Era noviembre de 2011, hacía días había puesto punto final a una relación que había sido hermosa pero me había desgastado, y comencé a escribir mucho más en mi blog, lo que me llevó a descubrir muchas cosas de mí misma.
Amaba leer a Cortázar con su imaginario, a Allende, tan inspiradora con sus 8 de enero.
Pero más que leer, yo amaba escribir. Tanto, que cuanto más me sumergía en mi nueva soltería, más ahondaba en mí misma, en mis gustos, en tomar vino leyendo tirada en el sillón o en observar a la sociedad y luego reflexionar en mis escritos sobre eso.
Amaba escribir.
Soñaba con ser una autora publicada, lo que me recordaba los cuentos que escribí de niña y que se perdieron en un incendio, con tantos otros recuerdos que sólo quedaron en mi interior.
Mientras escribo esto, miro por la ventana. La higuera llena de frutos invoca a los pájaros como un ritual primitivo, y los hay de todo tipo: naranjeros azules brillantes, sabiás con sus pechos naranjas, cotorras verde limón y calandrias que se pelean por los mismos higos.
Siempre que la miro pienso en la iluminación de Buda, bajo una higuera como ésta, en el plenilunio del mes taurino.
Me imagino lo que se sentirá la iluminación, algo que fue mi motivación durante muchos años de mi vida. Ese estado de paz, de calma, de empatía y comprensión de todo lo que es. Esa certeza interior de que todo está en el camino correcto y es perfecto tal como es.
Esa presencia. Presencia.
Lo que me pide mi hijo cada día cuando me llama a jugar con él.
Lo que me saca de la mente y de mis miedos.
Lo que enciende a mi intuición.
Y lo que me hace poder sentarme a escribir para purgar mis emociones o terminar, por fin, el primer capítulo del libro que se publicará este año.
Me he convertido en escritora sin darme cuenta.
O quizás es que siempre lo fui y necesitaba que alguien creyera en mí para terminar de hacerme cargo.
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