27 de junio de 2016

Soltar, tan lugar común.

La señal inequívoca de seguir sintiendo el hueco en el pecho, adentro de su abrazo, debería haberme bastado.
No eran iguales a los abrazos de él, tan llenos de amor, mas bien éstos eran más protectores, más de rodearme entera, de cuidarme por saberme frágil.

Yo, que desde que recuerdo me cuido sola, me dejé abrazar de nuevo, porque necesitaba que su pecho me cubriera las espaldas.

Yo, que me jacto de la libertad e independencia de la soltería, descubrí un día que de verdad me gusta estar acompañada, que ya no puedo mirar a otro lado como distraída, como si no supiera que lo que quiero es vivir adentro de una película romántica y empalagosa comiendo perdices. Tan rosada. Tan Disney.

Yo, que me paro en pos de la fortaleza de la mujer, sucumbí ante mi lado machista al sentirme un capullo débil a la intemperie de Montevideo -que bastante dura es en invierno- y prácticamente le rogué que me cuidara.

No eran iguales a los abrazos de él, porque aquellos eran desde el Alma y a éstos me los dieron con el cuerpo entero, que no es menos.

Yo, que me entrego íntegra, sin limitaciones, tuve que ahogar palabras y aprender a compartirme en lugar de darme, porque sino me quedo sin nada. Sin mí.

Yo, que reniego de los cobardes, me hice un bollito adentro de sus brazos y aún me pregunto cómo fue que no terminé la noche quebrada en llanto, con esa canción endemoniada de fondo que más que pasado tiene lastre.

El abrazo se desarmó, los brazos se guardaron en la ropa que durmió en el piso y yo sigo de pie, evaluando mi comportamiento estructurado de vivir arriesgándome.
Porque a veces hay que resguardarse ante los riesgos que inevitablemente te devolverán a la realidad en pedazos, porque alguien más te necesita entera.

Y porque quizás no era su abrazo lo que yo necesitaba para llenarme, sino saberme completa así, toda suelta, intensa, románticamente insoportable.

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