21 de marzo de 2016

Viajar.

Me despierto, abro la ventana y saludo a Kuala Lumpur.

Tengo esa educación extraña con cada lugar al que voy.
Me enamoro de cada ciudad que conozco, aunque por ahora ninguna me ha despertado esas ansias de mudarme como lo hizo Montevideo. Creo que es simplemente porque mi vida allá descubrió la mejor manera de ser mágica. Y aunque la llevo conmigo alrededor del mundo, ahí es donde mejor se acomodó.

Cada vez que viajo, también viajo para adentro.
A medida que voy recorriendo una ciudad, caminando sus calles, oliendo el aire y perdiéndome un poco (mi amor a los mapas hace que me guíe bastante bien, pero soy una convencida de que perderse es la mejor manera de conocer a una ciudad) también voy haciendo el viaje a mi interior.
Me pregunto cómo estoy, cómo me siento. Y siempre me siento como en casa, es inevitable.

En un hotel, en el avión, en el aeropuerto. En el bar de una ciudad donde sólo estoy diez horas o donde sea: donde vaya estoy en mi lugar. Debe ser porque estoy cómoda conmigo, capaz.

Entonces un poco me doy cuenta que hay cosas en mi vida que no están bien, otras que debo aceptar, o que tengo que acomodar. Balances que debo encontrar, caminos que recorrer. Cambios que provocar, riesgos que tomar. Traumas que superar.
Entiendo todo como en epifanías.

Y sin embargo, eso no me cambia la manera de ver y hacer mi vida. No me tira para abajo, porque sé que todo sirve para avanzar. Nada impide que siga teniendo una vida feliz. Que siga siendo una persona feliz, incluso en los "malos" momentos. Porque con el tiempo -y con los viajes- aprendí que todo trae un aprendizaje, que todo pasa, que todo se termina en el momento en que debe hacerlo porque algo más debe nacer, que las cosas suceden porque las hacemos suceder, que debemos pasar por la vida y no dejar que la vida nos pase a nosotros.
Jamás permitiré que una mala experiencia, un mal rato o alguna persona me hagan dejar de disfrutar mi vida, o detengan mi proceso evolutivo, mi crecimiento.

Igual me sigo preguntando.

Me cuestiono lo que quiero, aprecio las decisiones que me trajeron hasta acá. Sonrío ante la presencia de personas que me generan algo parecido a la confianza y transparencia que siento con mis amigos más íntimos. Sonrío más cuando en una misma mesa escucho árabe, francés, inglés, alemán, español, letón, rumano, malayo. Cuando te hablan de prestarle atención a los momentos mágicos de la vida, de no tenerle miedo a nada, de alejarte de las personas que te consumen la energía.
Sonrío porque además de tener un trabajo que me permite establecerme en el lugar que elegí, me da estos premios como el de viajar, el de hacer cosas que amo, conocer gente maravillosa y lugares que jamás hubiera imaginado conocer.

Viajo para adentro de nuevo, porque necesito descansar de tanta comida picante y tanto ruido. Kuala Lumpur es pura fiesta. O quizás somos nosotros, no sé bien. Pero qué lindo que se siente.

Viajar me gusta porque me conozco. Porque proceso y miro todo desde perspectivas diferentes. Porque estoy parada literalmente en otro lugar y de vez en cuando hace bien alejarte de tu vida diaria, romper el esquema un poco, mirar lo que hiciste y lo que podés hacer aún mejor. Despejar el cuerpo y la cabeza.
Observar tus vínculos, los que dejaste morir y los que permitís que crezcan. Hacerte cargo de todo lo que estás aprendiendo y entender que huir nunca es una salida, porque tarde o temprano las deudas -de todo tipo- te alcanzan y tenés que saber responder.
Porque hay cosas que limpiar, purgar. Hay otras que cuidar. Hay que avanzar.

Viajar me gusta porque me ancla en el presente. Me calma la mente.
Porque es mi mejor manera de meditar.
De crecer.
Y porque además me lo pide el Alma, y no hay nada que tire más que eso.

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