1 de febrero de 2016

Lugares para llorar.

Levante la mano la que nunca se ha sentido patética llorando, como formando parte del decorado de una escena digna de Bridget Jones.

Las locaciones y las tomas pueden variar de acuerdo a la intensidad de la emoción o de las personas con las que vivas.

Si compartís tu cama, correr al baño es inevitable.
Sentarte acurrucada en una esquina, o en posición fetal soportando la cerámica helada, (que de la única manera en la que recordamos su existencia es al levantarnos y ver las uniones de las baldosas marcadas en las piernas), o más triste aún, en la bañera llena: una escena casi suicida que está clamando por un Romeo que la salve antes de cortarse las venas.
Ya nadie toma veneno, qué poco poética se tornó la sociedad.

Si vivís con tus viejos, tu cuarto, obviamente.
Esas cuatro paredes se convierten en una cueva llena de lágrimas, sábanas mojadas, mocos e incomprensión hacia la vida misma, parecen ser tu fuerte donde podés soltar lo vulnerable y floja que sos, porque nadie te está viendo.
Te enroscás y te enroscás un poco más en las sábanas (si tenés el corazón roto, probablemente huelas las sábanas buscando su olor, o peor, la inmundicia del charco de baba que haya dejado la última vez que durmió ahí), como si fueras un perro que extraña a su dueño.
Qué toma de mierda la de la cámara cuando, desde arriba, muestra que sos un bollito apenas válido de materia dentro de un universo tan abundante.

Si vivís sola o estás mayormente sola en tu casa, obvio que podés llorar en cualquier lado.
Podés cortar la cebolla y cagarla a puteadas como si fuera la culpable de tu desidia, porque primero está ese llanto deshonroso y lamentable, y luego -un par de respiraciones profundas después- el mea culpa que nos hace sentir como el orto, para pasar a la etapa siguiente que es la de pensar con la mente en fría y suponer que lo que sea que haya pasado, es para mejor.

También podés llegar del trabajo, subir las escaleras con los ojos a punto de explotar, para sentarte de espaldas contra la puerta una vez que ingresaste, y empezar a llorar a los gritos, como si lo peor del mundo te acabara de pasar. Y expulsás chorros de agua como hacía tiempo no hacías, porque quizás venías guardando tantas situaciones de mierda que, al fin y al cabo, te estás permitiendo estallar.

Hasta sos capaz de soportar las mordidas del gato que juega con las llaves o rasguñándote los dedos, como diciendo: "-Dale, pelotuda, todo bien con desahogarte pero vení a jugar un rato que para eso está la vida. Dejá de pensar tanto, ya está."

Y ahí, como en una epifanía, te das cuenta que no te duelen las cosas que vivís, sino cómo las interpretás. Y no te duele lo que otros "te hacen (o no te hacen)", lo que duele es el amor propio. Y ese es el peor dolor de todos.

Entonces te levantás a jugar un rato hasta que el animal te lastima tanto que te pone odiosa.
Seguro sangrás un poco y te lavás hasta que parece estar bien. Y de todos modos no te importa.

Porque esa herida no duele ni un cuarto de la que tenés adentro y que no sana con ninguna curita.

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