22 de septiembre de 2016

Inesperarse.

De repente empecé a llorar. 
Ya no distinguía el agua de la ducha de la propia. Sabía que no era de tristeza, sabía que lo peor ya había pasado: de a poco estaba volviendo a encontrarme y este llanto inexplicable realmente me agarraba de sorpresa.
Los rumbos se estaban dibujando mejor, las nubes disipándose, las trampas del camino estaban comenzando a ser resueltas. Todo comenzaba a tener una reverente claridad. 
Me apoyé la mano en el pecho -como suelo hacer siempre que algo me duele y me hace llorar- y descubrí que estaba llena, que no había nada que doliera, más allá de imágenes propias que juegan sus pasadas por la cabeza, porque imaginación es lo que me sobra. Para lo bueno y para lo aparentemente malo.
Nada me estaba haciendo daño, no había tenido ninguna discusión, ningún odio que me estuviera carcomiendo, nada había que pudiera hacerme quebrar o fallar el naciente equilibrio.
Me sentí inesperada y entonces sonreí. 
Sonreí porque -con la mano en el pecho aún- nada me estaba hiriendo y yo ya no me lastimaba. Sonreí porque en lugar de culpar a mi mente por crearme un infierno, decidí tomarla como aliada, dejar de creer que estamos separadas.
Sonreí porque me dí cuenta que el ego es un juguete y hay que saber cómo usarlo. Porque después de tanta búsqueda, uno se termina encontrando. Y a veces perderse forma parte de equilibrarse.
Sonreí porque seguía sintiendo mis propios latidos y el shampoo ya no me cegaba, nada lo hacía. Yo tampoco.
Sonreí porque decidí abrir los ojos a una nueva realidad, animarme a transformar estructuras que jamás hubiera imaginado tocar siquiera.
Sonreí porque, otra vez, me estoy animando a cambiar. Porque veo el cielo, el sol, la luz.
Porque estoy saliendo de mí como si fuera alguna especie de guarida turbia.
Y ahí me dí cuenta de que estaba llorando de felicidad y me dí permiso para seguir hasta que se me pasara.

No hay comentarios: