La luz del día me confundía, porque mayormente conocía el
camino a oscuras, pero mientras lo transitaba supe que mi instinto se
encontraba intacto, perfecto.
Así transcurrió alrededor de un mes. Lo busqué cada día y cada
noche en la cabaña, entre los árboles, en cada cueva, bajo cada raíz. Vagué
olfateando huellas y rastreando olores.
Me alimenté como pude, y tan mal no me había ido, hasta que
llegó el día en que todo, de repente, se sintió nuevamente familiar.
Y ahí lo ví.
Sentado sobre una gran piedra, afilando sus flechas, miraba
al horizonte. Un horizonte tan oscuro como su futuro.
El sol estaba cayendo y mi corazón comenzó a amanecer,
vibrando como un tambor con cada latido.
Cobré una enorme vitalidad al verlo, cruda, excitante.
Lo deseaba. Lo deseaba tanto que estuve a punto de lanzarme
directamente a su yugular, quería
destrozarlo, devorarlo, rajarle la carne con mis colmillos e ingerirlo hasta
que me habitara íntegra. Quería entender porqué tenía por él el apetito más
voraz que jamás había sentido.
Observé que su barba era más larga, y que tenía el aspecto
corrupto, abandonado.
No pude moverme con sutileza, y me escuchó. Su expresión de
temor se fundió con algo parecido a la satisfacción, cuando ví que esbozó media
sonrisa, desafiante.
Tomó sus cosas y huyó de mí.
Entendió que había llegado el momento, que el final era
inminente, que podía matarlo buscando respuestas, buscando su corazón rebosante
de vitalidad. Que haberme dejado escapar fue un error.
Sin esperarlo fui consciente, como en algún tipo de
epifanía, que de permitirle la huída, al día siguiente comenzaría su cacería
conmigo nuevamente, porque me habré olvidado de todo, como el mismo día de cada
mes, así que decidí que era mejor terminar con tanta incertidumbre, cerrar el
ciclo, poner punto final.
-Lo voy a devorar- pensé.
Entonces se me quiebran los huesos, caigo en cuatro patas,
agudizo mi olfato y antes de salir a buscarlo, miro al cielo y le aúllo a la
luna llena.
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