Yo tenía 18 y él, L., 23.
Terminamos besándonos por primera vez luego de un recital, en un bar, borrachos, después de confesarle que soñaba con mudarme lejos, intercambiar collares (?) y volcarle vino en la entrepierna.
Lo había conocido un par de meses atrás, en la facultad.
Era alto, morocho, tenía una onda increíble, nos gustaba la misma música, sabía inglés, lo sentía muy culto. Pero nunca me había atraído hasta esa noche en la que, sin darme cuenta, terminamos enredados. Y digo enredados porque no encuentro otra palabra que defina mejor lo que pasó.
Nunca guardé recuerdos tan bien como los que creé con él.
Me hice muy amiga de una chica que resultó ser… su novia. No lo podía creer, lo chico que era el mundo. Siendo ambos de diferentes ciudades, el destino me escupía en la cara que todo lo que él vivía no era conmigo. No iba a ser conmigo, jamás.
Un poco más tarde en mi historia lo agregué a Facebook.
Ya era más adulta, estaba “todo bien”, no había dolor, no había expectativas ni interés. Pero siempre quedó la semillita de lo que no pudo ser, señalándome que no fui la elegida. Que yo sí lo hubiera elegido para toda la vida, con mi inocencia de los 18 años y los probables errores que eso habría generado, pero no lo hubiera dudado ni un segundo. Mi intensidad y yo le hubiéramos dado todo, quizás hasta quedarnos sin nada y morirnos en un vacío inimaginablemente peor de aquel en que quedé luego de haberle compartido mi corazón durante alrededor de 60 días de mi existencia.
Hacía unos meses él se estaba viendo con una chica, y eso ya fue suficiente culpa para mí. Pero no lo pude evitar y me fui enganchando. Había algo magnético, algo que nos empujó a ese enredo la noche del recital y que no sabíamos cómo resistir y, mucho menos, como desenredar. Al menos yo, que estaba sintiendo cosas que jamás había sentido por ningún noviecito de la secundaria.
Sé que pequé de romántica, pero nunca quise ir más allá de los besos, por respeto a mí misma (ser la segunda no era de mi agrado) y por respeto a la otra chica, también. Albergaba la esperanza de que algún día todo se terminara entre ellos y yo celebrara con todo mi cuerpo haber sido la elegida.
Y una noche creí que ese momento había llegado.
L. le estaba enviando un correo para finalizar todo. Un correo o mensajes por Messenger, no recuerdo, porque era 2001 y los celulares no se usaban como ahora.
Sonaba Patience, de Guns n´Roses y creí que sonaba para mí.
24 años después me doy cuenta que no. Que no era a mí a quien L. le pedía paciencia. A ella tampoco.
Me dejó de responder las llamadas unos dos meses después de ese primer beso. Después de noches largas de trabajos de la facultad juntos, de canciones de Gorillaz, Linkin Park y videos de Staind en MTV. Después de salidas a otras ciudades con amigos, nuevas borracheras y promesas de amor que nunca verían la luz del sol. Después de ir al cine juntos, de cenas, de abrazos interminables, de dormir en camas que siempre nos recibieron vestidos.
Un amigo en común me terminó contando, para sacarme de la incertidumbre, que L. se estaba conociendo con una compañera de trabajo. Era a ella a quien le estaba pidiendo paciencia.
No era la anterior, era otra. Un player tremendo, una buena jugada.
Pero mi yo de 18 años no podía parar de llorar. El dolor era insoportable. La decepción, también. Sentía que me habían arrancado del pecho todo aquello que me había permitido sentirme viva alguna vez. Que las posibilidades de conocer alguien tan maravilloso y que me diera bola se reducían a cero, porque si no lo merecía a él, que me había parecido increíble, entonces no me merecía a nadie.
Me había enamorado por primera vez, me habían ghosteado (no por primera vez, siempre me atrajeron los cobardes), pero me habían roto el corazón de manera monumental. Por primera vez. Y fuerte. Era serio.
Aunque intenté seguir mi vida, y aparecieron nuevos amores, novios y otra facultad, pasaban los años y yo estaba segura de que él había sido the one. El indicado, el único con el que sería capaz de casarme. Yo, que no quería saber nada con ese tipo de compromisos, por él lo hubiera hecho todo. Menos mal que no fue.
Tres o cuatro años después se sumó a la misma facultad donde estaba yendo yo. Y cada vez que lo veía, aunque intentaba mantener la compostura, me desarmaba por dentro. Mierda, soltame. O quedate para siempre.
Tuvieron que pasar otro par de años para reencontrarnos. No recuerdo cómo fue, pero comenzamos a hablar por Messenger y su juego comenzó nuevamente. Yo sabía que se había casado y separado, y yo estaba soltera hacía unos meses. Era el momento perfecto para volver. Yo seguía enredada, como si el tiempo no hubiera pasado jamás.
Pero mis carnadas nunca funcionaron. Aunque nos enviábamos mensajes de texto si nos veíamos de noche en algún boliche, las promesas nunca se concretaban. El corazón había caído en la trampa y, claro, él estaba con alguien.
Un par de años después la vida nos volvió a cruzar. El enredo seguía activo como una maldición que sólo me afectaba a mí.
Pero yo estaba de novia, sin consciencia del desamor que había sucedido pero sí me embrujaban los nervios al cruzarlo en algún evento.
Cuando se separaron, dejé de saber de él. Creo que por ahí fue que sentí que me desenredé, por fin.
Ese vacío que se activó las veces que me escribió para consultarme cosas sobre Uruguay, porque me puse tan nerviosa como esa Ale de 18 años, temiendo que la herida se despertara con esas palabras sueltas y desinteresadas. Era miedo, un miedo que mi mente no entendía pero que mi cuerpo utilizaba para defenderse.
Nadie se va a acordar de mí ni de él en unos sesenta años, ni va a saber nuestra fugaz historia -probablemente más mi historia que nuestra- ni va a entender cuánto me gusta escuchar Patience y, al mismo tiempo, cuánto me sigue haciendo llorar.
Porque cuando se fue, Quirón estaba transitando sobre mi Luna. Porque la primera herida de desamor debe ser igual de profunda y dolorosa que la última. Porque con Quirón las cosas no se sanan, se trascienden. Y se necesita tiempo para entender de esa trascendencia a nivel corporal.
No me interesaría volver a verlo, mucho menos intentar algo. Él no es el mismo, yo mucho menos. Formé una familia que amo. Y tengo demasiada terapia encima como para saber que él no es lo que me duele, sino mi niña de 18 años que nunca pudo procesar no haber sido la elegida, que nunca entendió cómo alguien pudo haber sido tan cobarde y poco considerado. Lo que me jode ahora es no haber procesado, en su momento, las emociones y el dolor de haberle importado tan poco a la persona que más me había importado a mí.
O tal vez sea simplemente un reflejo de abandono de la herida paterna que disfrazo con L. espejando la misma inmadurez e indiferencia que siempre sentí de parte de papá.
Quizás Patience vuelve a recordarme de vez en cuando que su mensaje era la vida misma diciéndome que ya iba a llegar alguien con quien sí compartirlo todo y sólo debía tener paciencia, just a little patience. Que podía volver a abrir el corazón sin miedo a que me abandonen porque ya no soy esa niña, no estoy en el pasado y puedo poner límites. Que voy a estar bien. Que voy a sobrevivir al dolor más profundo de mi juventud.
Pero en ese momento, yo no lo sabía y no lo hubiera creído tampoco.
No hay comentarios:
Publicar un comentario