3 de julio de 2015

Capítulo II.


Pensé en que debía mantener fresco el resto del ciervo que no había podido comer, y la obviedad de la falta de sal me hizo abandonar toda la idea.
Mi sentido común sólo me permitió enterrar el sobrante en algo parecido a una cueva, cubrirlo con la piel y esperar a que regrese el apetito, entonces volvería más tarde a observar mi suerte.
Sabía que tenía que encontrar donde guarecerme antes de que caiga el sol, así que no podía quedarme quieta. Seguí mi camino -aquel sin rumbo alguno- pero marcando con huellas la ruta de vuelta hacia la carne.
Cuando estuve bastante cansada de vagar, encontré un pequeño arroyo. Me senté a descansar y a tomar agua, para recuperar algo de energía.
Ningún ruido se asemejaba a alguna ruta o ciudad, con el tiempo el ambiente se tornaba más espeso y el poco cielo que podía divisar se cernía sobre este arroyo, y debía transitar prácticamente sobre él si quería guiarme por las estrellas o al menos la luna.
Mis oídos se agudizaron cuando escuché unos pasos. Quedé inmóvil, sin saber si sentir alivio o pavor. Los pasos eran humanos, no había duda de ello.
Giré mi cabeza y él estaba detrás de mí, erguido con una firmeza sublime y una atractiva hombría salvaje, cargando unas flechas en la espalda y arco al hombro. Llevaba unas pieles y algo más que no llegué a distinguir.
Tenía la mirada puesta en mí, y lo hacía con insistencia, con intensidad. Lo noté decidido.
Lentamente se fue apoderando de mí otro tipo de apetito. Encendió un fuego que yo desconocía.
Me generaba temor, sabía que no vendría a ayudarme, que algo trágico planeaba para mí, y si no lo sabía y lo estaba imaginando, de todos modos salir corriendo iba a ser la mejor opción, por lo menos si quería seguir manteniendo la poca integridad que me quedaba.
Sin embargo, no podía quitar la vista de sus simples y abrumadores ojos marrones, tan comunes. Decían todo y a la vez no decían nada. Eran dos huecos, dos vacíos que se llenaban de significado sólo si él lo permitía.
Se acercaba lentamente y mi cuerpo se desvanecía por dentro.
Un rayo de sol le iluminaba algunas canas de la barba, y recortaba su figura en el verde del entorno. Tenía pecas, sutiles pecas sobre la nariz blanca, que parecían constelaciones salpicadas en la vía láctea de su piel.
Recuperé el aliento y volví a mí. Me había perdido en su tierra y debía regresar a la mía.

Entonces eché a correr.

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