Desde chica, la muerte fue un tema muy atractivo para mí.
No le tengo miedo a mi muerte, para nada.
Obviamente, como todos los mortales, sí le temo a la de mis seres queridos, y a cualquier tipo de sufrimiento.
Pero en sí, tener miedo de morir, me pasó una sola vez cuando era chica: escuchaba las noticias de la guerra del Golfo y me imaginaba que nos iban a venir a bombardear a nosotros e iban a hacer volar la Esso y chau buena vida.
Era chica, repito, no sabía ni entendía una goma.
Con el correr del tiempo, le perdí el miedo a mi propia muerte. De hecho, tampoco la pienso ni es algo que me ocupe la cabeza.
Tengo pánico, si -y debe ser en compensación del miedo que por mí no tengo- de que me falte la gente que amo. De que sufran. De no poder hacer nada por ellos en alguna situación extrema.
Y yo amo con fiereza, con todo lo que soy, doy todo lo que tengo.
Y saber que aún así se van a ir, que yo no voy a poder frenar ningún proceso, que todo es inevitable, eso sí me atormenta.
Igual pueden pasar años sin que retome el tema en mi cabeza, es una cuestión que me volvió ahora, porque me atraen los cementerios y anduve sacando un par de fotos por ahí, husmeando adónde termina la materia...
En fin, también puedo disimular perfectamente, cuando alguien está mal, cuánto me afecta, y cuánto quisiera tener un polvito mágico que arregle todo.
Puedo disimular un poco, así, en vida, cuánto me mueven el alma algunas personas.
Hasta que me doy cuenta de eso: que esto es la vida, y que disimular es una pérdida de tiempo.
Nada mejor que decirle a las personas indicadas, que no querés que te falten nunca, nunca más.
Ni en esta vida, ni en ninguna otra.
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