28 de abril de 2016

Mudar.

Me preguntó qué hacía acá y me dijo que era muy corajuda en haberme mudado sola a Montevideo, que él jamás lo podría haber hecho.
Me pregunté qué hago acá y me dí cuenta que fui muy corajuda en haberme mudado sola de país, que no todo el mundo se anima a tirar todas sus estructuras al carajo y empezar de cero.

Le respondí que necesitaba un cambio de vida. Es la excusa que siempre uso para simplificar una respuesta que jamás tuve, que jamás me tomé el tiempo de darme.
Sólo sé que una de las palabras que usé desde el comienzo, como fundamento para tirarme al vacío, fue estabilidad. La búsqueda de mi propia estabilidad interna, porque en la desesperación de mantener estables las placas tectónicas de mi vida, me dí cuenta que debía empezar por dentro.

Lo cómodo se había tornado demasiado incómodo y tuve la necesidad imperiosa de mudarme en todo sentido, para sacudir la molestia y volver a sentarme en paz en esa comodidad amable, certera.
Me mudé de piel, de conceptos, de pensamientos, de país y hasta de algunas creencias.
Con el tiempo mudé de entorno, de trabajo, de amigos y un poco hasta de léxico. Mudé de medios de comunicación, de música, de instituciones, de gobierno.
Mudé por completo todo aquello que se podía ver de mí, que con acercarte un poco podías observar.

Pasaron los meses y armé algunas bases imprescindibles como para sentirme tranquila. Levanté una casa con una amiga, un hogar que aunque no es típico, es nuestro. Levantamos un gato en una playa por ahí. Nos levantamos un poco entre nosotras.
Pero así como fui armando las bases materiales, algo en el fondo se iba derrumbando igual: Me había olvidado de mudar internamente.

En las ansias por sentirme en casa, compré muebles y alimento para el gato. Me compré abrigo en invierno y café para empujarme a noches sin dormir los fines de semana, entre mis cuatro paredes.
En la angustia de extrañar, compré pasajes. En la tristeza de sentirme sola y un poco olvidada, regresé siempre a los mismos brazos, que más tarde me volvían a dejar sola.
No, los brazos no tienen la culpa. La que se había dejado sola, claro, era yo.

Entonces, como siempre, me busco. Me encuentro con el espejo la cara roja de llorar todo el día, de no entender lo que me pasa, de no saber qué quiero de la vida. Si quiero quedarme o me quiero ir, si quiero abrazar y crecer o prefiero seguir en soledad como una ermitaña soberbia que se niega a tomar las riendas de los aprendizajes más duros, sólo porque me abren en dos el pecho y duele, cómo duele.
Me encuentro con los días de lluvia que llenan de humedad mis paredes y mi cabeza. Me encuentro con el sol que me lastima los ojos, porque me la paso revuelta dentro de mi propia oscuridad y al salir al exterior, ni siquiera puedo ver bien.
Me encuentro con tantas cosas que oculté de mí que me quiebro.

Y sin embargo parece un embrujo, parezco encantada de romperme, porque voy aprendiendo hasta dónde puedo llegar, cuáles son mis límites, hasta cuándo voy a soportar las cosas que me hartan, que me ahogan, que en lugar de darme paz me la quitan.
Me la paso procesando todo el año, toda la vida. Necesito esconderme y limpiar, purgar todo lo que me lastima de mí misma, porque no tolero mis faltas de respeto ni de compromiso con mi amor propio.

Así, de a poco, comprendo que nadie más que yo es culpable de lastimarme, porque uno interpreta lo que sabe/puede interpretar y no lo que realmente es. Entiendo que todo lo que me hiere de los otros tiene una base dentro mío, una manera de hacerme analizar qué estoy haciendo mal, en qué me estoy equivocando.

Hasta que me canso de echarme la culpa y me doy cuenta que a veces no tenemos que soportar cosas de los demás que nos hacen daño, así estemos en pleno trabajo interno o no. Se trata de algo tan simple como el respeto.
Justo en ese momento es cuando veo la puerta y acepto que si me quiero ir, no lo hago escapando, sino cuidándome.
Porque nadie te va a cuidar mejor que vos mismo, si te escuchás un poco.

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