19 de octubre de 2014

Nos estamos muriendo.

Nos estamos muriendo constantemente. Siempre. A toda hora. Desde que se plantea nuestra existencia en la mente de nuestros padres. A cada momento.
Estamos diseñados para morir.
Somos concebidos, nacemos, crecemos, fallecemos.

Nos estamos muriendo cuando cumplimos años. Estamos un año más cerca de dejar de existir como seres humanos.

Nos estamos muriendo, en partes, constantemente.
Nuestra niñez muere para darle paso a la adolescencia, ésta muere para darle paso –en el mejor de los casos- al adulto, el adulto muere para dejarle lugar al anciano.
El anciano muere, para hacerle espacio…a otro ser humano en la tasa de natalidad.

Nos estamos muriendo cuando tenemos un orgasmo.
Cuando somos padres, cuando terminamos un libro (vaya muerte terrible si las hay), cuando cambiamos de trabajo, cuando nos separamos de alguien, cuando nos mudamos.
Estamos muriendo y renaciendo constantemente, porque el universo es cíclico, porque todo es dual, porque no hay muerte sin vida y viceversa.

Nos estamos muriendo cada día, a cada hora, en cada minuto.
Creemos que vivimos, cuando lo único que estamos haciendo, es estar más cerca de la muerte.
Podría extenderme tratando de filosofar de qué se trata la muerte en sí, pero no es el asunto que me compete ahora mismo.

Quiero dejar en claro, que nos olvidamos, que nos ocultan, que nos hacen creer que está todo bien, que la felicidad es el fin último de la existencia, que la risa nos salvará, que las cosas pueden esperar y podemos dejarlas para después, cuando, al fin y al cabo, todos nos vamos a morir, y nada de lo que no hiciste en esta vida, podrá ser llevado a cabo cuando abandones todo atisbo de vitalidad.

Hay personas que viven con el terror de la sola idea de su propia muerte. Personas que ignoran tal conocimiento. Personas, como yo, que se obsesionan con cualquier proceso de vida-muerte-vida, y que se dedican a estudiar a fondo, de investigar o al menos se intentan explicar de qué se trata todo esto.
Y que nunca llegan a ninguna conclusión tangible, porque la muerte es como la vida, incorpórea, es un concepto, es algo que viene y se va cuando quiere, es como el aire, pero inesperada. O esperada, ya no sé.

Algunos dejan huella, algunos pasan desapercibidos. Todos mueren. Todos tenemos el mismo final.

Nos estamos muriendo y no nos damos cuenta.
Y en el vértigo del que abre los ojos a esta realidad, solemos actuar como desesperados.
Pensamos que hay que vivir la vida al máximo, exprimirla, correr tras lo que nos provocará alguna satisfacción, que siempre será momentánea, porque todo lo bueno se acaba, porque la soledad y el desasosiego de haber obtenido tan rápido lo que deseabas, te dejan al borde mismo del abismo de algún tipo de muerte.

En el camino que hacemos con las ansias de comernos el mundo, lastimamos al resto, hacemos daño, somos egoístas.
Sólo cuando entendemos que las personas que nos rodean, también se van a morir, podemos tener un pequeño dejo de lucidez, que nos permite actuar sin tener que herir al otro, pedir perdón, conocer la ley del karma, intentar hacer lo mejor que podemos en el camino hacia nuestras metas, objetivos, sueños. Porque estamos acá para aprender, calculo yo, hacernos cargo de nuestra propia vida, y, por ende, de nuestra propia muerte.

Nos estamos muriendo. Quería recordárselos.

La felicidad es efímera. Lo bueno es efímero. La vida es efímera.

Nos estamos muriendo por hacerle culto a un cuerpo físico, a un cuerpo mental, olvidándonos de intentar, por lo menos, averiguar si hay algo más allá, si hay algo después de esto, si venimos con alguna finalidad última o es un simple viaje de placer y autoconocimiento, que luego se perderá entre los cajones y la tierra de algún ridículo cementerio.

Nos estamos muriendo y nos enseñan, entretanto, a ser buenas personas.
Nos enseñan cuestiones éticas, morales y sociales, que sólo aniquilan poco a poco nuestra naturaleza salvaje, e intentan moldear un lado más amable y apacible.

Pero preciso recalcar, que no hay nada más vivo y más seductor, que un ser humano con plena conciencia de su origen, de su ferocidad, de su mortalidad. Porque eso no quiere decir que sea mala persona, sino todo lo contrario. (¿Qué es ser buena persona??)

Nos estamos muriendo, y no hay nada más necesario que darnos cuenta de ello.

En el trayecto hacia la muerte, que dura toda la vida, podés aprovechar a hacerte dueño del camino, a saber que tenés libre albedrío para elegir, a correr, a cantar, a bailar, a deleitarte con un buen plato de comida, a gritar cuando pasa el tren, a aventurarte, a no perder oportunidades significativas, a respirar con fuerza, a abrazar, a viajar, a nadar, a reír, a leer, a escribir, a moverte, silenciarte, escucharte, conocerte, descubrirte.

Y creo que el amor viene como un bálsamo, a tratar de sacarnos un poco del hastío que nos genera saber que, hagamos lo que hagamos, igual nos vamos a morir.

Entonces no queda otra que impulsarnos a dar amor, a recibirlo, a perdernos un poco en el otro, creyendo inútilmente, que así podemos dejar de ser tan volátiles.
Cuidarlo, como si eso lo protegiera de desaparecer algún día.
Podés aprovechar a arriesgarte cuando vale la pena alguien que pueda hacer de tu camino tan corto, algo un poco más eterno. Y te haga compañía, y te haga creer que no estás tan solo.

Es todo una ilusión, y es todo tan efímero, y es todo tan sencillo, y es todo tan complejo cuando lo tergiversamos.

Porque cuando sabés que, de un momento a otro, podés dejar de existir, aprendés a mirar la vida con otros ojos.
Con los ojos del que descubre la magia de cada día como si fuera un niño, con las ansias de buscar esos momentos –aunque efímeros- de felicidad, con el ímpetu para llevar adelante todo aquello que se te ocurre lograr, porque, al fin y al cabo, haya reencarnación o no, ésta vida es una sola.

Y desperdiciarla sin aprovechar el conocimiento, el empoderamiento que nos da sabernos mortales, me parece una idiotez.

No hay comentarios: