12 de julio de 2015

Capítulo VII.


Cuando desperté ya estaba entrada la mañana, y supuse que era mediodía por la altura en la que se encontraba el sol.
De nuevo me presionaba el hambre, así que tenía que salir.
Merodeé un rato por el pueblo, hasta que llegué a algo parecido a un almacén.
En la puerta, un anciano ciego estaba sentado pidiendo limosna. Yo no contaba con dinero siquiera para mi comida, así que decidí entrar a arriesgarme por los dos.
-Qué triste debe ser no tener todos los sentidos- me dije.
En el local apenas entraban rayos de luz por las rendijas de una de las ventanas. La iluminación era tan pobre e intimidante, que cuando el dueño me dirigió una mirada desaprobadora desde atrás del mostrador, me arrepentí de haber entrado. De todos modos me acerqué, decidida a pedirle cualquier cosa, lo que sea que le sobrara o tuviera intención de darme, para mí y para el ciego de la puerta.
En el momento en que abrí la boca, no pude emitir sonido. Dudé si me encontraba dentro de un sueño o alguna realidad paralela, porque mis cuerdas vocales no parecían hacerme caso.
Intenté una vez más, y otra, y luego otra. Imposible. Mi voz no reaccionaba, estaba apagada. Hice fuerza hasta que mi cara se puso roja, lo  cual adiviné por el calor y porque el buen hombre entendió mi angustia y se acercó a ayudarme. Nada. No había caso.
Comencé a emitir algún sonido gutural, que lejos estaba de ser siquiera una sílaba.
Abría la boca mientras se me caían las lágrimas de la desesperación, intentando respirar normalmente, pero no obtuve respuesta de mí misma.
Retrocedí sobre mis pasos, enredada, y levanté la mano en un intento de saludo.
Caminé de nuevo hacia la ruta, escuchando solamente a mis vísceras, que clamaban alimento y al mismo tiempo me impulsaban a buscarlo a él, como si tuviera la explicación de lo que me estaba pasando, como si me entendiera.
En algún momento me sugerí quedarme en el pueblo, cómoda, tranquila y segura. Podría comunicarme escribiendo y de a poco conocería gente que me podría ir ayudando. Sería lo más fácil y saludable, lógico. Pero la única persona a quien se me ocurría acudir, a quien realmente tenía deseo de pedirle ayuda, estaba lejos, y quién sabe por qué designio del destino, sabía que debía encontrarlo, aunque eso suponía arriesgar nuevamente mi vida.

Claro que lo hice.

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