9 de septiembre de 2021

Siempre hay un precio que pagar

A veces me paralizo ante la hoja en blanco.

Quisiera ser Loki, tener el don de la verborragia y el disfraz aunque no tenga nada para decir. Pero el problema es que siempre siento que tengo algo que escupir.

El universo que se mueve dentro no encuentra vía para la expresión, y eso que siento que nací para esto: para dejar salir las palabras.

Este espacio siempre ha sido el lienzo en blanco de muchos años de búsqueda personal, de autoconocimiento, de permitirme vomitar todo eso que me rugía dentro. Y lo abandoné, como en la vida se abandonan muchas cosas, por otras, por vergüenza, o tal vez porque preferí escribir más hacia adentro y mostrar menos hacia afuera. O porque convertí mi escritura en un trabajo de la mano de las estrellas.

Me pregunto, me sigo preguntando, qué es lo que a los que escribimos nos despierta las ansias de publicarlo, de mostrarlo, de editarlo, imprimirlo. Entregarlo. Creo que me respondo allí, en medio de esa búsqueda frenética de explicaciones, que lo que nace de mí no me lo quiero quedar para mí solita. Lo entrego, como entrego todo cuando amo, sin filtro. Con la esperanza de que llegue a un otro que sienta que lo necesitaba leer. 

O quizás es por simple narcisismo, y no hay tanta vuelta que darle.

Aunque eso es complejo, porque buscar lo simple es lo más complejo que existe. ¿Cómo van a ser las cosas así porque sí? ¿Cómo van a suceder sincronías que no tengan explicación? ¿Cómo puede ser que vivamos en un mundo carente de sentido, lleno de lógica y raciocinio solamente? ¿Cómo no vamos a creer que todo es complejo porque de otra manera no podríamos creer en la magia?

Soy intensa. Sé que he sido demasiado asfixiante, agotadora y extremadamente crítica conmigo misma. A veces lo sigo siendo, me es difícil dejarme en paz.
Sé que he sido todo lo que no quise ser y también lo que sí, e incluso sé que estoy agotada de reinventarme. Pero, otra vez, casi como al final de cada invierno, vuelvo a salir de la cueva. Lo necesito, ansío con una especie de hambre el contacto con el mundo exterior, aquel que detrás de una pandemia supo aislarnos mientras nos hacíamos pedazos.

Quiero encontrarme con mis amigas de toda la vida aunque estemos en diferentes países. Quiero invitarlas a cenar, compartir nuestras historias, las cosas extrañas que vivimos y lo ilógico que parece el mundo ahora. Quiero viajar, disfrutar de mil comidas diferentes, hablar todos los idiomas.

Quiero abrazar hasta que se me debiliten los brazos, reírme hasta la madrugada en lugar de vivir encerrada creando y trabajando, porque son mis zonas cómodas. Quiero volver a la incomodidad del mundo, de estar viva y de no entender nada.

En realidad estoy melancólica. Me siento como un tango grabado en un cassette cuya cinta se enreda y comienza a sonar graciosa. Me siento a destiempo, extrañando una ciudad de la que alguna vez huí, buscando un futuro mejor. Porque por eso nos vamos los que nos vamos: sentimos que el lugar donde nacimos no tiene mucho más que ofrecernos. Aunque en realidad somos nosotros los que ya nos cansamos de buscarle la vuelta.

Tal vez es verdad eso de que muchas personas buscan su lugar en el mundo, porque necesitan sentir que alguna casa, algún nuevo hogar, los espera junto a su sentido de pertenencia.

El problema es cuando sentís que nunca pertenecés a ningún lado. Que extrañás tu patria, lo que te hace argentina, pero no volverías. Que extrañás cada lugar que conociste, pero no te mudarías. 

Entonces es probable que lo que uno extrañe sea quien fue en un determinado momento y en un determinado lugar. Se puede volver a los lugares pero no a quien se fue, ni a sentir lo que se sintió.

Yo ya sabía que ese era el precio por vivir en otro país: el dolor del desapego y la distancia no se sana nunca.

Pero no me imaginaba que el dolor del paso del tiempo, tampoco.

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