23 de noviembre de 2016

Pesadillas.

En la búsqueda por sanar y amar mi oscuridad para transformarla en algo constructivo y dejar de vivir en un infierno autoprovocado, me encontré con la psicóloga ideal para mí. No sólo puedo trabajar todas las mierdas de las que soy consciente, sino que también analizamos mis sueños.

Quiero aclarar que el análisis de los sueños, para mí, no sólo es algo muy profundo y revelador, sino que no se atiene a las normas básicas de "Soñaste con un abedul, vas a tener que podar los árboles del frente de tu casa." Cada persona es un mundo y el mismo sueño tiene infinitas maneras de comprenderse de acuerdo a la historia personal de quien lo tiene. Tengo mucha facilidad para mezclar lo que sueño con la realidad. A veces es un problema, sí. También es normal que tenga pequeñas alucinaciones en la fase de adormecimiento y luego crea que pasaron en verdad. Muchas veces me desperté preguntando qué había pasado con tal situación o preguntando algo al respecto y la gente se me queda mirando como si acabara de llegar de otro planeta, descolocada.

Suelo tener el sueño muy liviano y descanso mal, pero cuando por fin puedo soñar, tengo pesadillas. Me pasa hace semanas y no hay noche en la que -en algún momento- me despierte asustada.
Puedo echarle la culpa a las películas de terror para creer que la causa es externa, pero sé muy bien que estoy liberando tantos miedos, que por algún lado tienen que expresarse.

Anoche soñé -entre otras pesadillas- que me disparaba en la cabeza. Recuerdo la imagen de estar metiéndome una escopeta chica en la boca, y amenazar a mi madre (creo que era ella, en estas cosas nada es seguro) con que dispararía. Luego, la sangre que sale por detrás de la cabeza enchastrando todo. Sigo sin confirmar que fue 100% un sueño, si mezclé pensamientos racionales, imaginación, o lo que sea, porque todo el ambiente me resulta muy extraño. Pero me intriga el porqué, el motivo que lleva a mi mente a asustarme así, a comunicarme algo que sé muy bien qué es y no me animo a reconocer.

Estoy matando muchas cosas en mi vida y hay otras de las que me cuesta mucho despedirme, así sea por mera estabilidad o porque aún no es el momento, pero lo estoy haciendo. Necesito gestar cosas nuevas y para hacer lugar hay que dejar que otras se mueran. Sobretodo si me hacen daño.

Me culpo mucho. Señalo con mucha firmeza todo lo que hago mal y me cuesta perdonarme, entender que no soy perfecta, aceptar que no quiero repetir historias y que por eso tengo que aceptar que me equivoco, que tengo miedos, que estoy creciendo, que escribo esto y lloro como una pelotuda porque en realidad es la primera vez que sé lo que me está pasando. Me frustro y me enojo conmigo misma y me olvido de tenerme paciencia, de tratarme con amor. Siempre creo que soy la equivocada y tengo que preguntar si lo que siento está justificado o de nuevo estoy experimentando emociones basadas en un juicio personal y no "lógico".

Todos nos quisimos morir alguna vez. Normalmente para dejar de soportar algún dolor, como salida fácil. Algo duele tanto, tan en el fondo del pecho, que no te lo podés sacar ni con el abrazo de tu vieja, que supuestamente cura todo, como el tiempo.

Lo que yo tengo es miedo a ser feliz, miedo a sentir porque conozco la intensidad con la que soy capaz de hacerlo. No es miedo al futuro, al dolor, no es miedo a sufrir. Tengo miedo a ser feliz, a no tener razón de que siempre termino arruinando todo.

Anoche soñé que me mataba.
Y es que hay cosas de mí que realmente quiero que se mueran, porque están ocupando el espacio que otras necesitan para vivir.

21 de noviembre de 2016

¿Por qué es tan bueno?

No estamos acostumbrados a la felicidad. Le tenemos miedo, se podría decir que hasta la esquivamos.

No nos tenemos el amor suficiente como para sentir que merecemos las cosas buenas que nos pasan. Creemos que solamente aprendemos cuando sufrimos, que si no hay dolor no podemos ser felices, que el camino hacia aquella tan ansiada e idealizada felicidad sólo es válido cuando está lleno de piedras, pozos y fantasmas.

Nos cuesta entender que la felicidad no es una meta, sino que es el camino. Que no es un lugar al que llegar ni un deseo que pedir cuando vemos una estrella fugaz: la felicidad es una manera de vivir que aumenta cuando somos agradecidos por lo que tenemos y por el libre albedrío que nos permite elegir cómo vivir. Felicidad es saber elegir lo que nos hace bien y no tener vergüenza por ello. Hacernos cargo de nuestras vidas.

Estamos tan destruídos como sociedad, que no creemos en la gente buena, en las acciones desinteresadas, tampoco creemos en el amor. Mucho menos, que somos seres capaces de recibirlo, merecerlo, contenerlo. Darlo.
Somos tan desconfiados, que abrirnos a ser vulnerables ante alguien genera una alerta para nuestro autoinmune miedo al dolor.

Cuando alguien es bueno con nosotros, dudamos. Analizamos todos los riesgos y las posibilidades de que el otro esté actuando bajo interés o mintiendo, por ejemplo. Evaluamos nuestra historia para encontrar un bache o descubrir la trampa, pero no hay caso: la única trampa está en nuestro ego, que se cree con autoridad como para dictaminar que el otro no está siendo honesto porque, claro, nadie es honesto y bueno en este mundo. Menos con nosotros, ¿por qué habría de serlo? ¿Quién soy yo para que el otro me de tanto? Es la única manera en que un ego herido sabe actuar: creyendo que te protege, diciéndote al oído que vos no sos nada de todo eso que te dicen que valés. Nos preguntamos porqué alguien es tan bueno con nosotros, como si no fuéramos lo suficiente. ¿Suficiente qué? ¿Suficientemente buenos, carismáticos, lindos, inteligentes, pijudos, tetonas?

La desconfianza ante las cosas hermosas de la vida hace que desaparezcan.

Y entonces un día algo nos sacude.
El ego se dobla en posición fetal en un rincón y se calla la boca.
Empezamos a cuestionarnos porqué nos cuesta tanto entender que la vida es mágica y maravillosa, o ver que "tenemos" todo lo que siempre quisimos porque nos lo supimos proveer. O que el universo trajo, entre su magia, a todas las personas de las que amás estar rodeada. Aunque jamás te hayas imaginado estar lejos de tu familia, de repente estás sintiéndote entre ellos, como en casa.
Un día abrazás con toda tu Alma a todo lo que te trajo hasta acá y le agradecés, lo dejás ir tranquilo, sabiendo que no serías quien sos hoy sin esa experiencia. Y abrazás más fuerte a todo lo que elige quedarse a tu lado y a eso que elegís cuidar: ideas, proyectos, lugares, canciones, personas.

Entonces te das cuenta que estás bailando una canción que podría participar de la escena de la película más linda que viste, mirando las estrellas adentro de un abrazo o comiendo frutillas con merengue desde un bowl que tiene dos cucharas.