2 de agosto de 2015

Cicatrices.

Iba pedaleando en la bici nueva, que para mi tamaño era muy grande, más grande que mi cuerpo entero. Mamá no me dejaba bajar a la calle todavía, con esas excusas que utilizan los que nos cuidan “No es que no confíe en vos, es que no confío en los demás”, pero claro que no me era suficiente, claro que por algún lado tenía que alimentar mi hambre por la velocidad, así que lo hice.
Con toda la fuerza de mis piernas, que en ese entonces eran escarbadientes, pedaleé hasta que me temblaran, hasta no dar más, hasta tener miedo de la velocidad, en un circuito de vuelta manzana que para mí era la carrera conmigo misma más salvaje de todo el barrio.
Entonces fue cuando, pasando apenas la puerta de casa, me caí.

La rodilla derecha fue la más afectada: un agujero que para mi tamaño era épico, desprendía sangre a borbotones y ni siquiera recuerdo si lloré, si me dolía o si me preocupé. Estaba alucinada con todo lo que me había lastimado, con todo lo que había logrado hacerme sola.
El abuelo estaba en la puerta, si mal no recuerdo. Debe haber visto todo, pobre viejo. Sufría del corazón y yo me le tiraba adelante como si estuviera dejando la vida en esa caída.
Dejé la bici tirada y caminé con la pierna ensangrentada, pero los recuerdos otra vez se me nublan, y no sé si llegué a casa, si apareció mamá o si me retaron por ser tan atolondrada.
Todos sabían que a mí me gustaba andar muy rápido, que a veces bajaba a la calle aunque estuviera prohibido y que me dijeran lo que me dijeran, al día siguiente haría lo mismo otra vez.
Lo que no sabían, era que estaba orgullosa de haberme lastimado así, porque me sentí aventurera, sentí que valió la pena, que ahora tendría una marca para toda la vida que me recordaría que, además de romper las reglas, me gustaba desafiarme.

Con el tiempo, junto a esa cicatriz – un circulito blanco que ahora apenas si se ve- se me había hecho otra: una línea –que ya desapareció- cerca del tobillo. Y las exponía orgullosa, como si fueran una bandera, el estandarte que decía: “Miren, me jugué a hacer lo que me gusta, me arriesgué, me caí, me dolió y me rompí un poco, pero justamente por haberme jugado, porque soy aventurera, porque amo los riesgos que acompañan a la incertidumbre, la adrenalina de romper lo establecido, el amor por aquello que me hace vibrar, y ahora estoy bien, me curé, nada duele."

Así, con los años, aprendí a tener miles de cicatrices más, pero ninguna externa que me marcara tanto como aquella.

Porque ese fue el día en el que supe que hacer lo que deseaba no le iba a caer bien a todo el mundo, que muchas veces iba a salir herida, pero si estaba convencida, si seguía adelante insistiendo en mi camino, las heridas se iban a curar y yo volvería a estar de pie y entera, después de cada caída, siempre. 

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