3 de julio de 2016

Resumen.

Mi amor por las estrellas me hizo sacudir el polvo y abrir los ojos ante una posible realidad, que elegí vivir en carne propia y dejar de idealizar.

Un día elegí Montevideo y a los tres meses crucé el charco con tres bolsos. Sola con mi Alma. Y ese fue el primer paso para darme cuenta de que no soy de ninguna parte.

Nací en Campana en los años ochenta -una ciudad fabril llena de historia- meses antes de que Alfonsín fuera electo presidente de Argentina.

Crecí en la casa de mis abuelos y mi familia es enorme, contando inclusive a todos los que viven dentro mío solamente.

Mis mejores recuerdos son en Diciembre. Los peores siguen ahí en un rincón, desbloqueados y libres de enseñarme lo que quieran antes de irse.

Mamá siempre fue mamá y papá. No tengo hermanos de parte de ella pero mi viejo me dió tres mujeres fuertes e intelingentísimas como para no olvidarme nunca de mi apellido.
Mi abuelo también fue mi papá. Es el único al que extraño.

No éramos pobres, aunque no nos sobraba la plata. La clase baja era el lugar común y yo sabía que no podía pedir regalos materiales muy caros. A veces la economía repuntaba y mamá me sorprendía con tal de que yo entendiera que no era que no quería, sino que no se podía.
Crecí a la par de mi empatía y nunca fui una nena caprichosa.

Ser hija única fue la base de mi creatividad y una apertura obligada a mi imaginación desbordante.
Todavía tengo presentes los sueños que tenía a los nueve años y hasta recuerdo la agencia de viajes en la que trabajaba recortando el suplemento de Clarín y ofreciéndole a mis clientes invisibles los mejores destinos, que obviamente yo ya conocía.

También tenía un barco que delineaba con tiza en el piso del patio y que sabía timonear incluso ante la mejor tormenta. Y en mis ratos de soledad prefería que mamá me armara una carpa y allí me internaba, quién sabe procesando qué cosa, tan necesitada de esa protección de útero materno que tal vez todos, en el fondo, a veces extrañamos.
Qué raro el humano.

Aprendí a leer a los tres años y de ahí no paré nunca más. Porque al mismo tiempo empecé a aprender a escribir y descubrí que me desenroscaba mejor de esa manera.

Siempre miré al cielo. De día, de noche, en patios, en jardines, por la calle. Caminando distraída o tirada en el pasto.

Y fue el cielo el que me escuchó llorando, el que soportó mis insultos, el que me aprobó las sonrisas y el que me miró abrazar a los que amo. Fue el cielo el que siempre me dijo cómo seguir y adonde ir. El que me hizo descubrir que no tengo que mirar siempre arriba, porque puedo encontrarlo mirando adentro. Por escucharlo es que hoy estoy donde estoy,

Un día elegí Montevideo y fue la patada inicial al resto del mundo. Porque yo no soy de ninguna parte. Nací en Campana, a ochenta kilómetros de Capital Federal, en Buenos Aires.
Pero también nací para aprender a ser de todos lados.

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