11 de agosto de 2014

Pensar o no pensar, ésa es la cuestión.

Cuando pasás el 98% de tu día, y de tu vida, pensando, llega un momento en el que necesitás tomar aire, y alejarte hasta de vos misma.

Te cuesta aprender a acallar la mente, por eso amás tanto los silencios. Todo tipo de silencios.
El que hay cuando llegás a tu casa. El que provocás mientras cocinás, sin escuchar nada más que tu respiración o los ruidos de los utensilios. El que buscás en la naturaleza. El que compartís.

Me resulta muy cómodo compartir silencios con otras personas, y me resulta muy extraño que eso me sea cómodo, ¿Me explico? En sí, es raro que el silencio con otra persona sea cómodo. Pero por esas cosas de la vida, hay personas con las que sí lo son, y otras con las que no. Calculo que será una simple cuestión de afinidad.

Pero, cuando te das cuenta que esa cantidad de personas va en aumento, abrís los ojos a una nueva perspectiva: hay algo que estuvo cambiando, y ése algo fuiste vos.

Te sentís cómoda con vos misma, en silencio. Éso es.
Cuando uno ya no necesita estar bombardeándose con música, o con el televisor, es porque llegó a un punto de suma importancia en la relación consigo mismo: el conocerse, el saberse dueño de su propia mente, y de su propia vida.

Me silencio a diario, porque lo necesito tanto como al aire puro, me es vital. Me silencio, porque pongo a prueba mi propio poder, el de decirme que ésta vez voy a dejar que todo fluya, y voy a evitar pensar de más.

Me silencio, porque siempre necesité saber que todo estaba bajo control. Siempre traté de estar al tanto de todo en mi vida, y eso lo único que hace es quemarte las neuronas. No podés controlar todo, no.
Hasta que aprendí que las cosas que no puedo controlar, o que no permiten ser controladas bajo ningún aspecto, son las mejores del mundo. Porque son las que te liberan. Las que te dejan tranquila, las que te dicen que confíes en que todo va a estar bien.

Claro que no siempre se puede.
El overthinking siempre está ahí acechando, esperando ése espacio de tiempo en el que aceptamos volver a sabotearnos. Pero no.
Una vez que sabés de dónde viene, podés empezar a cerrarle, aunque sea un poco, la puerta.
Entrás en su área: sabés que lo hace por tus inseguridades, por los traumas de tu infancia, por las heridas que no curaste, por la armadura que te viste ante algunas personas, o por algún miedo idiota.
Tenés que saber de dónde viene. Y una vez que lo hiciste consciente, no podés ser indiferente.

Conociendo las causas de mis ataques de pánico, por ejemplo, me es mucho más fácil controlarlos, e, incluso, conocer mis actitudes al respecto, y hasta en qué circunstancias me pueden agarrar.
El tema está, en que hay veces en las que debo dejar de observarme. Porque lo hago todo el día. All the god damn day.

En fin, es así: conocés la causa, atacás donde más le duela a tu inconsciente.
Empezás a cazar y desandar tus propios patrones. Hay que desaprenderlos para hacer lugar, para permitirnos ser quienes realmente somos.

Si tan sólo supiéramos cómo ganarle las batallas a nuestro inconsciente, sería mucho más fácil. Sin embargo, no apreciaríamos los procesos mediante los cuales él se encarga de ponernos de culo frente al mundo, para que solitos hagamos de esas marcas, una ventaja, un aprendizaje. Para que las superemos.

Y así transcurre toda la vida: los bloqueos, patrones, patologías, miedos y todas esas cosas de las que el inconsciente se encarga, se van superando; pero también van apareciendo otros nuevos, ya que nunca dejan de generarse, porque somos seres complejos, nuestra naturaleza es así.

Creo que ésa es la maravilla.

Aprender a lidiar con nuestros demonios, en lugar de encerrarlos.
Abrirles la puerta cuando ya no podemos aprender más de ellos.
Desaprender los viejos patrones para liberarnos.
Y salir a vivir el mundo, porque si seguimos pensando, nos acobardamos y no aprendemos nada.

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