29 de abril de 2016

Que nadie.

Que nadie te diga ni te haga creer que no sos suficiente.
Que nadie te diga que no merecés lo que querés, o que no tenés la fuerza o la capacidad para lograrlo.
Que nadie te diga lo que tenés que hacer, comer, soñar. Eso, que nadie te diga que no podés soñar.
Que nadie te diga que no merecés recibir amor.
Que nadie te haga creer que tampoco podés darlo.
Que nadie te diga que no sos capaz, que te falta algo, que estás incompleto.
Que nadie te diga que no servís para nada.
Que nadie te diga que sos feo, o que alguien "más lindo" tiene ventajas sobre vos.
Que nadie te diga que lo que hacés está mal, si no estás dañando a nadie.
Que nadie te diga que te merecés castigos.
Que nadie te diga que sos incapaz de avanzar en la vida.
Que nadie te diga que no podés ser feliz.
Que nadie te diga que las cosas "malas" que le pasan son tu culpa. Que nadie te eche la culpa de nada.
Que nadie te haga sentir insignificante.
Que nadie te haga sentir odios.
Que nadie te haga sentir inferior.
Que nadie te haga sentir a un lado.
Que nadie te haga creer que no valés.
Que nadie te haga creer que sin vos todo es lo mismo.
Que nadie te haga creer que nunca te van a elegir.
Que nadie te insulte.
Que nadie te quite tus derechos.
Que nadie te obligue a hacer nada que no quieras.
Que nadie te juzgue o discrimine por cómo te vestís, por tu color de piel, por tu religión, por tus creencias, por tu sexualidad.
Que nadie te diga que tenés que ajustar tu vida a las reglas de la sociedad.

Que nadie te diga cómo tenés que ser.

Y si algo de todo esto pasa, solamente recordá que estás vivo por algún motivo, aunque todavía te sea incomprensible. Que el Universo tiene su orden y vos sos parte imprescindible de él.
Que siempre hay gente que te ama, que tenés miles de capacidades y que a veces todos nos caemos, que es normal sentirse hundido, pero eso sirve para crecer y para probar que podemos volver a nadar en la superficie.

28 de abril de 2016

Mudar.

Me preguntó qué hacía acá y me dijo que era muy corajuda en haberme mudado sola a Montevideo, que él jamás lo podría haber hecho.
Me pregunté qué hago acá y me dí cuenta que fui muy corajuda en haberme mudado sola de país, que no todo el mundo se anima a tirar todas sus estructuras al carajo y empezar de cero.

Le respondí que necesitaba un cambio de vida. Es la excusa que siempre uso para simplificar una respuesta que jamás tuve, que jamás me tomé el tiempo de darme.
Sólo sé que una de las palabras que usé desde el comienzo, como fundamento para tirarme al vacío, fue estabilidad. La búsqueda de mi propia estabilidad interna, porque en la desesperación de mantener estables las placas tectónicas de mi vida, me dí cuenta que debía empezar por dentro.

Lo cómodo se había tornado demasiado incómodo y tuve la necesidad imperiosa de mudarme en todo sentido, para sacudir la molestia y volver a sentarme en paz en esa comodidad amable, certera.
Me mudé de piel, de conceptos, de pensamientos, de país y hasta de algunas creencias.
Con el tiempo mudé de entorno, de trabajo, de amigos y un poco hasta de léxico. Mudé de medios de comunicación, de música, de instituciones, de gobierno.
Mudé por completo todo aquello que se podía ver de mí, que con acercarte un poco podías observar.

Pasaron los meses y armé algunas bases imprescindibles como para sentirme tranquila. Levanté una casa con una amiga, un hogar que aunque no es típico, es nuestro. Levantamos un gato en una playa por ahí. Nos levantamos un poco entre nosotras.
Pero así como fui armando las bases materiales, algo en el fondo se iba derrumbando igual: Me había olvidado de mudar internamente.

En las ansias por sentirme en casa, compré muebles y alimento para el gato. Me compré abrigo en invierno y café para empujarme a noches sin dormir los fines de semana, entre mis cuatro paredes.
En la angustia de extrañar, compré pasajes. En la tristeza de sentirme sola y un poco olvidada, regresé siempre a los mismos brazos, que más tarde me volvían a dejar sola.
No, los brazos no tienen la culpa. La que se había dejado sola, claro, era yo.

Entonces, como siempre, me busco. Me encuentro con el espejo la cara roja de llorar todo el día, de no entender lo que me pasa, de no saber qué quiero de la vida. Si quiero quedarme o me quiero ir, si quiero abrazar y crecer o prefiero seguir en soledad como una ermitaña soberbia que se niega a tomar las riendas de los aprendizajes más duros, sólo porque me abren en dos el pecho y duele, cómo duele.
Me encuentro con los días de lluvia que llenan de humedad mis paredes y mi cabeza. Me encuentro con el sol que me lastima los ojos, porque me la paso revuelta dentro de mi propia oscuridad y al salir al exterior, ni siquiera puedo ver bien.
Me encuentro con tantas cosas que oculté de mí que me quiebro.

Y sin embargo parece un embrujo, parezco encantada de romperme, porque voy aprendiendo hasta dónde puedo llegar, cuáles son mis límites, hasta cuándo voy a soportar las cosas que me hartan, que me ahogan, que en lugar de darme paz me la quitan.
Me la paso procesando todo el año, toda la vida. Necesito esconderme y limpiar, purgar todo lo que me lastima de mí misma, porque no tolero mis faltas de respeto ni de compromiso con mi amor propio.

Así, de a poco, comprendo que nadie más que yo es culpable de lastimarme, porque uno interpreta lo que sabe/puede interpretar y no lo que realmente es. Entiendo que todo lo que me hiere de los otros tiene una base dentro mío, una manera de hacerme analizar qué estoy haciendo mal, en qué me estoy equivocando.

Hasta que me canso de echarme la culpa y me doy cuenta que a veces no tenemos que soportar cosas de los demás que nos hacen daño, así estemos en pleno trabajo interno o no. Se trata de algo tan simple como el respeto.
Justo en ese momento es cuando veo la puerta y acepto que si me quiero ir, no lo hago escapando, sino cuidándome.
Porque nadie te va a cuidar mejor que vos mismo, si te escuchás un poco.

25 de abril de 2016

Levantarse.

Cuando terminé con mi último ex estaba toda desarmada por dentro.

No fue fácil tomar la decisión -nunca lo es- y sin embargo cuando lo hice, además de llorar descargando frustraciones, me sentí liberada. No importan las razones ni los motivos, pero lo que más desconfigurado me dejó el cuerpo, fue el hecho de sentirme desvalorizada.
Que alguien no te cuide o no te valore, sin duda te mete el dedo en la llaga para que mires adentro tuyo a ver por dónde no te estás cuidando vos. Todo lo que nos pasa alrededor, siempre tiene una causa interna, o al menos no creo que sea casual que todo cierre cuando empezás a escuchar tu verdad y no la que querés decirte.

Unos días después de separarnos, me apoyé en la mesada de mi antigua casa, miré al piso y me dí cuenta que estaba de pie, que estaba viva, que sentía que todo se había venido abajo y lejos estaba de ser real.

Entonces entendí que malos ratos pasamos todos, que son inevitables.
Que en el ritmo frenético al que estamos acostumbrados a vivir, nunca nos pausamos.
No escuchamos nuestros deseos porque estamos pendientes de los de los demás, o prestando atención a lo que la sociedad espera de nosotros.
No nos detenemos a escucharnos, a enfrentarnos con lo peor de nosotros, a buscar lo que queremos. Tenemos miedo de encontrar cosas que nos hagan sufrir, que nos obliguen a trabajarnos, a meternos dentro nuestro y sanar. Tenemos terror de encontrar limitaciones que nos coarten alguna libertad que erróneamente creemos tener, porque la única libertad verdadera se siente cuando estás claro sobre lo que querés de vos mismo.

No bajamos un cambio porque ocuparnos de mil cosas al mismo tiempo, parece glorificar la idea de que somos superhéroes de un cómic que es más triste que exitoso. Nos llenamos de tareas para evitar encontrarnos con nuestro verdadero yo.
Nos desnudamos literalmente mil veces ante distintas personas jugando a ser liberales, cuando en realidad desnudarnos de verdad con alguien, mostrarnos vulnerables y auténticos, nos da un pánico tremendo. Aunque eso forme parte de una libertad más grande.

No nos silenciamos porque llenar la cabeza de música, televisión u otros, engaña a nuestros miedos y a la cobardía que tenemos para hacernos cargo.
No nos queremos responsabilizar de las cosas que hacemos mal, porque sólo nos gustan las felicitaciones de cuando las hacemos bien. Porque no nos queremos, no tenemos amor propio, cada cual tiene un determinado patrón de falta de autoestima que hace que busquemos siempre aprobación externa, porque no la podemos encontrar dentro.
No nos sentimos merecedores de la felicidad, por eso saboteamos las cosas que nos hacen bien.

Hasta que la cabeza ya no puede ocultar el llamado que viene de otro lado, de lo más profundo de uno, de ese rincón que pide a gritos un cambio, porque estancarse no puede seguir siendo una opción.
Entonces aparecen las incomodidades, esas que para poder eliminarlas, te obligan a sacudir todo el esqueleto, las estructuras, bailar, moverte, estremecerte, temblar.

Caerme, despedazarme, tirar abajo todas las bases me ayuda a transformarme. Porque yo no soy yo si no acepto que los cambios me hacen crecer, que me arrancan de las zonas cómodas, que me empujan a ser más de lo que creo que puedo ser.
Que me dicen que llegó el momento de ser yo.

Cada vez que estoy un poco confusa, vuelvo a apoyarme en la mesada y miro al piso.
Estoy de pie, otra vez, como siempre volví a estar.
Que me tome una pausa, es sólo para descansar.

24 de abril de 2016

Comprendés exactamente lo que te pasa. Sabés porqué estás llorando, conocés cada causa y cada raíz de tu dolor, de ese dolor que es tu responsabilidad, de ese al que no podés culpar a nadie.
Encontraste tu sombra y está llena de rencores, de resentimientos. Es una nube negra, oscura, donde están guardados todos los preconceptos que la sociedad y la familia te impusieron sobre lo que debe ser, junto a lo que siempre fue igual en tus relaciones, e insistís en mantener.
¿Cómo te va a ir bien, haciendo lo mismo de siempre, que todas las veces te llevó al mismo y triste final?
Nada vas a aprender si no comenzás a lidiar con la incomodidad de saberte imperfecta.

18 de abril de 2016

Alguien lo escribió, alguna vez.

Pero no fui yo.

"No te voy a amar cómodamente, voy a sacarte de tus lugares seguros hacia un cielo salvaje que ni siquiera has tocado con tus sueños.

Mi amor será muy probablemente un inconveniente, y se mostrará cuando tú pienses que no estás listo para mí, voy a despertar tu espíritu, no sólo tu cuerpo o corazón.

Te llevaré de vuelta a donde nos conocimos, todos esos desiertos y cielos atrás, pero no te darás cuenta hasta más adelante.

Mi amor molestará a tus rutinas, tu pereza, tus mecanismos de escape, el fregadero cómodo del hábito y la previsibilidad.

Voy a agitar tu memoria distante del alma, tan profundamente y con tanta rapidez y claridad de rayo que sentirás que has sido arrestado por algún misterio que no puedes nombrar.

Mi amor te llevará a tales ensueños, sueños y fantasías de aventuras sensuales, sagradas y creativas que a veces te preguntarás si todavía estás viviendo en el mundo normal. Puede ser que de repente te encuentres a ti mismo despertando a las 3 am, anhelando una vida salvaje que se ha eclipsado a sí misma desde tu conciencia.

Voy a inundar tu mente, cuerpo y alma con la energía que parece ser de un Nuevo Mundo radiante, pero que es a la vez exquisita, antigua y perdida.

Mi amor puede hacer que desees alejarte de todo lo mediocre, medio y normal que alguna vez hayas conocido, a cambio de la más salvaje de las noches, los besos más llenos de estrellas, la más duradera de las conversaciones y la más mística de las miradas.

No será fácil amar en el sentido convencional, porque he llegado para mostrarte tu propia magnificencia divina.

Voy a despertar los fuegos de la transformación, voy a envolver mi corazón incondicional amante alrededor del tuyo hasta que no puedas hacer otra cosa más que crecer en Amor.

Mi amor requerirá que camines por las brasas, que te muevas por los bosques oscuros del alma, te quites las prendas pesadas y pasees desnudo por las estrellas. Necesitarás hacer frente a todas las formas en que te resistes y endureces al Amor, al propósito, al Poder y Pasión Viviente.

Yo siempre te mostraré el espejo. No voy a encajar en tus horarios, tu agenda diaria, o tus estrategias cuidadosamente pensadas para tu seguridad.

Yo me mostraré un día, sin previo aviso, pondré mis curvas arrebatadoras gloriosas en tu escritorio y demandaré que te adores a ti mismo en el olvido extático conmigo.

Te recordaré que no estás en control de este paseo sobre esta alfombra roja mágica universal y que tienes que dejarte ir … ahora.

Mi amor se sentirá como refrescante rocío de luz de las estrellas, después del hundimiento de una noche interminable y sin estrellas.

Mi amor se sentirá como la incomprensible calidez que detiene el corazón, penetrando en el alma de tus huesos fríos con una paciencia y devoción que hace que tus ojos repentinamente estallen en lágrimas.

Mi amor siempre estará aquí para ti, incluso cuando no lo quieras, porque te enfrenta con el silencio, la verdad de la medianoche de cuán dolorosamente precioso y sagrado eres para mí.

Mi amor es tu salvación, porque tu Alma pidió por mí, salvajemente. Mi amor es tu verdad, porque tu cuerpo lloró por mí, estáticamente.

Mi amor es tu destino, porque tus ojos siempre han estado buscándome, a ciegas.

Mi amor por fin está aquí, porque Tú estás listo para mí – y las formas salvajes de mi fiero Corazón Errante."

Pánico.

Tengo ataques de angustia, de ansiedad. Algunos le dicen ataques de pánico, pero muy pocas veces tuve esa sensación mortal de que mi momento había llegado. Yo los sufro en los pulmones, en el aire, en la nariz.
Creí que no volvería a usar el verbo "tener" en tiempo presente, pero por lo visto jamás se van del todo, al menos por ahora.

Es el peor momento del día, cuando me doy cuenta que está ahí, machacándome la cabeza, el estómago, las ganas. Me desajusta la energía, me tira abajo, me absorbe íntegra.

Los nervios me comen la piel, las vísceras. Pero están ahí por algo, yo lo sé.
Aparecen cuando no me hago cargo de mis procesos, de los cambios que debo implementar, o de las cosas que debo afrontar. Aparecen cuando estoy mucho tiempo sin decir las cosas, cuando me ahogan las palabras que quiero soltar.
Renuevan su contrato conmigo cada vez que tengo miedo, terror, de tomar alguna decisión difícil, o que implique algún tipo de riesgo.
Me rodean cuando me hago la boluda, cuando pelotudeo en la vida e ignoro las cosas realmente importantes. Cuando sé lo que tengo que hacer y no lo hago. Cuando me distraigo de mis objetivos, demasiado.

Me golpean hasta tumbarme, cuando no me hago responsable. De lo que sea. Cuando me creo demasiado débil, cuando pierdo la fe, cuando ME pierdo.

Entonces me enrosco, como si fuera una serpiente que empieza a comerse su propia cola. Busco el aire, lo necesito, es lo que me devuelve la vitalidad. El viento.
Me callo. Respeto los procesos de los demás, los escucho aunque ni ellos lo sepan. Siento el dolor propio y el ajeno de la misma manera. Me corroen.
Pero tengo que sanar. Y me ocupo de eso para que la angustia se vaya, lejos. Para que me deje respirar con libertad de nuevo.

Cuando termino de comerme a mí misma, hay una nueva yo. Salgo corriendo a ponerme al hombro mis responsabilidades, le digo a mi niña interior que todo va a estar bien, que estoy en eso.
Que tarde o temprano, todo se endereza, se acomoda.
Que la tormenta ya pasa.
Y que la Luna siempre vuelve a llenarse para que veamos bien de noche.

13 de abril de 2016

Visceral.

No sé cuántas veces por año me interno en mí misma.
No puedo contabilizar las crisis existenciales que he tenido hasta ahora, ni las depresiones (bueno, esas capaz que sí), ni las tristezas esporádicas, ni los hundimientos en abismos varios.
No sabría responder al total de noches sin dormir o de días en los que estuve de pie con dos horas de sueño encima.
No puedo divorciar los sentimientos de completo hastío de aquellos de simple cansancio por la vida, ni definir un nivel de hartazgo por los intentos, por las batallas y por las pateadas de piedras y de tableros.
No tengo la más mínima idea de veces en las que mandé cosas, personas, situaciones y emociones al carajo.
Carezco de un número estimado de la cantidad de momentos en los que me invento respuestas cuando no las encuentro, o que las busco en un mundo que no es el mismo en el que vivo físicamente.
Imposible es calcular el tiempo que pierdo tirada en la cama mirando el techo, sin más nada que el vacío y el silencio respondiendo a mis inquietudes.
No puedo, simplemente no puedo, conocer la cantidad de horas que paso simplemente "en la búsqueda", a veces sin siquiera saber de qué.
Jamás podría tener una idea de las veces que lloré a los gritos, pateando cosas, tratando de entender aunque sea algo, o explotando por el mínimo motivo cuando en realidad tenía un big bang por dentro.

Pero lo que sí puedo decir es que tengo una inherente capacidad intuitiva, desarrollada con el paso del tiempo y de las experiencias, que me hace confiar en que, tarde o temprano, todo va a estar bien.
Sé que cada crisis tiene su correspondiente apertura mental, su aprendizaje.
Sé, también, que cada vez que me meto a procesar en esa carpa a la que suelo llamar "mi cueva", salgo renovada, fresca, limpia de cuerpo, de alma, de mente.
Ya me hago cargo de que cada vez que algo me molesta, tengo que meter la mano dentro mío, retorcerme las vísceras, y revolver hasta hallarlo, hasta arrancarlo desde lo más profundo de mi persona, de mi espíritu o de mi inconsciente.
Sé que llorar limpia, transmuta. Sé que pensar tanto no ayuda, porque a veces las respuestas no están en la cabeza, sino en otro lugar.
Sé que no pierdo el tiempo intentando encontrar aquello que me impulse a seguir, porque es una inversión.
Sé que el mundo tiene mucho para ofrecerme. Y que reconocer al "otro mundo" es parte de mi equilibrio. Sea el otro mundo que sea.
Conozco mi oscuridad y eso me ayuda a reconocer mis límites, a saber hasta dónde puedo llegar, hasta dónde puedo darme sin perderme.

Pero uno siempre se pierde, es inevitable.
Cuando el equilibrio está en la palma de tu mano, se torna tan aburrido que terminás provocando terremotos para tener algo de acción, porque estar en paz con uno mismo y con el mundo es algo a lo que no estamos acostumbrados, ni nos creemos merecer.

Y ése es el problema: No creernos merecedores de la felicidad.
Cuando aparece, buscamos algo más, no podemos estar en paz, nos cuesta recibirla y dejar que se quede, le buscamos la vuelta, la mentira, el "algo tiene que fallar". La rodeamos a preguntas y empezamos a esperar el momento en que realmente desista, se extinga, porque no sabemos apreciarla y mucho menos disfrutarla.
Porque nos aburre estar felices, como consecuencia de vivir acostumbrados a los retos, a lucharla, a estar disconformes todos los días, a esperar las desgracias.
Carecemos de la certeza de merecimiento porque no tenemos un amor propio realmente sano, que nos diga: "-Hey, ya es hora. Todo eso que trabajaste tiene su recompensa, acá está." Y no, no solemos aceptar a la felicidad así de simple, porque la queremos seguir buscando, porque en la búsqueda está la acción, la gracia.

Tenemos que dejarnos vivir, urgente. Tenemos que aceptar que la felicidad no es ninguna meta ni está en un libro de Osho: la felicidad la tenemos al lado siempre. La opción de aceptarla y agradecer que esté ahí, también.

No, no soy un libro de autoayuda ni tengo un positivismo adolescente porque vivo creyendo que todo va a estar bien y que la felicidad está en agradecer y disfrutar lo que tenemos.
Simplemente a veces decido abrir los ojos a mi realidad, y sí, agradecer todas y cada una de las pequeñas cosas que tengo en la vida y me llenan el Alma.
Porque si me enfoco solamente en todo lo que está mal, no tengo ganas de seguir adelante.
Y yo necesito avanzar.

Entre caníbales.

Una vez me dijeron que coger está sobrevalorado.
Creo que no podría estar más de acuerdo.

Ojo, que no se malinterprete: me encanta coger.

Adoro llegar a ese nivel de intimidad en el que te fundís con el otro y te olvidás hasta de tus propios límites. Es hermoso explorar el cuerpo humano y las cosas que somos capaces de sentir y experimentar terrenalmente hablando.
Soy muy calentona, muy. Sobretodo cuando existe alguien que puede excitarme con demasiada intensidad, como si tuviera algún tipo de clave secreta hacia mi interior y supiera encenderme aún cuando me encuentro en situaciones donde no me debería estar calentando. Y eso incluso hace que me suba la temperatura más.

Pero sí, volviendo al tema, coger no sólo está sobrevalorado, sino que la sociedad ha hecho de ello un culto ridículo al que le añaden mucho condimento. Como si fuera lo más importante de la vida, como si ponerla sumara puntos en algún tipo de juego en el que gana el que más acaba, o el que tiene la lista de compañeros sexuales más larga. O el que la tiene más larga. Como si importara, decía.
Todo parece una competencia carnal donde el más experimentado se lleva el título, el ridículo título de campeón. ¿Campeón de qué? ¿De relaciones sin contenido?

La libertad que experimenta la sociedad en esta era - siempre tan confundida con libertinaje - me parece de lo mejor que nos pasó como humanos, y el sentimiento de verdadero libre albedrío sin duda es lo más pleno que podemos experimentar, pero sentirme libre no incluye, para mí, andar abriendo mis piernas ante cualquiera.

Nunca fui de esas personas que gustan de revolcarse y "Si te he visto -o desvestido- no me acuerdo", simplemente porque no es algo que me llene, que me satisfaga del todo.
He cogido con personas con las cuales no tenía tema de conversación, y con personas que antes de cogerme el cuerpo, me cogieron la mente. Me acosté con fulanos que duraban un polvo o que me desarmaban durante siete. Me desperté al lado de personas con quienes no quería despertar. Me dejé abrazar pretendiendo comodidad, por hombres que seguramente tampoco querían hacerlo.

Nunca viví la desesperación que parece experimentar la sociedad ante la posibilidad de revolcarse con alguien nuevo, o de lamer un cuerpo solamente porque resulta agradable a la vista, tentador. Llámenme aburrida: la idea me atrae un montón, pero me cuesta llevarla a cabo. Me puedo imaginar revolcándome con todas las personas del mundo que me parecen hermosas, pero de ahí a hacerlo realidad...quizás haya falta de verdadero interés.
Tal vez porque me aburre coger por coger, o encontrarme cara a cara con alguien con quien no compartiría nada más que fluídos.
Y no, no le encuentro sentido a esos encuentros, que muchas veces terminan tornándose incómodos, forzados.

El vacío que se experimenta al ponerla por ponerla, al estar con alguien distinto porque sí, nunca fue mi fuerte. Soy una intensa bárbara y necesito algún contacto más profundo que el de las ganas, que el meramente visual.

Por otro lado, no creo que coger esté sobrevalorado cuando realmente querés a alguien, cuando sentirlo acabar te da ganas de que se meta aún más adentro de tu carne, de que te toque íntegra, de que te conozca en cada momento de debilidad, en esa pequeña muerte. No está sobrevalorado cuando podés sacar toda tu intensidad, desenvolver tu verdadero yo, dejarte enloquecer, ser transparente y turbia, al mismo tiempo. Celebrar tu lado oscuro, compartirlo. Pertenecerle al otro un rato, entregarte, olvidarte del mundo y de cualquier límite. Transformarte, darlo vuelta, dejar que te de vuelta, en todo sentido. Reconocer tu capacidad de darle placer simplemente porque querés, se siente como el paraíso.

El plus del cariño o el amor siempre hace más placenteras las relaciones. Algunos dirán que lo que las hace mejor es la libertad de no sentir nada. Todos están en lo cierto, la subjetividad no se puede discutir, y cada relación, del tipo que sea, es un mundo. Cada polvo es un territorio distinto.

Pero de todos modos, concluyo coincidiendo de nuevo en que sí, coger está sobrevalorado.
Sino fíjense la cantidad de veces que perdieron la dignidad con tal de acabar.
Se van a sorprender.

10 de abril de 2016

Domingos.

Me despierta el olor a salsa que inunda mi cuarto.
Son las once de la mañana, es domingo y otoño. El sol se mete a la fuerza por las rendijas de la ventana y los ladridos del perro dicen que es hora de levantarme.

Bajo la escalera en pijama, toda dormida, agarrándome de la baranda, porque esos escalones son un poco tramposos si no abrís bien los ojos. Me detengo en el tercer escalón y observo todo: una parte del diario sobre la mesa, la tele prendida en algún CSI, el marido de mi mamá en el sillón leyendo la otra parte de Clarín. Valentín gruñendo para que no me le acerque.

Y ahí, a la derecha, mamá con anteojos empañados revolviendo la olla, en la mesada los fideos frescos recién amasados, en alguna silla el resto secándose para comer en otro momento.

El patio me llama al pasto, donde cargo energía aunque la luz solar me ciegue un poco. Las palomas revolotean para que les dé de comer. Los vecinos ponen música desagradable.
Recorro todo como si realmente estuviera allí, y veo la terraza con la ropa secándose, los gatos en las cornisas espiándome como si fueran intrusos -que lo son-, los caracoles secos que salieron de noche y no llegaron a esconderse a tiempo.
Probablemente suba a buscar la cámara, guarde en imágenes las flores más lindas de lavanda, las abejas que no la dejan tranquila, los insectos que me rodean.

Estoy en casa y sé que después de tremendo almuerzo, todo se silenciará respetando la siesta, determinando que el momento familiar del domingo se acabó.

Esa era mi vida cada séptimo día de la semana.
Esa es la vida que extraño cada vez que me doy cuenta que estoy lejos de mi familia.
Ahora, despertar cada domingo y no sentir el olor a salsa hace que me duela un poquito el pecho. Por eso decido darle play a esa música que escuchaba mamá cuando yo era chica, tratando inútilmente que toda esta melancolía sane un poco.

Tarde o temprano, todo lo hace.

7 de abril de 2016

Agua.

Dicen que soñar con agua representa nuestras emociones. Yo doy fe de que siempre que mis estados emocionales están alterados o demasiado en calma, el agua viene a decirme bien a la cara cómo estoy, por si me quedaban dudas. A escupirme un poco.

Anoche estaba en Miramar. Fui una sola vez, a mis 20, 21 años. Obvio que el Miramar en el que estuve anoche se parece en nada al real.
El mar estaba embravecido, loco, furioso.
Inundó toda la parte de la ciudad que está a su lado, el agua cubría la mitad de las puertas, y yo pasaba en ómnibus, triste, por todo lo que esa gente había perdido, estaba perdiendo.
Pero no había nadie. Todas las casas parecían solitarias, no había personas ni animales alrededor. Hasta que llegué al cartel.

Un cartel de letras blancas que develaba el nombre de la ciudad, donde padres con sus hijos se sacaban fotos, donde me encontraba con un conocido con el que me dí unos besos hace años y que ahora está un poco perdido entre sustancias varias...y me daba pena. Sentí empatía dentro del sueño. Sentí tristeza. Sentí miedo.

Bajo el cartel, apoyado en un terreno elevado, el mar. Amarronado, revuelto, sumamente enojado con el viento, estallaba en olas y olas dentro de sí mismo y me aterraba. Le tengo tanto amor como respeto, como si fuera un padre que puede ver cómo se mueven mis aguas internas y pudiera castigarme por eso, por no aprender a fluir.

Más abajo, un pequeño camino de agua estancada jugaba a ser su antítesis.

Y entonces me tuve que mirar yo, tuve que tratar de entender qué le pasa a mis aguas, por qué hierven o por qué son tan heladas, qué necesitan para estabilizarse y que eso no las estanque, porque estabilidad y estancamiento son cosas completamente distintas, pero que pueden confundirse.

Dicen que soñar con agua representa nuestras emociones. Nos hace entender nuestro estado interno.
Y capaz cuando te despertás, hasta estás más calmado que cuando te acostaste.