16 de octubre de 2016

Nessus.

Si hubiera seguido mi amor por los astros hace años, hubiera evitado el encontronazo casi fatal para mi corazón, con mi Nessus. Nessus en astrología señala a la persona que más abusa de nosotros, física o mentalmente.

No fue amor a primera vista, ni atracción inmediata, pero sí me fue conquistando sutilmente en cada encuentro, con cada charla. Me atrajo, más que nada, la atención que me ofrecía, jugando al seductor.
Él me llevaba seis años, y para mis veintiuno, era una “cualidad” bastante atrayente. Daba la impresión de ser un hombre estable, que sabía lo que quería.
Recién se había independizado de la casa de sus padres, y mi admiración por los momentos de liberación ajenos, sin duda, terminó de atraparme.

Comenzamos una relación con muchos miedos: la diferencia de edad –y por supuesto de intereses-, la casi nula experiencia sentimental de él, y el riesgo de no saber en qué nos estábamos metiendo, fueron como impulsos que me empujaban a seguir adelante, en lugar de desistir.
Los primeros tiempos fueron bellos, pero difíciles.

Yo, una niña que idealizaba todo lo que veía, nunca supo callarse lo que le hierve por dentro, y así fue como lancé el primer “te amo” a alguien que nunca lo había dicho antes, que no sabía discenir cuándo lo sentía, y que convertía mis días en algo tan angustiante como esperanzador.
Con el paso del tiempo, claro que recibí la respuesta que esperaba, pero comencé a observar sus actitudes de Don Juan con otras mujeres, y, ante la inseguridad propia - sumada a lo que esa situación me generaba- inevitablemente estallaba en privado, en escenas de celos dignas de película donde cualquiera herviría un conejo. Sentía que cometía injusticias frente a mis narices y poco le importaba. Mis ataques de pánico eran supuestos métodos de llamar su atención, pero en realidad eran señales para mí misma.

Cuando yo iniciaba alguna pelea, basada en su libertinaje empíricamente observable, él hacía oídos sordos, me trataba de loca, de estar imaginando cosas, de equivocada.
Siempre era la que estaba equivocada. Y me juzgaba, por dios, qué infierno cómo me juzgaba.

Sin embargo, también me celaba. Cualquier cosa fuera de lugar era de puta, que un chico en un bar me invitara a tomar algo era mi culpa porque seguro lo provoqué.
Así, con toda su soberbia y tiranía de leonino acosador, vivía señalando con el dedo cada uno de mis errores, haciendo el papel del dictador que tiene poder sobre mí y sobre mi vida. Y vaya que sí lo tenía.
Cada discusión, terminaba conmigo llorando en un rincón de la habitación, mientras él, en lugar de disponerse a hablar, a hacer alguna concesión, a llegar a algún acuerdo, pedía que me fuera y se disponía a dormir, ignorándome.
Perdón, me corrijo: prácticamente imponía que debía irme. Porque no sugería, me daba órdenes, que sólo acataba cuando eran más fuertes que mis caprichos o que mis ganas de irme a dormir en paz. Y yo, sin más nada que el supuesto amor que le tenía -que lejos estaba de ser amor, descubriría años después- elegía quedarme sufriendo ahí, sin dormir, en lugar de alejarme para poder pensar con la mente fría y finalmente descansar.
Me obsesionaba hallar respuestas a sus actitudes, me obsesionaba él, su amor, su presencia. No confiaba en dejarlo solo y mucho menos confiaba en mí.
Así pasaron, en tres años, tantos momentos de violencia psíquica, que creo haberlos bloqueado (o quién sabe, quizás hasta sanado) de tanto dolor que mi autoestima estaba sintiendo. Se me estaba rajando el alma, y yo no tenía la mínima noción al respecto.

En el verano del 2007, luego de mi cumpleaños, nos fuimos juntos de vacaciones.
Haría una lista de las situaciones que viví sola, como ir a bucear, por ejemplo, o salir a pasear por la feria de artesanos, y de las actitudes frías que tuvo para conmigo, que yo veía, pero que tenía la esperanza de que fueran pasajeras. Prefería ignorarlas.
No quería que nos sacáramos fotos juntos, ni hacer cosas a solas, mucho menos tener sexo. Siempre estaba de mal humor, y tratándome de inferior, de la que hacía las cosas mal, la que tenía ideas ridículas.
Fueron las vacaciones del infierno.

Volvimos y, como era de esperarse, me dejó.
Yo no comprendía nada, hice que me jurara que no era por otra mujer, lloré día y noche con el corazón hecho añicos, casi entre las manos. Ni siquiera tuvo la valentía de ser honesto.
Tenía tal agujero en el pecho, que creía que efectivamente el amor –o en este caso, su ausencia- podía llevarme a la muerte.
Soy una persona que se regenera rápido y olvida el pasado sin dificultad, pero él me había dañado tanto, que ni yo misma entendía lo que estaba pasando conmigo.

Y lo que pasó, según supe tiempo después, fue que un mes antes de irnos de vacaciones, ya estaba saliendo con una compañera de trabajo, de la cual yo sospechaba.
Entonces pude atar cabos y terminar de cerrar la historia que tan maltrecha me había dejado.
Tremenda ceguera había permitido que él me provocara. Qué bendición fue que decidiera alejarse.

Ahora, muchos años después, puedo ver cómo gracias a esa relación, y a la mierda que viví generada por ese hombre, aprendí que lo principal es el amor propio, que nos hace poner límites y saber hasta dónde permitimos que el otro nos afecte.
Aprendí a valorarme, y a salir a flote, después de haber sido arrastrada a las profundidades del abismo, un abismo que me da vergüenza comparar con el de las mujeres que sufren violencia física.
Yo la saqué barata.

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