24 de abril de 2018

Estaba sentada en un banco alto o parada, no recuerdo bien. Miré hacia abajo y tenía sandalias marrones, de esas atadas. Mi túnica era blanca con adornos bordados en dorado, en los bordes de las mangas. Frente a mí, varios hombres y uno en especial que me desafiaba. Yo tenía poder interno y él tenía poder político, se creía más poderoso por eso.
Me miraba sonriendo cínicamente y yo me enojaba, no sabía controlar la ira que me provocaba.

Miro mis manos y sobre cada dedo flotaba una estrella, que luego se convierte en un planeta: estaba manejando energía universal, lo sabía todo. Antes del descubrimiento de los planetas más alejados, yo ya sabía que existían, pero nadie me creía, nadie me escuchaba. Mejor dicho, sí, me escuchaban cuando respondía sus preguntas pero no les interesaba nada más, nada más que lo personal, que la ayuda hacia ellos mismos. Yo tenía mucha información que nadie supo valorar.
Y en la Grecia helenística los hombres no confiaban en todo lo que los oráculos tenían para decir, porque sólo querían escuchar si ganaban o perdían, todo lo demás era relevante y yo encima era mujer.

Volví a mirar hacia abajo mientras acariciaba una serpiente y la provocaba para que me mordiera la mano: era así como sabía todo. En lo más recóndito de mí tenía las respuestas pero debía permitir que me mordieran, que la Pitón me hiciera abrir más los ojos, que algo me doliera para obtener la verdad. Y es así, la verdad siempre duele, sobretodo cuando sos inmortal. Como la verdad de ver a Grecia destruída después de 600 años, la verdad de que jamás me entregaría a los romanos, ni le daría la razón a ese traidor, al que me miraba dentro del oráculo. Y me fui. Me senté a llorar en un rincón y simplemente me fui.

Cuando llegaron los soldados encontraron mi cuerpo sin vida y yo los miraba desde lejos con el alma