos. Si él no me encontraba, de cualquier manera moriría de miedo, no había dudas.
Todo tipo de pensamientos inundaba mi cabeza sin dejarme serenar y otra vez me hostigaba a preguntas: ¿Me esperaría el mismo destino que a aquella pobre muchacha? ¿Por qué estaba haciendo esto? ¿Era simplemente un alma retorcida? ¿Cuánta importancia gozaba yo en su vida? ¿Se habría olvidado de mí ante esta nueva presa? Tal vez la venía intentando cazar hace mucho tiempo, y la nueva era yo. Todavía me despertaba esa ira incendiaria no saberme única ni la razón exclusiva de su deseo aparentemente caníbal. Me sentí poco deseada y eso me decepcionó.
Estaba intoxicada, demasiado humana o demasiado animal.
Interpretarme tan silvestre evocó memorias primitivas que no sabía que existían; me excitó saberme tan indómita. Me admiraba tanto por haber llegado a esa instancia de salvación, que me deseaba. Estar tan cerca de la muerte me empapaba de vida, de deseo, de adrenalina. Disparaba una combustión tal que me impacientaba.
Sólo advertía el canto de algún pájaro nocturno y supuse que él se habría dormido, e imaginarlo tan vulnerable acompañó el ardor que ya sentía por mí misma, me empujaba a querer desenmascarar sus misterios, olerle la piel, enredar mis dedos en su torso o aferrarle con fiereza los pelos de la nuca. La sugerencia de mantenerme cautiva ante su presencia, o su mirada, era lo único necesario para alterar mi temperatura, y rato más tarde tuve que borrar las huellas que dejaron mis manos sobre mi ropa arruinada, mis pechos, mi cintura y mi entrepierna.
Al amanecer ya había dormido algo (aunque no comprendí cómo fui capaz) y quise salir, hasta que recordé el detalle de abrir la puerta: era imposible, al menos sin despertarlo.
Aún así, no sabía si me encontraba sola, y las opciones eran esperar o intentarlo, pero el cerebro no reprimió la orden, y pateé violentamente la puerta, al tiempo que ésta se rompía y me llevaba hacia abajo, provocando un escándalo.
La cabeza resonó contra la madera hueca del piso, lo que delató un sótano.

Acto seguido, perdí el conocimiento.

5 de julio de 2015

Capítulo III.


Prácticamente no tenía rumbo, ni noción de lo que él pretendía de mí, pero sí sabía que temía. A lo bueno o a lo malo que pretendiera conmigo, le temía.
Resolví, en mi desesperación, seguir corriendo hasta que se me acabara el aire. No podía siquiera voltear a confirmar si él seguía mis huellas o había desaparecido, simplemente debía escapar si quería continuar con mi vida.
Escuchaba, sin embargo, sus pasos cada vez más próximos. El corazón me latía a un ritmo desorbitado, ahogado quizás por la confusión que mi actividad corporal le generaba. Pobre órgano, ni siquiera era capaz de sospechar lo que sobrevendría.
Llegué a un claro, rodeado por las incipientes sombras que anunciaban el ocaso de la tarde y el de mi vida como la conocía. Las sombras anunciaban la transformación, el advenimiento de una muerte.
Prácticamente sentía su respirar en mi nuca, y la idea de sentirlo aún más cerca me aterraba de la misma manera en la que me hacía delirar. Esta distracción no fue favorable, porque tropecé con un viejo tronco devenido en hogar de plantas trepadoras, y caí de boca, lastimándome la cara y las manos, mientras él tirándose sobre mis piernas me tomaba de una y yo me defendía con la otra, pateándole la cara.
Cuando se agarró la cabeza me soltó y seguí huyendo con dificultad, porque también tenía heridas las rodillas que dolían demasiado al correr, dejando un leve rastro sanguíneo en el camino.
No tardé mucho en ver que frente a mí se levantaba una vivienda de madera similar a una cabaña, y allí me dirigí.
Al llegar golpeé con algo de fuerza, sin hacer demasiado ruido para evitar llamar la atención si es que él se acercaba. Espié por las ventanas cubiertas de polvo y el interior parecía algo lúgubre y solitario. Era fácil romper uno de los vidrios e ingresar, pero eso despertaría su curiosidad si llegaba a pasar por ahí y obviamente me encontraría. Intenté forzar la puerta aunque era demasiado pesada, y cuando desistía de la idea observé que una de las ventanas traseras se encontraba abierta, y no dudé de mi suerte al poder entrar.
Inspeccioné un poco para encontrar pistas de quien sea que la habitara, y noté que había pertenencias femeninas pero el ambiente era muy masculino, entonces deduje que habría en los alrededores alguna pareja a punto de regresar o, debido a cierto abandono del lugar, que volverían en un tiempo. Limpié de a poco cada corte y me enrosqué un trapo de cocina en la pierna que más sangraba, a modo de torniquete.
Mientras revisaba cada rincón, escuché gritos agudos que provenían del bosque, me asomé por la ventana y lo ví. Traía cargando al hombro a una mujer que se sacudía intentando zafar de sus brazos, y el primer sentimiento que tuve hirvió mi sangre, en lugar de helarla. No me daba miedo que él me encontrara: me daba celos que lo hiciera acompañado.
¿Acaso no me perseguía a mí sola? ¿No era yo lo suficientemente especial como para ser una víctima digna? ¿Qué más tenía ella?
En lugar de reaccionar, seguí mirando el espectáculo con el ceño fruncido. ¿Qué me estaba pasando? ¿Qué clase de persona tendría estas sensaciones enfermas? ¿Quizás realmente deseaba morirme?
Observé que estaba aproximándose en mi dirección, y esta vez maldije mi suerte. La muy certera me había llevado sin escalas a la hoguera. Salir era más riesgoso que esconderme, de manera que subí trepando como pude a un pequeño altillo y esperé. No podía ver nada, estaba completamente sellado y advertí, al cerrar la puerta, que sólo podía ser abierta desde afuera. Si confiara en esa suerte mía, estaría muerta.
Oí los gritos cada vez más cerca, hasta que ingresaron, e inmediatamente escuché el ruido de un golpe seco, seguido de un vasto silencio. Me temblaron las piernas de pavor y traté de calmar mi respiración.
Estaba demasiado cerca como para no ser peligroso. La angustia de saberme su próxima víctima esta vez era agobiante.

Tenía que protegerme de él.

3 de julio de 2015

Capítulo II.


Pensé en que debía mantener fresco el resto del ciervo que no había podido comer, y la obviedad de la falta de sal me hizo abandonar toda la idea.
Mi sentido común sólo me permitió enterrar el sobrante en algo parecido a una cueva, cubrirlo con la piel y esperar a que regrese el apetito, entonces volvería más tarde a observar mi suerte.
Sabía que tenía que encontrar donde guarecerme antes de que caiga el sol, así que no podía quedarme quieta. Seguí mi camino -aquel sin rumbo alguno- pero marcando con huellas la ruta de vuelta hacia la carne.
Cuando estuve bastante cansada de vagar, encontré un pequeño arroyo. Me senté a descansar y a tomar agua, para recuperar algo de energía.
Ningún ruido se asemejaba a alguna ruta o ciudad, con el tiempo el ambiente se tornaba más espeso y el poco cielo que podía divisar se cernía sobre este arroyo, y debía transitar prácticamente sobre él si quería guiarme por las estrellas o al menos la luna.
Mis oídos se agudizaron cuando escuché unos pasos. Quedé inmóvil, sin saber si sentir alivio o pavor. Los pasos eran humanos, no había duda de ello.
Giré mi cabeza y él estaba detrás de mí, erguido con una firmeza sublime y una atractiva hombría salvaje, cargando unas flechas en la espalda y arco al hombro. Llevaba unas pieles y algo más que no llegué a distinguir.
Tenía la mirada puesta en mí, y lo hacía con insistencia, con intensidad. Lo noté decidido.
Lentamente se fue apoderando de mí otro tipo de apetito. Encendió un fuego que yo desconocía.
Me generaba temor, sabía que no vendría a ayudarme, que algo trágico planeaba para mí, y si no lo sabía y lo estaba imaginando, de todos modos salir corriendo iba a ser la mejor opción, por lo menos si quería seguir manteniendo la poca integridad que me quedaba.
Sin embargo, no podía quitar la vista de sus simples y abrumadores ojos marrones, tan comunes. Decían todo y a la vez no decían nada. Eran dos huecos, dos vacíos que se llenaban de significado sólo si él lo permitía.
Se acercaba lentamente y mi cuerpo se desvanecía por dentro.
Un rayo de sol le iluminaba algunas canas de la barba, y recortaba su figura en el verde del entorno. Tenía pecas, sutiles pecas sobre la nariz blanca, que parecían constelaciones salpicadas en la vía láctea de su piel.
Recuperé el aliento y volví a mí. Me había perdido en su tierra y debía regresar a la mía.

Entonces eché a correr.

2 de julio de 2015

Capítulo I.


Abrí los ojos y era de día. El sol me cegaba los recuerdos.
Cómo había llegado hasta allí era el interrogante principal, al igual que el momento en el que debí haber caído rendida a los pies de aquel pino.
Los rayos del astro se deslizaban como haces de luz entre los árboles, y convertían la espesura en algo un poco menos tétrico, mientras la calidez derretía el frío del ambiente.
Me incorporé algo débil, limpiando con esfuerzo la tierra que me cubría gran parte del cuerpo, y que dejaba entrever que había estado enterrada o escarbando en busca de algo, quién sabe. Tenía las uñas sucias como si hubiera salido del vientre del mismísimo bosque.
Estaba desnuda, eso me asustó. Algo de ropa maltrecha estaba tendida a mi lado y me vestí como pude.
Inspeccioné la zona, olfateando la tierra húmeda, el rocío de la mañana, los hongos que elegían enraizarse en grupo, los diferentes arbustos.
Tuve que trepar algunas raíces para divisar el horizonte.
Con cada paso que daba, los pájaros se alejaban asustados, pretendiendo ser bólidos automatizados que podrían alcanzar la velocidad de la luz si quisieran.
Algunos se lanzaron a atacarme, pero me defendí con unas ramas y finalmente, dándose por vencidos, se fueron.
Seguí caminando sin rumbo, y mi cuerpo decidió que lo mejor era buscar algo de comer.
Mi apetito no era normal, estaba sedienta de hambre, una sensación extraña de saciedad y voracidad se apoderaba de mis entrañas, y tenía el impulso, no, disculpen, tenía la necesidad de ingerir algo con urgencia.
Aún no comprendía la situación, no tenía siquiera atisbos de memoria, como los animales. Nada que me recordara qué hacía allí, cómo fue que llegué o porqué me había despertado desnuda.
Me encontraba completamente sola en medio de un bosque desconocido, gélido, oscuro. Me encontraba conmigo y en un entorno que se me hacía familiar, como si fueran mis propias vísceras sin iluminar, peligrosas, salvajes, carroñeras.
Entonces recordé que buscaba alimento. Lo necesitaba.
Nada de lo que el bosque podía ofrecerme me daba la idea de saciedad. No podía comer cualquier planta, porque desconocía a la mayoría, y sin embargo, mi olfato un poco agudizado me prevenía de algunas en especial.
Al alejarme también se alejaban los ruidos. Noté que estaba adentrándome en un terreno cada vez menos fértil, asesino, pero mi desesperación, sabrán comprender, era más fuerte que cualquier posible riesgo.
Mientras me internaba más y más profundo, pude notar a lo lejos un par de ciervos. Inmediatamente la idea de cazarlos me resultó atractiva, pero mis pocos conocimientos al respecto no podían ayudarme a sobrevivir.
No sabía cuánto tiempo estaría allí, de modo que tenía que trazar un plan, crear mis propias herramientas, escoger pacientemente a la víctima.
Me agazapé y comencé a observarlos con detenimiento. Decidí que estudiar su comportamiento quizás me ayudaría a reconocer su hábitat y costumbres, sus rutinas, alimentación y guaridas, para poder atacarlos cuando se encontraran solos e indefensos.
Tomaría alguna piedra lo suficientemente grande para partirles el cráneo, pero tendría que acercarme demasiado como para poder hacer eso. Plan descartado.
Sigilosamente me estaba acercando a ellos y no me habían escuchado. Descubrí que mi sagacidad era mejor de lo que creía, y cuando estuve lo suficientemente cerca, uno de ellos cayó rendido al suelo, pesado, como muerto, y el otro huyó a la velocidad de un rayo.
No comprendí qué había pasado, hasta que divisé la flecha en el medio del pecho del animal.
Miré alrededor buscando al homicida, al tiempo que intenté poner mi cuerpo al ras del piso, en caso de un próximo ataque.
Esperé boca abajo respirando entre pasto y polvo, pero nadie vino en busca del cuerpo.
El olor de la sangre derramada me hacía segregar saliva, el corazón latía cada vez con más fuerza, el hambre era urgente.
Agradecí mentalmente al dueño de la flecha y comencé a hurgar en la herida para poder abrir la piel. Sin reparos arranqué el cuero con fuerza y metí la cara directamente en la carne. Mordí, mastiqué y tragué como si fuera mi última cena.

Que por cierto estaba deliciosa.

1 de julio de 2015

Luna Llena.

Las lunas llenas son finales. Nadie lo sabe.

Así como las lunas nuevas son aperturas energéticas, inicios, la fase más iluminada del satélite impulsa conclusiones, y es donde más claro vemos, metafóricamente hablando.
Nos enteramos de cosas, descubrimos verdades.

Es ley que para poder comenzar algo, hay otra cosa que debe terminar, sufrir el deceso, expirar.
Se hace necesario ahondar en el interior, rasgarse un poco las capas y encontrar -el que busca siempre encuentra, sí- aquello a lo que ya le llegó su hora.
Puede ser un trabajo, una relación, un patrón nocivo de conducta, un vicio, una manera de pensar, un estado civil, etc...Cada uno sabe cuándo algo ya no le es útil, o acarrea más pérdidas que ganancias.

Personalmente, la luna me afecta mucho -porque permito que lo haga- y así me gusta. Aprendí a moverme con sus ciclos y a dejarla mecerme con sus fases, a escucharme entre su ritmo cada uno de los 28 días y saber qué necesito en cada momento. Me conozco mucho mejor desde que la conozco a ella.
Somos 70% agua, es lógico que si influye en las mareas con su efecto gravitatorio, influya también en nuestro cuerpo.

Así que en cada luna llena me pregunto qué es aquello que debe terminar. Me lo pregunto a mí, porque nadie más me conoce tanto, es obvio. Entonces la dejo actuar en mi inconsciente, como si tuviera algún tipo de revelación mágica de la que informarme. Y como creo en la magia, claro que siempre sucede.

Pero no es magia de esa que cae del cielo, aunque así podría interpretarse.
La magia nace adentro, ahí donde nos hacemos responsables de nuestras decisiones, logros, fracasos, metas, sueños, intenciones, palabras, acciones, e incluso de nuestras virtudes y defectos. Nace ahí donde dejamos de esperar cosas de los demás porque somos nosotros los que tenemos las respuestas. Nace en ese rincón de oscuridad que nos ayuda a revelar nuestra propia luz, cuando decidimos trabajar por ello.
Nace en lo más profundo de nuestro ser, en el momento en que decidamos creer que existe, al mismo tiempo que reconocemos nuestro propio poder.

La gran mayoría de los seres humanos compartimos erróneos patrones de conducta: hacia dónde dirigimos nuestra atención y no distinguir deseo de capricho.

Tenemos el problema de dar TODA nuestra atención a aquello que representa nuestro deseo, sin preguntarnos siquiera si hay un límite, sin escucharlo en crudo, sin etiquetas ni nombres ni apellidos. Confundimos deseo con memoria (cuando recordamos la comodidad del pasado creyendo que queremos eso mismo nuevamente, como si nosotros siguiéramos siendo los que éramos en ese entonces).
Confundimos lo que el ego quiere con lo que el alma desea. No nos escuchamos, nos abrumamos con redes sociales, programas de televisión, cursos y cursos de los cuales adquirimos conocimientos que nunca practicamos.
Sobretodo las mujeres, tenemos el vicio de dar, sin percatarnos de que lo más sano es compartir.
Damos, porque está en nuestra naturaleza. Ponemos atención, gastamos energía en otro o en algo externo, porque tenemos expectativas y ansiedad. Esperamos ridículamente que algo o alguien más sea responsable de nuestra propia felicidad. ¿Y en qué momento intentamos cumplir nuestro deseo, tomar acción por ello? ¿Por qué esperamos que el otro actúe, si podemos ponernos de pie y actuar nosotras?

Una vez que nos hacemos conscientes de nuestro error, nunca más podemos ignorarlo. "Una vez consciente, no puedes ser indiferente" dicta una frase por ahí. Y no hay nada más cierto.

Entonces tomamos responsabilidad por nuestro propio crecimiento, por nuestra felicidad y nuestra confusión, ya que sin ella madurar y esclarecernos no sería posible. Gracias confusión por formar parte de la vida.

Perderme, confundirme y tener incertidumbre, me llevan a cuestionarme todo. Porque no está bueno, no es sano sentirse así, y sin embargo esos estados, que se convierten en piedras en el zapato que hay que operar de urgencia, son los que nos dirigen al cambio, al crecimiento.

Así es el proceso en el que descubro mensualmente que la luna llena me pide finales. Y yo se los tengo que dar, porque sino no tengo espacio para nuevos comienzos.

Este mes es el funeral que mi amor propio le honra a la confusión que permití que reinara mi vida emocional últimamente.
Es la muerte de dar mi atención a personas que no saben lo que quieren. Es el fin de muchas pequeñas cosas que me hacen barrer la mugre bajo la alfombra, pero sacándola de ahí, porque no se puede vivir ocultando lo que nos molesta. Hay que limpiarlo.
Estoy de pie ante la tumba de callarme la boca. Y le tiro flores, porque me recuerda que antes de hablar siempre es bueno saber la verdad.

Las lunas llenas son finales. Nadie lo sabía.