1 de agosto de 2025

París huele mal.

Me demoré en el free shop.

Guardé las cosas en la bolsa de compras, apurada, metiendo mi campera ahí también. Agarré el ticket y fui caminando super rápido hacia la puerta de embarque. Por suerte no era la única, ya me había agarrado una especie de pánico de la sola idea de perder un vuelo (que no iba a pasar pero a mi mente le encanta exagerar).

Fue la primera vez que me senté sola en la hilera de asientos del medio en el avión, al menos de uno de los lados del pasillo y no en el asiento del centro.

Me senté, puse la mochila y la bolsa con las cosas del free shop (y mi campera) bajo el asiento delantero y me acomodé para dormir tan pronto despegáramos.

Un europeo de nacionalidad que supuse francesa o alemana estaba sentado al lado mío y se puso a mascar chicle. Dios, como odio el olor a chicle. Bah, al chicle y todo lo que representa. Soy muy exquisita con los olores.

En todo París lo único que me molestó de manera brutal fue lo fumadores que son y como el aire huele a cigarrillo en todos lados. Es insoportable.

Ahora tenía a uno con olor a chicle al lado y, adelante, un señor que parecía algo descompuesto.

Cada vez que me acercaba a su asiento, al agacharme buscando algo en mi mochila, sentía que JUSTO se había tirado un gas. Un pedo, digamos. Era insoportable y, al mismo tiempo, me recordaba a mis propios pedos cuando estoy mal de la panza. Pero esta vez sabía que no era yo.

Once horas y pico así, esperando que al menos el de al lado no creyera que era yo la que se cagó impunemente durante todo el viaje.

Por fin anunciaron que estábamos cerca de aterrizar en San Pablo. Fui acomodando las cosas de la mochila, saqué la campera de la bolsa y sentí el olor. Ese olor nauseabundo, a pedo podrido, estaba inundando mi campera de jean, la que me iba a poner para bajar del avión.

Y lo peor era que mi bolsa de compras rebalsaba de esa baranda insoportable.

Y ahí lo ví. Como si nada, campante, el queso camembert de Normandía que compré en el free shop era el dueño del olor a pedo que me ahogaba cada vez que me agachaba a acomodar o sacar algo de la mochila.

Ese olor que me hizo culpar al señor del asiento de adelante salía de MI bolsa.

Era yo.

Y la campera me delataba ahora.

Acomodé el queso y las compras dentro de la mochila y bajé del avión encanutando lo más posible el olor, pero ya era tarde. Yo era la que olía a francesa sin bañar, a queso, a pedo putrefacto.

Pobre el europeo de mi lado, que definitivamente debe haber creído que me la pasé descompuesta todo el viaje.

Y pobre mi marido, que hasta el día de hoy debe estar rezando que llegue el momento en que me termine el queso o que, por lo menos, siempre cierre la bolsa Ziploc dentro de la que lo guardamos.




PD: el queso es riquísimo, obvio.

21 de marzo de 2025

Just a little patience

Yo tenía 18 y él, L., 23.

Terminamos besándonos por primera vez luego de un recital, en un bar, borrachos, después de confesarle que soñaba con mudarme lejos, intercambiar collares (?) y volcarle vino en la entrepierna.

Lo había conocido un par de meses atrás, en la facultad.

Era alto, morocho, tenía una onda increíble, nos gustaba la misma música, sabía inglés, lo sentía muy culto. Pero nunca me había atraído hasta esa noche en la que, sin darme cuenta, terminamos enredados. Y digo enredados porque no encuentro otra palabra que defina mejor lo que pasó.

Nunca guardé recuerdos tan bien como los que creé con él.

Me hice muy amiga de una chica que resultó ser… su novia. No lo podía creer, lo chico que era el mundo. Siendo ambos de diferentes ciudades, el destino me escupía en la cara que todo lo que él vivía no era conmigo. No iba a ser conmigo, jamás.

Un poco más tarde en mi historia lo agregué a Facebook.

Ya era más adulta, estaba “todo bien”, no había dolor, no había expectativas ni interés. Pero siempre quedó la semillita de lo que no pudo ser, señalándome que no fui la elegida. Que yo sí lo hubiera elegido para toda la vida, con mi inocencia de los 18 años y los probables errores que eso habría generado, pero no lo hubiera dudado ni un segundo. Mi intensidad y yo le hubiéramos dado todo, quizás hasta quedarnos sin nada y morirnos en un vacío inimaginablemente peor de aquel en que quedé luego de haberle compartido mi corazón durante alrededor de 60 días de mi existencia.

Hacía unos meses él se estaba viendo con una chica, y eso ya fue suficiente culpa para mí. Pero no lo pude evitar y me fui enganchando. Había algo magnético, algo que nos empujó a ese enredo la noche del recital y que no sabíamos cómo resistir y, mucho menos, como desenredar. Al menos yo, que estaba sintiendo cosas que jamás había sentido por ningún noviecito de la secundaria.

Sé que pequé de romántica, pero nunca quise ir más allá de los besos, por respeto a mí misma (ser la segunda no era de mi agrado) y por respeto a la otra chica, también. Albergaba la esperanza de que algún día todo se terminara entre ellos y yo celebrara con todo mi cuerpo haber sido la elegida.

Y una noche creí que ese momento había llegado.

L. le estaba enviando un correo para finalizar todo. Un correo o mensajes por Messenger, no recuerdo, porque era 2001 y los celulares no se usaban como ahora.

Sonaba Patience, de Guns n´Roses y creí que sonaba para mí.

24 años después me doy cuenta que no. Que no era a mí a quien L. le pedía paciencia. A ella tampoco.

Me dejó de responder las llamadas unos dos meses después de ese primer beso. Después de noches largas de trabajos de la facultad juntos, de canciones de Gorillaz, Linkin Park y videos de Staind en MTV. Después de salidas a otras ciudades con amigos, nuevas borracheras y promesas de amor que nunca verían la luz del sol. Después de ir al cine juntos, de cenas, de abrazos interminables, de dormir en camas que siempre nos recibieron vestidos.

Un amigo en común me terminó contando, para sacarme de la incertidumbre, que L. se estaba conociendo con una compañera de trabajo. Era a ella a quien le estaba pidiendo paciencia.

No era la anterior, era otra. Un player tremendo, una buena jugada.

Pero mi yo de 18 años no podía parar de llorar. El dolor era insoportable. La decepción, también. Sentía que me habían arrancado del pecho todo aquello que me había permitido sentirme viva alguna vez. Que las posibilidades de conocer alguien tan maravilloso y que me diera bola se reducían a cero, porque si no lo merecía a él, que me había parecido increíble, entonces no me merecía a nadie.

Me había enamorado por primera vez, me habían ghosteado (no por primera vez, siempre me atrajeron los cobardes), pero me habían roto el corazón de manera monumental. Por primera vez. Y fuerte. Era serio.

Aunque intenté seguir mi vida, y aparecieron nuevos amores, novios y otra facultad, pasaban los años y yo estaba segura de que él había sido the one. El indicado, el único con el que sería capaz de casarme. Yo, que no quería saber nada con ese tipo de compromisos, por él lo hubiera hecho todo. Menos mal que no fue.

Tres o cuatro años después se sumó a la misma facultad donde estaba yendo yo. Y cada vez que lo veía, aunque intentaba mantener la compostura, me desarmaba por dentro. Mierda, soltame. O quedate para siempre.

Tuvieron que pasar otro par de años para reencontrarnos. No recuerdo cómo fue, pero comenzamos a hablar por Messenger y su juego comenzó nuevamente. Yo sabía que se había casado y separado, y yo estaba soltera hacía unos meses. Era el momento perfecto para volver. Yo seguía enredada, como si el tiempo no hubiera pasado jamás.

Pero mis carnadas nunca funcionaron. Aunque nos enviábamos mensajes de texto si nos veíamos de noche en algún boliche, las promesas nunca se concretaban. El corazón había caído en la trampa y, claro, él estaba con alguien.

Un par de años después la vida nos volvió a cruzar. El enredo seguía activo como una maldición que sólo me afectaba a mí.

Pero yo estaba de novia, sin consciencia del desamor que había sucedido pero sí me embrujaban los nervios al cruzarlo en algún evento.

Cuando se separaron, dejé de saber de él. Creo que por ahí fue que sentí que me desenredé, por fin.

Ese vacío que se activó las veces que me escribió para consultarme cosas sobre Uruguay, porque me puse tan nerviosa como esa Ale de 18 años, temiendo que la herida se despertara con esas palabras sueltas y desinteresadas. Era miedo, un miedo que mi mente no entendía pero que mi cuerpo utilizaba para defenderse.

Nadie se va a acordar de mí ni de él en unos sesenta años, ni va a saber nuestra fugaz historia -probablemente más mi historia que nuestra- ni va a entender cuánto me gusta escuchar Patience y, al mismo tiempo, cuánto me sigue haciendo llorar.

Porque cuando se fue, Quirón estaba transitando sobre mi Luna. Porque la primera herida de desamor debe ser igual de profunda y dolorosa que la última. Porque con Quirón las cosas no se sanan, se trascienden. Y se necesita tiempo para entender de esa trascendencia a nivel corporal.

No me interesaría volver a verlo, mucho menos intentar algo. Él no es el mismo, yo mucho menos. Formé una familia que amo. Y tengo demasiada terapia encima como para saber que él no es lo que me duele, sino mi niña de 18 años que nunca pudo procesar no haber sido la elegida, que nunca entendió cómo alguien pudo haber sido tan cobarde y poco considerado. Lo que me jode ahora es no haber procesado, en su momento, las emociones y el dolor de haberle importado tan poco a la persona que más me había importado a mí.

O tal vez sea simplemente un reflejo de abandono de la herida paterna que disfrazo con L. espejando la misma inmadurez e indiferencia que siempre sentí de parte de papá.

Quizás Patience vuelve a recordarme de vez en cuando que su mensaje era la vida misma diciéndome que ya iba a llegar alguien con quien sí compartirlo todo y sólo debía tener paciencia, just a little patience. Que podía volver a abrir el corazón sin miedo a que me abandonen porque ya no soy esa niña, no estoy en el pasado y puedo poner límites. Que voy a estar bien. Que voy a sobrevivir al dolor más profundo de mi juventud.

Pero en ese momento, yo no lo sabía y no lo hubiera creído tampoco.

24 de febrero de 2025

Por qué hago rituales.

No tengo nada en Virgo en mi carta natal. Tampoco tengo planetas en mi casa 6. Mi Mercurio está en casa 3 y en Capricornio. Por ende, nunca entendí el caudal de energía virginiana que tengo, hasta que conocí la astrología dracónica.

En esa carta, que, en pocas palabras, habla de la evolución de nuestra alma en esta encarnación, tengo la Luna en Virgo en conjunción a Neptuno. Todo me hizo sentido, aunque esa mirada astrológica no hable necesariamente de lo mundano…pero es que todas las cuestiones del alma siempre terminan transparentandose en nuestro cotidiano.

Virgo es un signo de bienestar, de salud, organización y rutinas. Hacer rituales lo relaciono mucho con esa energía, porque el arquetipo virginiano representa al ser libre de condicionamientos, siguiendo su propia naturaleza. Y es eso lo que impulsa a ritualizar: los ritmos internos, las mareas emocionales, las estaciones, los ciclos de la Luna y el Sol, pero especialmente, la propia intuición.

Llegan momentos en la vida donde algo nos pide cambio, evolución, transformación. Si estamos suficientemente atentos, podemos escuchar a nuestro cuerpo marcándonos el camino; pero si la mente nos domina, siempre será la que nos diga que cambiar es para tontos, que lo más seguro es seguir siempre igual, que la inestabilidad de la transformación te hará encontrarte con cosas de las que no querés responsabilizarte; o que la evolución es una farsa y que lo único seguro es lo conocido, lo demás es atemorizante, en vano.

Siendo seres que tenemos un sexto sentido primitivo -instinto animal- pero también consciencia sobre el mundo espiritual, desarrollar nuestra intuición puede convertirse en la práctica más fiel para avanzar en la vida.

Y es eso lo que hago cuando hago rituales:

-Me abro a recibir lo que la vida pide y mi ser necesita integrar, cambiar, transformar, es decir, a responsabilizarme de lo que tiene que mutar para dar lugar a algo nuevo que pide nacer, así sea dejar ir algo o crear

-Escucho lo que la intuición me dicta sobre el armado del altar, la limpieza, si algo está sucio o fuera de lugar, y dejo todo listo

-Me sumerjo en las creencias que aparecen al respecto de lo que se está movilizando con el ritual y armo una secuencia de tapping para liberarlas

-Si es necesario, utilizo mis ejercicios favoritos de expansión somática para complementar o aumentar el nivel de cambio, pero también diversas técnicas de manifestación pueden acompañarme para entrar en el estado donde ya soy la persona que vive con esa manifestación en su realidad, en lugar de “esperar a convertirme en”.

Ritualizar termina convirtiéndose así en un momento de encuentro conmigo misma, de autodescubrimiento y cambio interior para crear mi realidad a mi manera, y no como aprendí a crearla.

Ritualizar es una forma de vivir, no un momento suelto en la línea de tiempo de nuestra vida.

La presencia de Buda.

Era noviembre de 2011, hacía días había puesto punto final a una relación que había sido hermosa pero me había desgastado, y comencé a escribir mucho más en mi blog, lo que me llevó a descubrir muchas cosas de mí misma.

Amaba leer a Cortázar con su imaginario, a Allende, tan inspiradora con sus 8 de enero.

Pero más que leer, yo amaba escribir. Tanto, que cuanto más me sumergía en mi nueva soltería, más ahondaba en mí misma, en mis gustos, en tomar vino leyendo tirada en el sillón o en observar a la sociedad y luego reflexionar en mis escritos sobre eso.

Amaba escribir.

Soñaba con ser una autora publicada, lo que me recordaba los cuentos que escribí de niña y que se perdieron en un incendio, con tantos otros recuerdos que sólo quedaron en mi interior.

Mientras escribo esto, miro por la ventana. La higuera llena de frutos invoca a los pájaros como un ritual primitivo, y los hay de todo tipo: naranjeros azules brillantes, sabiás con sus pechos naranjas, cotorras verde limón y calandrias que se pelean por los mismos higos.

Siempre que la miro pienso en la iluminación de Buda, bajo una higuera como ésta, en el plenilunio del mes taurino.

Me imagino lo que se sentirá la iluminación, algo que fue mi motivación durante muchos años de mi vida. Ese estado de paz, de calma, de empatía y comprensión de todo lo que es. Esa certeza interior de que todo está en el camino correcto y es perfecto tal como es.

Esa presencia. Presencia.

Lo que me pide mi hijo cada día cuando me llama a jugar con él.

Lo que me saca de la mente y de mis miedos.

Lo que enciende a mi intuición.

Y lo que me hace poder sentarme a escribir para purgar mis emociones o terminar, por fin, el primer capítulo del libro que se publicará este año.

Me he convertido en escritora sin darme cuenta.

O quizás es que siempre lo fui y necesitaba que alguien creyera en mí para terminar de hacerme cargo.