Pensé en que debía mantener fresco el resto del ciervo que no había podido comer, y la obviedad de la falta de sal me hizo abandonar toda la idea.
Mi sentido común sólo me permitió enterrar el sobrante en
algo parecido a una cueva, cubrirlo con la piel y esperar a que regrese el
apetito, entonces volvería más tarde a observar mi suerte.
Sabía que tenía que encontrar donde guarecerme antes de que
caiga el sol, así que no podía quedarme quieta. Seguí mi camino -aquel sin
rumbo alguno- pero marcando con huellas la ruta de vuelta hacia la carne.
Cuando estuve bastante cansada de vagar, encontré un pequeño
arroyo. Me senté a descansar y a tomar agua, para recuperar algo de energía.
Ningún ruido se asemejaba a alguna ruta o ciudad, con el
tiempo el ambiente se tornaba más espeso y el poco cielo que podía divisar se
cernía sobre este arroyo, y debía transitar prácticamente sobre él si quería
guiarme por las estrellas o al menos la luna.
Mis oídos se agudizaron cuando escuché unos pasos. Quedé
inmóvil, sin saber si sentir alivio o pavor. Los pasos eran humanos, no había
duda de ello.
Giré mi cabeza y él estaba detrás de mí, erguido con una
firmeza sublime y una atractiva hombría salvaje, cargando unas flechas en la
espalda y arco al hombro. Llevaba unas pieles y algo más que no llegué a
distinguir.
Tenía la mirada puesta en mí, y lo hacía con insistencia,
con intensidad. Lo noté decidido.
Lentamente se fue apoderando de mí otro tipo de apetito.
Encendió un fuego que yo desconocía.
Me generaba temor, sabía que no vendría a ayudarme, que algo
trágico planeaba para mí, y si no lo sabía y lo estaba imaginando, de todos
modos salir corriendo iba a ser la mejor opción, por lo menos si quería seguir
manteniendo la poca integridad que me quedaba.
Sin embargo, no podía quitar la vista de sus simples y
abrumadores ojos marrones, tan comunes. Decían todo y a la vez no decían nada.
Eran dos huecos, dos vacíos que se llenaban de significado sólo si él lo
permitía.
Se acercaba lentamente y mi cuerpo se desvanecía por dentro.
Un rayo de sol le iluminaba algunas canas de la barba, y
recortaba su figura en el verde del entorno. Tenía pecas, sutiles pecas sobre
la nariz blanca, que parecían constelaciones salpicadas en la vía láctea de su
piel.
Recuperé el aliento y volví a mí. Me había perdido en su
tierra y debía regresar a la mía.
Entonces eché a correr.
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