5 de julio de 2015

Capítulo III.


Prácticamente no tenía rumbo, ni noción de lo que él pretendía de mí, pero sí sabía que temía. A lo bueno o a lo malo que pretendiera conmigo, le temía.
Resolví, en mi desesperación, seguir corriendo hasta que se me acabara el aire. No podía siquiera voltear a confirmar si él seguía mis huellas o había desaparecido, simplemente debía escapar si quería continuar con mi vida.
Escuchaba, sin embargo, sus pasos cada vez más próximos. El corazón me latía a un ritmo desorbitado, ahogado quizás por la confusión que mi actividad corporal le generaba. Pobre órgano, ni siquiera era capaz de sospechar lo que sobrevendría.
Llegué a un claro, rodeado por las incipientes sombras que anunciaban el ocaso de la tarde y el de mi vida como la conocía. Las sombras anunciaban la transformación, el advenimiento de una muerte.
Prácticamente sentía su respirar en mi nuca, y la idea de sentirlo aún más cerca me aterraba de la misma manera en la que me hacía delirar. Esta distracción no fue favorable, porque tropecé con un viejo tronco devenido en hogar de plantas trepadoras, y caí de boca, lastimándome la cara y las manos, mientras él tirándose sobre mis piernas me tomaba de una y yo me defendía con la otra, pateándole la cara.
Cuando se agarró la cabeza me soltó y seguí huyendo con dificultad, porque también tenía heridas las rodillas que dolían demasiado al correr, dejando un leve rastro sanguíneo en el camino.
No tardé mucho en ver que frente a mí se levantaba una vivienda de madera similar a una cabaña, y allí me dirigí.
Al llegar golpeé con algo de fuerza, sin hacer demasiado ruido para evitar llamar la atención si es que él se acercaba. Espié por las ventanas cubiertas de polvo y el interior parecía algo lúgubre y solitario. Era fácil romper uno de los vidrios e ingresar, pero eso despertaría su curiosidad si llegaba a pasar por ahí y obviamente me encontraría. Intenté forzar la puerta aunque era demasiado pesada, y cuando desistía de la idea observé que una de las ventanas traseras se encontraba abierta, y no dudé de mi suerte al poder entrar.
Inspeccioné un poco para encontrar pistas de quien sea que la habitara, y noté que había pertenencias femeninas pero el ambiente era muy masculino, entonces deduje que habría en los alrededores alguna pareja a punto de regresar o, debido a cierto abandono del lugar, que volverían en un tiempo. Limpié de a poco cada corte y me enrosqué un trapo de cocina en la pierna que más sangraba, a modo de torniquete.
Mientras revisaba cada rincón, escuché gritos agudos que provenían del bosque, me asomé por la ventana y lo ví. Traía cargando al hombro a una mujer que se sacudía intentando zafar de sus brazos, y el primer sentimiento que tuve hirvió mi sangre, en lugar de helarla. No me daba miedo que él me encontrara: me daba celos que lo hiciera acompañado.
¿Acaso no me perseguía a mí sola? ¿No era yo lo suficientemente especial como para ser una víctima digna? ¿Qué más tenía ella?
En lugar de reaccionar, seguí mirando el espectáculo con el ceño fruncido. ¿Qué me estaba pasando? ¿Qué clase de persona tendría estas sensaciones enfermas? ¿Quizás realmente deseaba morirme?
Observé que estaba aproximándose en mi dirección, y esta vez maldije mi suerte. La muy certera me había llevado sin escalas a la hoguera. Salir era más riesgoso que esconderme, de manera que subí trepando como pude a un pequeño altillo y esperé. No podía ver nada, estaba completamente sellado y advertí, al cerrar la puerta, que sólo podía ser abierta desde afuera. Si confiara en esa suerte mía, estaría muerta.
Oí los gritos cada vez más cerca, hasta que ingresaron, e inmediatamente escuché el ruido de un golpe seco, seguido de un vasto silencio. Me temblaron las piernas de pavor y traté de calmar mi respiración.
Estaba demasiado cerca como para no ser peligroso. La angustia de saberme su próxima víctima esta vez era agobiante.

Tenía que protegerme de él.

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