11 de julio de 2015

Capítulo VI.


Tuve que olvidar las rodillas lastimadas, aquel dolor de cabeza y cualquier otra queja de mi cuerpo, y correr, no parar ni un segundo de correr hasta estar a salvo de ese ser que me obnubilaba las entrañas.
Recordé la vista que tuve de la cabaña y supe de qué lado había llegado, entonces seguí en dirección contraria.
No fue suficiente lo que mi cuerpo se había recuperado, estaba afiebrada y tan cansada que no podría llegar muy lejos en ese estado.
Sin embargo al escucharlo, al sentirlo detrás mío tan intenso, el temor lograba darme fuerzas.
Al poco tiempo pude distinguir una ruta, el primer símbolo de civilización que significaba que sí, que podía encontrar la salvación.
Aceleré todo lo que mi cuerpo me permitía para llegar cuanto antes a la que creía mi gran victoria. Agitada, cada vez más pesada, me sentí paulatinamente vencida. No me creí capaz de llegar al cemento. No contaba con las fuerzas suficientes, y supe que iba a morir. Entonces fue cuando bajé la velocidad, a sabiendas, y me dejé alcanzar.
Me desplomé -entre pequeños rastros de consciencia- sobre un cúmulo de hojas verdes recién nacidas, y no tuve fuerzas para rechazarlo cuando se abalanzó sobre mí.
Estaba dispuesto a saciarme el hambre que él mismo había provocado, y supe que deseaba que hiciera conmigo lo que sea que planeara.
Me mordió la boca como si no hubiera estado cerca de un ser tan vivo hacía siglos. Lamió mi cuello y, en su aparente atrocidad, comenzó a tomarse su tiempo. Yo ya no lo podía resistir, de modo que me entregué por completo.
Sus ropas parecían no estorbarle como las mías, que decidió ir haciendo a un lado sin dificultad. El poco aire que volvía a mi cuerpo, era llevado fuera de él con cada bocanada que me propinaba, entre su saliva y la sangre que brotaba de mis labios ante cada mordida. Me estaba quitando el aliento, y cuando se percataba, me lo devolvía con la intención de que yo siguiera latiendo, que no lo abandonara.
Su crudeza me lastimaba la espalda con las piedras sobre las que caí. Sentía sus manos sobre todo mi cuerpo, como si fueran más de dos, como si algún tipo de dios hindú hubiera formado parte de él y se estuviera abusando de ambos. Nunca sentí placer tan terrenal como con esa bestia.
Al momento en que me penetró, sentí subir desde mi vientre algún tipo de fuerza de otro mundo, que parecía dispararme sensaciones irracionales por todas las extremidades: yo ya no era yo y él ni siquiera era humano. Nos fundimos como dos animales, derribados por el apetito, terrenales, viscerales, idénticos. Deliciosos.
Morí y renací al mismo tiempo. Quería quedarme así para siempre, como muerta, entregada a su carne, a su locura.
Se incorporó y su mirada había cambiado. Ya no estaba inhabitada: ahora era cálida, hasta expresiva; me dejaba entrar en él y por un momento me sentí segura.
Me senté en el pasto y quise besarlo. Atajó mi impulso y recogió sus flechas. El romance había acabado y él continuaba hambriento.
Nuevamente retomó su control, ese que parecía cerrarlo al mundo, y movió la cabeza en una especie de ademán hacia adelante. Supe que me estaba dando ventaja otra vez, porque le gustaba el juego, y aunque dudé de la misma, no tuve tiempo para pensar demasiado. Como pude tomé mis ropas y salí en dirección a la ruta.
Me vestí mientras caminaba sobre el asfalto, hasta que, cuando ya había caído la noche, observé que me encontraba a la entrada de un pueblo.
Ingresé a una construcción similar a un hotel en ruinas, donde pasé la noche. Las ratas no me molestaban tanto como lo hubiera hecho la necesidad de seguir corriendo.

Ahora por lo menos podía dormir.

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