23 de noviembre de 2016

Pesadillas.

En la búsqueda por sanar y amar mi oscuridad para transformarla en algo constructivo y dejar de vivir en un infierno autoprovocado, me encontré con la psicóloga ideal para mí. No sólo puedo trabajar todas las mierdas de las que soy consciente, sino que también analizamos mis sueños.

Quiero aclarar que el análisis de los sueños, para mí, no sólo es algo muy profundo y revelador, sino que no se atiene a las normas básicas de "Soñaste con un abedul, vas a tener que podar los árboles del frente de tu casa." Cada persona es un mundo y el mismo sueño tiene infinitas maneras de comprenderse de acuerdo a la historia personal de quien lo tiene. Tengo mucha facilidad para mezclar lo que sueño con la realidad. A veces es un problema, sí. También es normal que tenga pequeñas alucinaciones en la fase de adormecimiento y luego crea que pasaron en verdad. Muchas veces me desperté preguntando qué había pasado con tal situación o preguntando algo al respecto y la gente se me queda mirando como si acabara de llegar de otro planeta, descolocada.

Suelo tener el sueño muy liviano y descanso mal, pero cuando por fin puedo soñar, tengo pesadillas. Me pasa hace semanas y no hay noche en la que -en algún momento- me despierte asustada.
Puedo echarle la culpa a las películas de terror para creer que la causa es externa, pero sé muy bien que estoy liberando tantos miedos, que por algún lado tienen que expresarse.

Anoche soñé -entre otras pesadillas- que me disparaba en la cabeza. Recuerdo la imagen de estar metiéndome una escopeta chica en la boca, y amenazar a mi madre (creo que era ella, en estas cosas nada es seguro) con que dispararía. Luego, la sangre que sale por detrás de la cabeza enchastrando todo. Sigo sin confirmar que fue 100% un sueño, si mezclé pensamientos racionales, imaginación, o lo que sea, porque todo el ambiente me resulta muy extraño. Pero me intriga el porqué, el motivo que lleva a mi mente a asustarme así, a comunicarme algo que sé muy bien qué es y no me animo a reconocer.

Estoy matando muchas cosas en mi vida y hay otras de las que me cuesta mucho despedirme, así sea por mera estabilidad o porque aún no es el momento, pero lo estoy haciendo. Necesito gestar cosas nuevas y para hacer lugar hay que dejar que otras se mueran. Sobretodo si me hacen daño.

Me culpo mucho. Señalo con mucha firmeza todo lo que hago mal y me cuesta perdonarme, entender que no soy perfecta, aceptar que no quiero repetir historias y que por eso tengo que aceptar que me equivoco, que tengo miedos, que estoy creciendo, que escribo esto y lloro como una pelotuda porque en realidad es la primera vez que sé lo que me está pasando. Me frustro y me enojo conmigo misma y me olvido de tenerme paciencia, de tratarme con amor. Siempre creo que soy la equivocada y tengo que preguntar si lo que siento está justificado o de nuevo estoy experimentando emociones basadas en un juicio personal y no "lógico".

Todos nos quisimos morir alguna vez. Normalmente para dejar de soportar algún dolor, como salida fácil. Algo duele tanto, tan en el fondo del pecho, que no te lo podés sacar ni con el abrazo de tu vieja, que supuestamente cura todo, como el tiempo.

Lo que yo tengo es miedo a ser feliz, miedo a sentir porque conozco la intensidad con la que soy capaz de hacerlo. No es miedo al futuro, al dolor, no es miedo a sufrir. Tengo miedo a ser feliz, a no tener razón de que siempre termino arruinando todo.

Anoche soñé que me mataba.
Y es que hay cosas de mí que realmente quiero que se mueran, porque están ocupando el espacio que otras necesitan para vivir.

21 de noviembre de 2016

¿Por qué es tan bueno?

No estamos acostumbrados a la felicidad. Le tenemos miedo, se podría decir que hasta la esquivamos.

No nos tenemos el amor suficiente como para sentir que merecemos las cosas buenas que nos pasan. Creemos que solamente aprendemos cuando sufrimos, que si no hay dolor no podemos ser felices, que el camino hacia aquella tan ansiada e idealizada felicidad sólo es válido cuando está lleno de piedras, pozos y fantasmas.

Nos cuesta entender que la felicidad no es una meta, sino que es el camino. Que no es un lugar al que llegar ni un deseo que pedir cuando vemos una estrella fugaz: la felicidad es una manera de vivir que aumenta cuando somos agradecidos por lo que tenemos y por el libre albedrío que nos permite elegir cómo vivir. Felicidad es saber elegir lo que nos hace bien y no tener vergüenza por ello. Hacernos cargo de nuestras vidas.

Estamos tan destruídos como sociedad, que no creemos en la gente buena, en las acciones desinteresadas, tampoco creemos en el amor. Mucho menos, que somos seres capaces de recibirlo, merecerlo, contenerlo. Darlo.
Somos tan desconfiados, que abrirnos a ser vulnerables ante alguien genera una alerta para nuestro autoinmune miedo al dolor.

Cuando alguien es bueno con nosotros, dudamos. Analizamos todos los riesgos y las posibilidades de que el otro esté actuando bajo interés o mintiendo, por ejemplo. Evaluamos nuestra historia para encontrar un bache o descubrir la trampa, pero no hay caso: la única trampa está en nuestro ego, que se cree con autoridad como para dictaminar que el otro no está siendo honesto porque, claro, nadie es honesto y bueno en este mundo. Menos con nosotros, ¿por qué habría de serlo? ¿Quién soy yo para que el otro me de tanto? Es la única manera en que un ego herido sabe actuar: creyendo que te protege, diciéndote al oído que vos no sos nada de todo eso que te dicen que valés. Nos preguntamos porqué alguien es tan bueno con nosotros, como si no fuéramos lo suficiente. ¿Suficiente qué? ¿Suficientemente buenos, carismáticos, lindos, inteligentes, pijudos, tetonas?

La desconfianza ante las cosas hermosas de la vida hace que desaparezcan.

Y entonces un día algo nos sacude.
El ego se dobla en posición fetal en un rincón y se calla la boca.
Empezamos a cuestionarnos porqué nos cuesta tanto entender que la vida es mágica y maravillosa, o ver que "tenemos" todo lo que siempre quisimos porque nos lo supimos proveer. O que el universo trajo, entre su magia, a todas las personas de las que amás estar rodeada. Aunque jamás te hayas imaginado estar lejos de tu familia, de repente estás sintiéndote entre ellos, como en casa.
Un día abrazás con toda tu Alma a todo lo que te trajo hasta acá y le agradecés, lo dejás ir tranquilo, sabiendo que no serías quien sos hoy sin esa experiencia. Y abrazás más fuerte a todo lo que elige quedarse a tu lado y a eso que elegís cuidar: ideas, proyectos, lugares, canciones, personas.

Entonces te das cuenta que estás bailando una canción que podría participar de la escena de la película más linda que viste, mirando las estrellas adentro de un abrazo o comiendo frutillas con merengue desde un bowl que tiene dos cucharas.

18 de octubre de 2016

Escuchar.

Me saqué los auriculares, porque acá permiten esas cosas que en Argentina ya se miran mal, y él, guitarra en mano, canta una canción pegadiza y radial de Vicentico, esa que dice “¿Cuál es aquel camino que tengo que tomar?” y yo me siento feliz de estar perdida, de desconocer la ruta de este colectivo.

Llegué hace una semana.
Estoy en un ómnibus que ignoro, yendo a un departamento ajeno al de mi residencia, inspeccionando este país que recién estoy estrenando. Hay olor a nuevo.
El destino no importa, o sí, pero no es lo que me urge. Para mí lo que vale la pena es el viaje, aunque suene trillado.

Estar al lado de la ventanilla me da la posibilidad de evadir la mirada del otro, o de elegirla. A veces no tengo ganas de jugar a ser sociable. Entonces elijo que mi mirada sea la que escucha.
La canción me sigue preguntando cuántas son las señales que tengo que seguir. Me está echando sal en la herida, la muy forra. Las seguí a todas y me trajeron hasta acá, ¿te parece poco?
No tengo trabajo. No tengo en quién confiar. Tengo techo, qué se yo.

Estoy asustada.
Acá la plata se te va de las manos y yo ya lo sabía. Algo me empujó y yo me dejé llevar igual.

La letra continúa y me hace sonreír. Siento que por algo eligió esa melodía y no otra. Creo que un poco es para mí, ésta canción me habla. Qué manía tenemos los argentinos de creernos el centro del universo.

“Si siempre viajé solo y siempre vos fuiste mi faro en la ciudad” No, ya no tengo faros. Le cedí esa capacidad a mucha gente que después se apagó y me terminé perdiendo. Mi faro soy yo, así, miedosa. Si no creo en mí, en que puedo seguir adelante sola, entonces no sé para qué vine. Es al pedo seguir aterrada.

Che, flaco, cambiá la canción porque me estás haciendo pensar demasiado, y yo me estaba yendo a relajar al mar.

“Es todo silencio, la última mirada hacia atrás” Lo bueno es que nunca miro hacia atrás. Capaz es un defecto, pero a mí me gusta así.
Se puede recordar el pasado, agradecerle, pero traerlo a cuestas pesa mucho. Prefiero liberarlo, porque así me libero yo.

Las raíces vienen con uno, es inevitable, pero esas otras cosas que se murieron, que te lastimaron, te retorcieron y te dejaron hecho un poco mierda, ya no existen, fallecieron. Yo también me voy a morir algún día, y alguien me va a dejar atrás.
No me gusta sufrir por cosas sin solución, aunque la mente tenga sus trucos.
Esa última mirada hacia atrás fue para darme cuenta que si no daba el primer paso, la que iba a quedarse ahí en el fondo, toda deshabitada, iba a ser yo. Chau vieja Ale, que te garúe finito.

“Yo quiero saber, mi amor, si al llegar vas a estar allí”
No sé de quién hablás o a quién le estás cantando, chabón. Claro que si vine sola, por algún rincón late esa esperanza de dejar de caminar en singular, soy humana, ¿qué esperás?

Tomá, no puedo gastar plata pero te la merecés porque me hiciste dar cuenta de muchas cosas. Tengo que adueñarme de mi propio territorio, empezando por mis decisiones.
Aunque ahora no puedo porque me pasé de parada y ni siquiera sé dónde estoy.

16 de octubre de 2016

Nessus.

Si hubiera seguido mi amor por los astros hace años, hubiera evitado el encontronazo casi fatal para mi corazón, con mi Nessus. Nessus en astrología señala a la persona que más abusa de nosotros, física o mentalmente.

No fue amor a primera vista, ni atracción inmediata, pero sí me fue conquistando sutilmente en cada encuentro, con cada charla. Me atrajo, más que nada, la atención que me ofrecía, jugando al seductor.
Él me llevaba seis años, y para mis veintiuno, era una “cualidad” bastante atrayente. Daba la impresión de ser un hombre estable, que sabía lo que quería.
Recién se había independizado de la casa de sus padres, y mi admiración por los momentos de liberación ajenos, sin duda, terminó de atraparme.

Comenzamos una relación con muchos miedos: la diferencia de edad –y por supuesto de intereses-, la casi nula experiencia sentimental de él, y el riesgo de no saber en qué nos estábamos metiendo, fueron como impulsos que me empujaban a seguir adelante, en lugar de desistir.
Los primeros tiempos fueron bellos, pero difíciles.

Yo, una niña que idealizaba todo lo que veía, nunca supo callarse lo que le hierve por dentro, y así fue como lancé el primer “te amo” a alguien que nunca lo había dicho antes, que no sabía discenir cuándo lo sentía, y que convertía mis días en algo tan angustiante como esperanzador.
Con el paso del tiempo, claro que recibí la respuesta que esperaba, pero comencé a observar sus actitudes de Don Juan con otras mujeres, y, ante la inseguridad propia - sumada a lo que esa situación me generaba- inevitablemente estallaba en privado, en escenas de celos dignas de película donde cualquiera herviría un conejo. Sentía que cometía injusticias frente a mis narices y poco le importaba. Mis ataques de pánico eran supuestos métodos de llamar su atención, pero en realidad eran señales para mí misma.

Cuando yo iniciaba alguna pelea, basada en su libertinaje empíricamente observable, él hacía oídos sordos, me trataba de loca, de estar imaginando cosas, de equivocada.
Siempre era la que estaba equivocada. Y me juzgaba, por dios, qué infierno cómo me juzgaba.

Sin embargo, también me celaba. Cualquier cosa fuera de lugar era de puta, que un chico en un bar me invitara a tomar algo era mi culpa porque seguro lo provoqué.
Así, con toda su soberbia y tiranía de leonino acosador, vivía señalando con el dedo cada uno de mis errores, haciendo el papel del dictador que tiene poder sobre mí y sobre mi vida. Y vaya que sí lo tenía.
Cada discusión, terminaba conmigo llorando en un rincón de la habitación, mientras él, en lugar de disponerse a hablar, a hacer alguna concesión, a llegar a algún acuerdo, pedía que me fuera y se disponía a dormir, ignorándome.
Perdón, me corrijo: prácticamente imponía que debía irme. Porque no sugería, me daba órdenes, que sólo acataba cuando eran más fuertes que mis caprichos o que mis ganas de irme a dormir en paz. Y yo, sin más nada que el supuesto amor que le tenía -que lejos estaba de ser amor, descubriría años después- elegía quedarme sufriendo ahí, sin dormir, en lugar de alejarme para poder pensar con la mente fría y finalmente descansar.
Me obsesionaba hallar respuestas a sus actitudes, me obsesionaba él, su amor, su presencia. No confiaba en dejarlo solo y mucho menos confiaba en mí.
Así pasaron, en tres años, tantos momentos de violencia psíquica, que creo haberlos bloqueado (o quién sabe, quizás hasta sanado) de tanto dolor que mi autoestima estaba sintiendo. Se me estaba rajando el alma, y yo no tenía la mínima noción al respecto.

En el verano del 2007, luego de mi cumpleaños, nos fuimos juntos de vacaciones.
Haría una lista de las situaciones que viví sola, como ir a bucear, por ejemplo, o salir a pasear por la feria de artesanos, y de las actitudes frías que tuvo para conmigo, que yo veía, pero que tenía la esperanza de que fueran pasajeras. Prefería ignorarlas.
No quería que nos sacáramos fotos juntos, ni hacer cosas a solas, mucho menos tener sexo. Siempre estaba de mal humor, y tratándome de inferior, de la que hacía las cosas mal, la que tenía ideas ridículas.
Fueron las vacaciones del infierno.

Volvimos y, como era de esperarse, me dejó.
Yo no comprendía nada, hice que me jurara que no era por otra mujer, lloré día y noche con el corazón hecho añicos, casi entre las manos. Ni siquiera tuvo la valentía de ser honesto.
Tenía tal agujero en el pecho, que creía que efectivamente el amor –o en este caso, su ausencia- podía llevarme a la muerte.
Soy una persona que se regenera rápido y olvida el pasado sin dificultad, pero él me había dañado tanto, que ni yo misma entendía lo que estaba pasando conmigo.

Y lo que pasó, según supe tiempo después, fue que un mes antes de irnos de vacaciones, ya estaba saliendo con una compañera de trabajo, de la cual yo sospechaba.
Entonces pude atar cabos y terminar de cerrar la historia que tan maltrecha me había dejado.
Tremenda ceguera había permitido que él me provocara. Qué bendición fue que decidiera alejarse.

Ahora, muchos años después, puedo ver cómo gracias a esa relación, y a la mierda que viví generada por ese hombre, aprendí que lo principal es el amor propio, que nos hace poner límites y saber hasta dónde permitimos que el otro nos afecte.
Aprendí a valorarme, y a salir a flote, después de haber sido arrastrada a las profundidades del abismo, un abismo que me da vergüenza comparar con el de las mujeres que sufren violencia física.
Yo la saqué barata.

14 de octubre de 2016

Descargo.

Hay cosas que usamos para alimentar nuestros miedos. Cosas que buscamos a propósito para darnos la razón y otras que alimentan, por sí solas, nuestras peores fantasías.

Para los que no estamos seguros de nada en la vida, cualquier cosa puede ser una amenaza, porque sentimos que el mundo es un lugar hostil, que salir al exterior lo único que provocaría sería un daño irreparable, que no se puede confiar en nadie y que la sociedad sólo intenta destruirte.

Así, un poco exageradamente y de manera sencilla, funciona la cabeza del inseguro, del ermitaño, del que prefiere quedarse en casa leyendo o aprendiendo cómo ser mejor, o distrayéndose con una película, pero sin tener coraje para salir y generar un cambio en el mundo, porque ya todo está perdido y no hay esperanzas de que algo vaya a cambiar.

No hay ninguna palabra, abrazo o persona que lo convenza de lo contrario: el mundo es una mierda, todos son egoístas y todos quieren alimentar su ego, les importan un huevo los demás. Nadie es honesto, nadie tiene un hombro lo suficientemente fuerte como para bancar toda tu intensidad, todo lo que sentís y el maremoto interno que tenés.

Todo es peligro, todo es una amenaza, cualquier cosa te puede matar por dentro y de allí en más tu vida será solo una cadena de sucesos que te aumenten el daño una y otra vez, hasta dejarte al borde del suicidio, con una neurosis imposible de manejar. Cualquier cosa que hagan o digan la refutás, no creés ni las cosas más hermosas que vivís. No servís para nada, siempre hay alguien mejor. Siempre hay un reemplazo esperando que te corras o esperando correrte de ahí.

Suena trágico, suena exagerado, y tengo que exagerarlo porque los inseguros también sentimos que la gente no nos entiende si no exageramos.
Sentimos tan profundamente y con tanta fuerza, que nos arrolla y nos tira a la orilla para despertar al otro día con una resaca de resentimientos, dolor y decepción, porque aunque no creamos en nadie, siempre terminamos teniendo esperanzas de que hay gente que vale la pena. Y nos decepcionamos porque no somos realistas o porque pretendemos que la sociedad se comporte como nosotros lo haríamos, con nuestros mismos códigos. Cualquier otro comportamiento es una traición. Y aceptarlos es una traición a nuestros propios valores.

El mundo es una mierda.

Para dejar de creer eso, empecé terapia porque ya no podía conmigo. También para descubrir que soy parte del mundo y que si quiero dejar de temerle, tengo que dejar de ser una mierda yo también.

22 de septiembre de 2016

Inesperarse.

De repente empecé a llorar. 
Ya no distinguía el agua de la ducha de la propia. Sabía que no era de tristeza, sabía que lo peor ya había pasado: de a poco estaba volviendo a encontrarme y este llanto inexplicable realmente me agarraba de sorpresa.
Los rumbos se estaban dibujando mejor, las nubes disipándose, las trampas del camino estaban comenzando a ser resueltas. Todo comenzaba a tener una reverente claridad. 
Me apoyé la mano en el pecho -como suelo hacer siempre que algo me duele y me hace llorar- y descubrí que estaba llena, que no había nada que doliera, más allá de imágenes propias que juegan sus pasadas por la cabeza, porque imaginación es lo que me sobra. Para lo bueno y para lo aparentemente malo.
Nada me estaba haciendo daño, no había tenido ninguna discusión, ningún odio que me estuviera carcomiendo, nada había que pudiera hacerme quebrar o fallar el naciente equilibrio.
Me sentí inesperada y entonces sonreí. 
Sonreí porque -con la mano en el pecho aún- nada me estaba hiriendo y yo ya no me lastimaba. Sonreí porque en lugar de culpar a mi mente por crearme un infierno, decidí tomarla como aliada, dejar de creer que estamos separadas.
Sonreí porque me dí cuenta que el ego es un juguete y hay que saber cómo usarlo. Porque después de tanta búsqueda, uno se termina encontrando. Y a veces perderse forma parte de equilibrarse.
Sonreí porque seguía sintiendo mis propios latidos y el shampoo ya no me cegaba, nada lo hacía. Yo tampoco.
Sonreí porque decidí abrir los ojos a una nueva realidad, animarme a transformar estructuras que jamás hubiera imaginado tocar siquiera.
Sonreí porque, otra vez, me estoy animando a cambiar. Porque veo el cielo, el sol, la luz.
Porque estoy saliendo de mí como si fuera alguna especie de guarida turbia.
Y ahí me dí cuenta de que estaba llorando de felicidad y me dí permiso para seguir hasta que se me pasara.

7 de septiembre de 2016

Oportunidades.

Me invitaron a mudarme a Alemania para trabajar allá, viajando a Marruecos y Moldavia de vez en cuando. Dije que sí sin pensarlo, estaba loca si me perdía tremenda oportunidad.

La oferta era demasiado tentadora, todo lo que quería estaba incluído implícitamente en ese mensaje de texto: calidad de vida, viajes, una determinada estabilidad económica, comida que al principio sería toda novedad, aprender idiomas, seguir trabajando en algo que no es lo mío pero me reditúa conocimiento y experiencia, cambio de entorno y de rutinas y, sobretodo, alejarme de Uruguay que me estaba quemando los días.
No la estaba pasando bien, todo me dolía, todo me recordaba a él y nunca me había costado tanto superar a alguien: directamente era más fuerte que yo.

Irme era la posibilidad perfecta para escapar de un dolor que no sabía cómo enfrentar ni resolver.
Irme era, entre todas las ventajas materiales, recomponer mi equilibrio emocional.
En treinta y tres años jamás había estado tan rota. En un año y medio de idas y vueltas, cada vez que nos acercábamos nos quemábamos tanto que, al menos yo, terminaba consumida.
Esto era casi tóxico, no podía ser otra cosa.
Me tenía que ir.

Hablé con la embajada, empecé a tramitar los papeles para la Visa, hice listas, muchas listas. De lo que tenía que comprar para irme, de cosas que quería hacer en Uruguay en esos dos meses antes de subirme al avión, de otras que precisaba dejar organizadas en Montevideo (porque claro, al principio pensé en irme del todo pero después mi idea fue aflojando y se convirtió en "dejo todo acá por si quiero volver").
Le conté a mis amigos y no pude evitar escribirle para contarle. Lo tenía que saber.

Decidimos, entre tanta sinceridad y amor cobarde, estar juntos hasta que me fuera. Qué manera de comportarnos como cagones.
El doce de Julio una propuesta me cambió la vida y el diecinueve de Agosto me dí cuenta que mi vida ya había cambiado lo suficiente.
Todo se estaba ordenando de una forma que jamás hubiera imaginado.

Tuve que tener la posibilidad de cambio más drástica de mi vida para abrir los ojos y darme cuenta de lo que realmente deseo.
Tuve que reconocer que en otra lengua no podría desarrollar lo que amo hacer, lo que me hace vibrar el alma.
Tuve que mirarme desde otro país para verme los ojos tristes mirando hacia Uruguay, extrañando a mis amigos.
Tuvimos que sentir que nos perderíamos del todo para animarnos a estar juntos.

Me dí cuenta que irme no sólo me resultaba aterrador ahora, sino que no tendría ningún apoyo emocional. Que yo elegí mudarme a Uruguay y ésta vez alguien estaba eligiendo por mí.
Que acá estoy rodeada de amor, que tengo una familia del alma que elegí, que también tengo las chances de lograr todas esas intenciones con las que vine en Enero del 2015. Que acá estamos juntos.

Tuve que tener el ataque de pánico más grande de mi vida para darme cuenta de que me quería quedar. Tuve que experimentar el deseo de morirme para decidir cómo quería vivir. Para ver que irme solamente representaba un montón de brillitos enceguecedores para alguien que siempre vió a esas oportunidades como algo un poco lejano, imposible. Que eso era seguir dando vueltas sobre el mismo círculo de escaparle a las cosas en lugar de enfrentarlas, que sólo tendría dinero y cosas materiales, que los viajes simplemente serían más accesibles pero trabajando todo el día tampoco iba a vivir la vida loca recorriendo Europa. Que sí, tarde o temprano haría amigos en una sociedad en la que todo es distinto, hasta la hora en la que oscurece en invierno.
No estaba preparada para irme a mi casa a las cinco de la tarde con el sol desapareciendo en el horizonte.
No estaba preparada para seguir en mi modus operandi de ser una adicta al trabajo, que por cumplir sueños materiales iba a dejar las cosas más importantes en otro continente.
No estaba preparada para estar a doce horas de distancia de mi familia de sangre y de Avenida Santa Fe.

No me quise ir. No me fui. No me voy.
Y sé que, pase lo que pase en mi futuro, al menos voy a tener la seguridad de no haberme equivocado de rumbo por elegir el amor de aquellos con los que elijo compartirme, por sobre todas las otras cosas que no me llevaré a la tumba.

27 de julio de 2016

Urano.

Urano es el planeta errático. Es lo inestable, las sorpresas, los “Eureka!”, el cambio, la revolución.
Cuando Urano está muy fuerte en el cielo, cuando tiene aspectos con otros planetas o comienza/termina su retrogradación, lo sentimos. Nunca lo podemos ignorar porque si investigamos, todas esas cosas repentinas que nos cambiaron la vida de un día para el otro, se dieron cuando Urano andaba en su salsa.

No es cuestión de echarle la culpa: todas esas noticias inesperadas, en el fondo las estabas deseando pero no te animabas a hacerlas. Aún si parecen “malas” a primera vista, no lo son. Estabas tan sumergido en tus miedos que el cambio con el que fantaseabas te llegó como una cachetada sin que seas consciente de que iba a pasar. O quizás simplemente sea algo por lo que debas pasar para poder continuar con más fuerza, para apreciar tu vida, etc...
Este planeta te puede cambiar la vida con un jaque mate. Te mueve de lugar con una persona, con una situación, con un mensaje de texto. Te implanta la semilla y te agarra de los pelos para que salgas de las dudas. Es extraño, como cuando decidís empezar a moverte y algo más se mueve al compás. Algo hace click, primero adentro, luego resuena afuera, se manifiesta. Es como si el universo le respondiera a tu desbloqueo interno con un eco. Es verdad que hay que tener cuidado con lo que deseamos y en tal caso saber pedirlo tal cual lo queremos.
El Universo tiene misteriosas formas de responderte y a veces se pasa de gracioso.

Un ejercicio que tuve que hacer hoy, se trataba de estar en el momento presente para hacerme consciente de las cosas y crear mis propias señales a seguir. Debía buscar mi propio Conejo Blanco, que me hiciera abrir los ojos de verdad, que me dijera algo así como “Es hora de tomar una gran decisión”. Elegí, básicamente, el concepto del conejo blanco de Alicia. No fue casual: había estado escuchando White Rabbit de Jefferson Airplane y al escuchar el audio con el ejercicio, la mujer nombró al conejo blanco también, de hecho el audio se llamaba así y por eso captó rápidamente mi atención. Desde mi infancia ese concepto me fascina, porque siempre amé las señales: coincidencias, causalidades, flechas, todo lo que me guiara hacia algún lado me atrapaba y de hecho me han marcado mucho la vida.
Así que decidí que si "encontraba" -durante el día- otro conejo blanco (de la manera que fuera) era el momento. Pero me olvidé del tema. Horas después puse la radio y como no podía ser de otra manera, nombran la canción de Jefferson Airplane que estuve escuchando hoy. Fue mucho más chocante notar que el que la nombró es alguien con quien las coincidencias son algo prácticamente normal y, aunque lejos estaba de conocer este ejercicio, me dió una respuesta.
Paso seguido, ignoro la señal porque me chocó lo suficiente, y abro Pinterest para buscar algo. ¿Qué había en el inicio? Una imagen explicativa de toda la historia científica de Alice in Wonderland, donde el conejo está en primer plano. Ok, entendido.
Urano me pegó otro sopapo por estar haciéndome la que lo iba a poder ignorar, la que "todo está bien, dejo las cosas para más adelante." No. Es ahora.
Es un ejemplo simple pero perfecto de cómo Urano y nuestra atención trabajan juntos para que aprendamos solos a darnos las respuestas y nos animemos al cambio, para que dejemos de temer salir de lo familiar. Aunque es hermoso, a veces se torna aburrido, monotemático, y ahí es cuando dejamos de crecer. Hay que moverse, siempre. Evolucionar.
No me crean, y sé que muchos no lo harán. No importa. Yo no pretendo evangelizar a nadie: simplemente me gusta describir qué es lo que pueden llegar a experimentar en estas semanas.

Escuchen a su intuición, déjense sorprender con las causalidades.
Nos resulta extraña la magia, todavía.

Deseen. Deseen mucho y deseen fuerte, deseen el techo del techo del techo. Porque no hay tal techo.
Deseen y déjenselo al cielo o a lo que quieran, pero salgan de su propio camino. No se entrometan, no se pongan piedras mentales en el camino hacia lo que quieren.
Los deseos no se cumplen como cuando soplás las velitas. Se hacen realidad cuando trabajás en ellos, cuando creés que podés y te moviste para lograrlos.
No tengan miedos de dar el primer paso con lo que desean, con eso que les mueve el alma y los hace vibrar. No duden en que pueden alcanzar ese sueño por más difícil o lejano que parezca.
Porque la vida puede cambiar en un instante y de repente te encontrás ahí. O puede no darte tiempo a vivir lo suficiente.
Disfruten donde están parados, con quien estén. No vale andar después por ahí lamentando lo que no hicieron, llorando por las cosas que no se animaron a enfrentar, porque perdieron oportunidades de absorber todo el placer que da la vida, porque no se arriesgaron o no se animaron a más.
No vale, bajo ningún punto de vista, ser un cobarde. Sean valientes, arriésguense, digan más seguido “Te amo”, vivan sus emociones y sentimientos, pierdan los miedos, sacúdanse el temor a no ser suficientes y a salir lastimados, y por favor dejen de guardar esa botella de vino para una ocasión especial. La ocasión especial es estar vivo.
Quiéranse más porque lo merecen todo. Créanselo. Háganse conscientes de que todo lo pueden, como superhéroes. Duerman con la persona que aman, déjenla entrar en sus sueños, abrácenla todo lo que puedan. No piensen de más, permítanse sentir. Vivan eso que tanto les gusta. Alcáncenlo.
Siempre van a extrañar. Al pasado, a la infancia, momentos, lugares, situaciones. A alguien que está en la misma ciudad, a alguien que se fue para siempre, a alguien que está del otro lado del mundo. Es inevitable.
Pero al mismo tiempo, trabajen el desapego. Lo único constante es el cambio y ni la persona más controladora del Sistema Solar puede contra eso.
No tengan miedo de estar solos o de encontrarse sin apoyo: el mundo es un granito de arena en el Universo, pero es enorme cuando te das cuenta de la cantidad de personas que están ahí para vos, como ángeles guardianes de tu camino, como una especie de familia.
De nuevo, vivan. Vivan hoy y así van a vivir para siempre.

La vida es demasiado corta como para decir que no.
Y demasiado larga como para creer que nada va a cambiar.

26 de julio de 2016

Tan trágica.

No sé bien qué es aquello que, en un determinado impulso, me lleva a situaciones en las que me obligo a perder los miedos. Me expongo a situaciones que sé que me traerán ataques de pánico, a lugares donde sé que no me sentiré en casa, a personas que sé que me van a dañar. Es una mezcla de autosaboteo con desafío a mis propias leyes, a mi mentalidad, a mis antiguas creencias.
Necesito romper patrones constantemente, salir de la zona cómoda, romper todo hasta los cimientos y volver a construir. Siento esas ansias de salir corriendo a los gritos sólo para sentirme libre. Quiero patear a la basura todos mis prejuicios y la falta de comprensión ante comportamientos que no entiendo.
No sé bien qué es eso que me genera ansiedad, que me hace burbujear la sangre como si hirviera, como si me fuera a morir si no hago lo que tengo ganas de hacer. Con urgencia, es eso, siento la urgencia. Nada me conforma, siempre busco algo más, tengo hambre de todo. 
Algo me aburre en la vida y lo quiero romper, lo quiero matar. Y todo me termina embolando, nada parece satisfacer completamente mis deseos o mis ansias. Me exaspero fácil y soy insoportable, sobretodo conmigo misma. Me harto de buscar salidas a cosas que ni siquiera tienen puerta de entrada. Me ahogo en vasos con agua llenos hasta la mitad. Me busco en otras personas. Sobretodo me pierdo en otras personas, en ojos ajenos.

Siento la fuerza arrolladora de un tornado saliendo del pecho y la valentía suficiente para hacer cosas que me pueden desarmar. Y estoy llena de miedos, tantos que tengo terror de que algún día sean más grandes que mis ganas. Pero sé que mientras los tenga cerca, mientras me anime a hacerme cargo de mi oscuridad, no van a crecer. Los quiero llevar de la mano para demostrarles lo que soy capaz de hacer gracias a ellos, a lo que me inspiran.
Tengo dudas, me cuestiono, me pregunto mil veces si lo que hago está bien, si me hace crecer y si con eso acaso estoy lastimando a alguien. Cuido a los demás más que a mí misma a veces, mal yo.
Tengo crisis existenciales y un lado filosófico que me salva de la cotidianidad del mundo, del hastío. Tengo amor por la Luna, por las estrellas, por el universo. Tengo música, que siempre me salva. Me rompe, me hace cenizas, me hace renacer. Pintar me salva. Escribir, leer, viajar me salvan. Ser tan intensamente apasionada por todo -incluso por lo que me consume- es suficiente para saber que quiero seguir viva, abriendo el pecho sin miedo a mostrarme como soy. Estallando como un big-bang.
Soy en extremo incendiaria y en extremo calmada, tanto que a veces me hundo en mi propio océano de emociones rotas.

Tener pasiones me salva de esos días que tocan fondo, en los que lo único que realmente deseo es dejar de respirar para descansar.

12 de julio de 2016

11 de julio de 2016

Monedas.

El domingo que nos conocimos encontré una moneda cuando caminábamos hacia la rambla. Las monedas son la forma personal de comunicarme que tengo con el universo, son como señales. Estoy loca, sí, pero cada vez que encuentro una es porque estoy enroscada en algo, preocupada o dubitativa, y las monedas aparecen como confirmación de que todo va a estar o está bien. Es como el "quedate tranquila" de mamá, pero a la distancia y tangible.

Apenas lo ví me pareció buena persona, uno presiente esas cosas. La cara de bueno, la mochila al hombro, el sol de las seis de la tarde. Nunca supo ni sabrá qué fue lo primero que pensé al verlo, pero de seguro no fue nada que no le gustaría saber.

Un poco me emborraché y otro poco me drogué en la playa mientras atardecía, porque yo no soy de ocultar mi personalidad para caerte bien: me aceptás como soy o no me aceptes. Mal no le caí porque eran alrededor de las diez de la noche cuando estábamos mirando la Luna llena en la terraza de casa. Un par de besos y una cena después salió por la puerta para volver a entrar unas cuantas veces más. Tengo la costumbre de que me cueste cerrar la puerta si te hacés querer.

Tuvo que pasar algo de tiempo para darnos cuenta de que no buscábamos lo mismo y de que a mí, como siempre, me costaba vivir el presente sin pensar a largo plazo. Nos dijimos "chau" una semana antes de mi cumpleaños, un poco empujados por mi cabeza que no me permitía seguir en esa situación que veía algo desequilibrada.

Claro que después Montevideo lo acercó de nuevo porque acá existe esa cosa en el aire, un nosequé que te acerca y aleja de las mismas historias una y otra vez, como si no pudieras desprenderte hasta haber aprendido la lección, como si te obligara a dejar de amputar personas de tu vida cada vez que querés sanar u olvidar.

No importa nada más, estamos a destiempo y eso no se ajusta de un día para el otro, ni de un Febrero a un Julio. No es fácil.
No es fácil, nunca, alejarte de los que querés cuando la distancia no es suficiente.
No es fácil aceptar que a veces las relaciones son algo raras, retorcidas, y que por más encendidas que estén nada podés hacer vos para desviar al destino de lo que tiene que ser, o no.
A veces el amor no es lo que esperamos, sin embargo de alguna loca manera, es. Porque si no sintiera algo de amor, del tipo que sea -grande, chico, de amistad, de pareja, de compañeros de camino un rato- yo no te abro las puertas de mi casa ni te dejo abrazarme y dormir en mi cama cuidándome de las pesadillas.

Tengo que aprender a escribir finales aceptando que las personas pueden seguir formando parte de mi vida igual, porque de alguna manera en esta ciudad o me encontré con personas muy buenas o realmente no puedo hacer el corte tajante que estaba acostumbrada a hacer. O quizás algo crecí.
Pareciera que Montevideo es una ciudad llena de historias que no van a ningún lado, pero tal vez porque en realidad la que estaba un poco perdida era yo.

10 de julio de 2016


Abandónica.

Descubrí que mi modus operandi preferido, es alejarme, abandonar a la gente antes de que ella -en cualquier tipo de relación- me abandone a mí.
Descubrí que soy una especie de mujer abandónica, de cobarde que cuando ve limitaciones sin salida, no se queda esperando ilusa que la respuesta caiga del cielo, o que el otro de repente se sienta diferente. No me quedo esperando soluciones mágicas pero al menos siempre doy opciones, es algo que nunca puedo evitar: buscar alternativas. Sin embargo, las alternativas siempre incluyen algo a mi favor, obviamente, porque las otras opciones que no me benefician no se nombran, están implícitas. Descubrí que no me gusta presionar a nadie y que, entre todos esos motivos, ante la imposibilidad de ejecutar cualquier alternativa a favor de mi felicidad, la mejor salida siempre termina siendo la huída. Quizás no es tal porque no huyo suicidándome con una cobardía fantasma, sino diciendo las cosas, avisando, al menos, que me estoy yendo, que necesito que me permitan desaparecer.
Probablemente absorbí el modo de abandono de mi padre, aunque él jamás me dijo literalmente que se estaba yendo y que no sabía cómo manejar la situación. De todos modos, por más que lo sepamos, las situaciones no siempre son manejables, porque las personas involucradas no lo son. Menos mal.
Descubrí que no quiero a la gente, porque la intensidad con la que vivo las cosas, con la que crecí, con la que hago todo lo que me gusta, con la que respiro, directamente ama. Yo no tengo puntos medios y me cuesta mucho aceptarlos en los demás. Mal yo. Sin embargo, cuando amo, amo el todo como algo más que la suma de las partes, así como me enseñó la Gestalt en la facultad. Y no amo como se aman las parejas ni como se dicen amar los partícipes de una boda: yo amo distinto, porque descubrí que puedo amar con el alma además de amar con el cuerpo y con el ego.
Amar con el alma te cambia la mente. Te hace un “click” lo suficientemente poderoso como para darte cuenta que amás a muchas personas al mismo tiempo, que todos a tu alrededor son tu familia del alma, los que elegiste en esta vida para crecer. Que estén lejos o estén cerca, con vos o  sin vos, lo que más feliz te hace es que todos ellos lo sean, a su manera. Por más que cueste. Que aunque se hayan equivocado o te hayan lastimado, tenés la capacidad de perdonar, de comprender que no todos estamos al mismo nivel deloquesea y que, sobretodo, vos los podés amar igual, porque el amor que tenés dentro del alma no tiene límites ni sabe juzgar o discriminar. Todo tan hippie. Porque vos también te equivocás, a veces también te comportás como una idiota y porque nadie es lo suficientemente sabio en esta vida. Porque vos también lastimás. Y ahí el ego se revuelca en la arena, se quiere dejar morir en el mar porque ya no es suficiente para vos, porque se dió cuenta que podés amar sin incluírlo al cien por ciento. Claro que nunca se va, no serías una persona equilibrada sin ego.
Descubrí que soy distinta simplemente porque todos lo somos. Está en cada uno descubrir, de verdad, qué lo hace diferente. Como cuando sos adolescente y buscás tu identidad, algo así.
A mí me hace diferente poder amar con todo lo que soy y no tener límites para querer a los que me ayudan a crecer, cerca, lejos, de día o de noche, conscientes de ello o no.
Reconozco que estoy tan llena de falencias que no sé cómo empezar a arreglarme. Reconozco que estoy cansada de no tenerme paciencia, de trabajar en mí día a día sin ver resultados o no viendo lo que mi ego quiere ver, tal vez. Estoy tan cansada de mí que tengo que huir para tener otro punto de vista de las cosas.
Y estando lejos miro para adentro y todo eso se va, veo con más nitidez, como cuando me pongo los lentes y todo se aclara de repente.
Como si al fin alguien alumbrara con una linterna.
Hasta que me doy cuenta que la que está alumbrando mi propia oscuridad soy yo.

6 de julio de 2016

Presente.

Llueve.
Hace como mil semanas que llueve o en Montevideo una semana de lluvia es una eternidad.
Son las doce y media de la noche y claro que me despabilé.

En Spotify Florence Welch me canta un universo.
En el blog hay un par de entradas incompletas, en la cabeza muchas ideas y proyectos dando vueltas: tengo tantos hobbies que a veces me desespero por organizarlos.
En el piso hay blocks de pintura, libros de mapas y cuadernos llenos de vida.
En Whatsapp unas amigas planean una ida al cine el sábado y yo nunca fui al cine en Montevideo aún. Un amigo me manda la foto de un conejo de ojos rojos, como la canción de Buitres, y otro me pregunta cuándo es que me voy de viaje.
Mi roomate duerme. El gato -increíblemente- parece que también.

Estoy acostada en la cama que compré hace menos de un año y que ya entretuvo a varios pasajeros.
Miro la guía de viaje acostada a mi izquierda y un libro de cosas mágicas que la acompaña. Nada es casualidad: viajar es mágico.

Tengo el pelo suelto, aún no me puse el pijama y hay mil ventanas abiertas en mi buscador. Twitter que perdió relevancia, un blog de escritura, mucha astrología, Pinterest y algunas páginas de viajes.

Llueve afuera solamente. Hace días que ya no llueve adentro.

En mi cuarto hay calidez, tengo calor y me quiero desvestir.
No me importa el desorden, las cosas en el piso ni la hora que es.
Este día, en este momento, lo único que realmente me importa es la magnitud que cobró mi vida dentro de mi vida.
Hice lo que quise. Puedo hacer lo que se me ocurra.
Es hoy.

Me cambié la vida. Me la expandí. Y en el ínfimo polvo de estrellas éste que soy, no puedo evitar sonreír y sentirme gigante ante todo lo que estoy haciendo conmigo.
Porque todo de mi vida me gusta.
Lo bueno y lo que parece ser "malo".
Lo que me duele y lo que ya sanó.
Lo que me hace reír y lo que me dobla en llanto.
Lo que fue, lo que es y lo que no tengo idea qué será.
Estoy llena de miedos, de errores, de cosas que tengo que sanar. Estoy rodeada de preguntas sin respuesta. Sigo tratando de eliminar patrones nocivos de conducta.
Pero al menos cuento con ese nosequé que me hace comprender que aprendo de todas las experiencias. Que todo me enseña, todo está en su lugar, incluso cuando parece estar en desorden. Y que también cuento conmigo.

Quiero crecer. Nací con ansias de crecer y a veces se tornan insoportables, descabelladas.
Me quiero comer el mundo.
Quiero tener el tamaño del Universo.
Quiero aceptar que ser tan ambiciosa y hambrienta de vida está bien.
Quiero aceptar que la intensidad de Luna llena que me sale de las vísceras es la que me permite absorber todo con la profundidad de Neptuno. Y que eso también está bien.

Mi vida me gusta porque es mía. Porque la pinto y moldeo como quiero.
Mi vida me gusta porque decidí ser una persona feliz, y no solamente estarlo de vez en cuando.

La lluvia se escucha tan poética que por un rato me digno a disfrutarla.
En Spotify Florence Welch canta "It's always darkest before the dawn".
Y adentro está amaneciendo entre fantasmas que dejé que me habiten porque son parte de mí, con la condición de que no ocupen el lugar que precisan las cosas que vienen allá, adelante.

3 de julio de 2016

Culinaria.

No es casual que los afectos estén, en mi vida, íntimamente relacionados con la comida.

Tengo pasiones -más que años incluso- y siempre termino relacionándolas con las personas que quiero y que fueron o son significativas.

Este mapa mental de recuerdos conecta nombres, comidas, estrellas, fotos, palabras, cartas, viajes -incluso internos- y música. Puedo, sin problema, nombrarte a algún ser querido, y su correspondiente comida favorita, fecha de cumpleaños y signo solar, mi foto preferida con esa persona (en caso de existir), la palabra que mejor la define en mi vida, cuántas cartas o emails le escribí en el intento de comunicar mejor mis emociones, adonde fuimos juntos o qué viaje mental nos conecta y qué canción es la que mejor me la recuerda.

Sin embargo, parece que sí, que elijo la comida como método conector preferido. Si te quiero, alguna vez comimos juntos.

Comer fideos verdes indefectiblemente me lleva a mis tres años y a San Clemente con mamá, papá, mi tía y mis primos.
De mi abuelo absorbí esa costumbre extraña de untar queso en las facturas. Qué viejo grande, siempre comía lo que yo le cocinaba, aunque fuera un asco.
Cuando tomo té con leche, necesito pan flauta para cortarlo en tiras y poder mojarlo ahí, como aprendí de mamá. Ella nunca chorrea el té de la manera asquerosa en que lo hago yo, como si siempre tuviera cinco años.
Cocinar ñoquis o tarta de manzana es sentir a la abuela dando vueltas y tratando de terminar todo ella, desconfiando de mi certeza.
Si quisiera acordarme de papá comiendo, debería ingerir salchichas crudas o tomar Tía María. Y terminar vomitando ante el primer acto, claro.
De algún ex recuerdo los ravioles que hacía la madre, de Eleo su tarta de manzana express y de Manu su íntegra alimentación frugal. Juli es yakimeshi de pollo y Maca es tener jamón y queso en la heladera.

En Montevideo, pensar en Sofi y en la Rusa me hace babear meriendas exageradas. Romi es arrolladitos primavera.
Carla me recuerda tartas de verduras y semillas que me hacen extrañarla un poco. Martín es pizzas que nunca probé o algunas hechas a medias en la parrilla. Ah, y Pepsi.
Giulia es cenas de trabajo que te devuelven a tu casa sin aire y Mari no tiene comida asignada porque es exclusivamente cerveza y porro.
Rodrigo es sopa de letras.

Confirmo, como quien se anima a asegurar cualquier asunto personal aunque a nadie más le importe, que la cocina es el centro de una casa. De las emociones, de las relaciones, de la nutrición.
Y en mi caso, podría hasta decir que es el centro de una persona.

Mamá es nuestro primer contacto con el alimento y quizás los que tenemos problemitas de apego también tengamos alguna conexión especial con la cocina.
Por suerte en mi caso lo mío sería una determinada abundancia, ya que mi vieja siempre me dió todo.

La idea al crecer, es terminar siendo uno mismo su propia madre, sabiendo nutrirse con coherencia y de la mejor manera posible.
Mi manera de nutrirme es comer acordándome de todas las personas importantes de mi vida, esas que nunca voy a dejar de querer.

Es como si el ritual de la comida me asegurara, de alguna ridícula manera, que están siempre conmigo y que yo estoy siempre con ellos.

Resumen.

Mi amor por las estrellas me hizo sacudir el polvo y abrir los ojos ante una posible realidad, que elegí vivir en carne propia y dejar de idealizar.

Un día elegí Montevideo y a los tres meses crucé el charco con tres bolsos. Sola con mi Alma. Y ese fue el primer paso para darme cuenta de que no soy de ninguna parte.

Nací en Campana en los años ochenta -una ciudad fabril llena de historia- meses antes de que Alfonsín fuera electo presidente de Argentina.

Crecí en la casa de mis abuelos y mi familia es enorme, contando inclusive a todos los que viven dentro mío solamente.

Mis mejores recuerdos son en Diciembre. Los peores siguen ahí en un rincón, desbloqueados y libres de enseñarme lo que quieran antes de irse.

Mamá siempre fue mamá y papá. No tengo hermanos de parte de ella pero mi viejo me dió tres mujeres fuertes e intelingentísimas como para no olvidarme nunca de mi apellido.
Mi abuelo también fue mi papá. Es el único al que extraño.

No éramos pobres, aunque no nos sobraba la plata. La clase baja era el lugar común y yo sabía que no podía pedir regalos materiales muy caros. A veces la economía repuntaba y mamá me sorprendía con tal de que yo entendiera que no era que no quería, sino que no se podía.
Crecí a la par de mi empatía y nunca fui una nena caprichosa.

Ser hija única fue la base de mi creatividad y una apertura obligada a mi imaginación desbordante.
Todavía tengo presentes los sueños que tenía a los nueve años y hasta recuerdo la agencia de viajes en la que trabajaba recortando el suplemento de Clarín y ofreciéndole a mis clientes invisibles los mejores destinos, que obviamente yo ya conocía.

También tenía un barco que delineaba con tiza en el piso del patio y que sabía timonear incluso ante la mejor tormenta. Y en mis ratos de soledad prefería que mamá me armara una carpa y allí me internaba, quién sabe procesando qué cosa, tan necesitada de esa protección de útero materno que tal vez todos, en el fondo, a veces extrañamos.
Qué raro el humano.

Aprendí a leer a los tres años y de ahí no paré nunca más. Porque al mismo tiempo empecé a aprender a escribir y descubrí que me desenroscaba mejor de esa manera.

Siempre miré al cielo. De día, de noche, en patios, en jardines, por la calle. Caminando distraída o tirada en el pasto.

Y fue el cielo el que me escuchó llorando, el que soportó mis insultos, el que me aprobó las sonrisas y el que me miró abrazar a los que amo. Fue el cielo el que siempre me dijo cómo seguir y adonde ir. El que me hizo descubrir que no tengo que mirar siempre arriba, porque puedo encontrarlo mirando adentro. Por escucharlo es que hoy estoy donde estoy,

Un día elegí Montevideo y fue la patada inicial al resto del mundo. Porque yo no soy de ninguna parte. Nací en Campana, a ochenta kilómetros de Capital Federal, en Buenos Aires.
Pero también nací para aprender a ser de todos lados.

27 de junio de 2016


Soltar, tan lugar común.

La señal inequívoca de seguir sintiendo el hueco en el pecho, adentro de su abrazo, debería haberme bastado.
No eran iguales a los abrazos de él, tan llenos de amor, mas bien éstos eran más protectores, más de rodearme entera, de cuidarme por saberme frágil.

Yo, que desde que recuerdo me cuido sola, me dejé abrazar de nuevo, porque necesitaba que su pecho me cubriera las espaldas.

Yo, que me jacto de la libertad e independencia de la soltería, descubrí un día que de verdad me gusta estar acompañada, que ya no puedo mirar a otro lado como distraída, como si no supiera que lo que quiero es vivir adentro de una película romántica y empalagosa comiendo perdices. Tan rosada. Tan Disney.

Yo, que me paro en pos de la fortaleza de la mujer, sucumbí ante mi lado machista al sentirme un capullo débil a la intemperie de Montevideo -que bastante dura es en invierno- y prácticamente le rogué que me cuidara.

No eran iguales a los abrazos de él, porque aquellos eran desde el Alma y a éstos me los dieron con el cuerpo entero, que no es menos.

Yo, que me entrego íntegra, sin limitaciones, tuve que ahogar palabras y aprender a compartirme en lugar de darme, porque sino me quedo sin nada. Sin mí.

Yo, que reniego de los cobardes, me hice un bollito adentro de sus brazos y aún me pregunto cómo fue que no terminé la noche quebrada en llanto, con esa canción endemoniada de fondo que más que pasado tiene lastre.

El abrazo se desarmó, los brazos se guardaron en la ropa que durmió en el piso y yo sigo de pie, evaluando mi comportamiento estructurado de vivir arriesgándome.
Porque a veces hay que resguardarse ante los riesgos que inevitablemente te devolverán a la realidad en pedazos, porque alguien más te necesita entera.

Y porque quizás no era su abrazo lo que yo necesitaba para llenarme, sino saberme completa así, toda suelta, intensa, románticamente insoportable.

24 de junio de 2016

Volver a casa.

Mamá me había estado esperando en la puerta de los arribos de Buquebús, cámara en mano, y le esquivé la foto. El marido me saludó tan efusivamente que casi le agradezco la muestra de afecto.
Valentín bajó la escalera sin ladrar y se hizo pis encima cuando lo saludé.
Mis amigas hicieron cola en la puerta de casa cuando llegaron, para abrazarme. Lau vino bajo la lluvia con tal de que hablemos horas de las vidas paralelas que tenemos. Con Manu necesitábamos ese pequeño rato de charlas eternas dándonos consejos. Mi familia me preguntó mil veces cuándo llegué, cuándo me voy y cuánto estuve viajando por ahí.

En poco más de veinticuatro horas experimenté tremendo terremoto emocional en el que pude verme con -casi todos- mis seres queridos. Mi mundo, mi anterior entorno, mi gente. Mis raíces.

Volver a casa es rejuvenecedor.
Es recordar cómo era dejarse mimar.
Es amor.

16 de junio de 2016

¿Cuántas veces se puede volver a empezar?

Armás una vida cuando armás una casa.
Cuando hacés que cuatro paredes se transformen en un hogar.
Cuando el aire huele a mermelada casera o a pan en el horno.
Cuando laburás por aquello que se convierte en básico a la hora de vivir solo o con alguien más.
Cuando sos malísima ahorrando pero a la fuerza aprendés a cuidar tus gastos porque tenés que aprender, al mismo tiempo, a vivir sin depender de nadie más.

Armás una casa constantemente.
Cuando colgás un cuadro nuevo o cuando te tirás a observar ese rincón redecorado mientras te calentás las manos con un té.
Cuando cambiás de lugar los muebles.
Cuando te decidís a tener una mascota.

Armaste un hogar cuando te das cuenta que preferís quedarte en casa.
Armaste un hogar cuando te llegó la cocina nueva.
Y todos sabemos que el fuego es el centro de cualquier universo.

Armaste un hogar.
Empezaste de cero.
Por segunda vez.

¿Cuántas veces se puede volver a empezar?
Las que sean necesarias.

26 de mayo de 2016

No te conformes.

Estoy convencida de que no nacimos para conformarnos.
Estoy segura de que cuando descubrimos que hay "algo más", no podemos seguir ignorándolo, pasándolo por alto, mirando a otro lado.

Una vez que conocés la magia, esa conexión especial con alguien, ¿Qué haría que el día de mañana te conformes con menos?

Cuando encontraste el trabajo de tus sueños, ¿Por qué querrías aceptar otro que sólo satisface tus necesidades básicas?

Si descubriste lo que te hace elevar el Alma, ¿Por qué motivo dejarías de hacerlo?

Todas esas preguntas se responden con una sola palabra: Miedo.

Miedo de salir herido, de no ser suficiente, de no cumplir con tus expectativas o con las de alguien más. Miedo al compromiso, miedo a "perder la libertad" (cuando en realidad no se la conoce realmente si se teme perderla), miedo a fracasar, a perder algo o alguien, a no experimentar demasiado en la vida, miedo a la incomodidad del cambio, miedo miedo miedo.

Entonces, ¿El miedo de dónde sale? De la falta de amor propio.
Una vez me preguntaron si el amor propio me limitaba. Claramente esa pregunta no tenía las bases suficientes como para entender que decir NO no es limitarse: es respetarse.

La falta de autoestima, entonces, deriva en miedo y el miedo nos bloquea a experimentar las cosas más importantes y grandes de la vida, porque la mayoría de esas cosas requieren mucho trabajo previo y un gran nivel de compromiso con nosotros mismos, para luego ofrecerlo a la situación, cosa o persona.

Conocí a alguien con quien tuve la magia más grande del mundo, y lo sé porque la pude ver, la sentí, la reconozco. Ahora sé que si sólo quisiera sentirme cómoda y segura al lado de alguien, simplemente lo haría. Pero no, si ya sé que otras conexiones más profundas existen, no me voy a conformar.

Tengo el trabajo que ni siquiera imaginé tener en la vida. No sólo hago todo lo que debo hacer por cuidarlo, sino que me comprometo, al mismo tiempo, a cuidarme a mí en él.

He descubierto -por suerte- una gran cantidad de cosas que amo hacer, que me elevan, que me nutren, que me ayudan a mejorar como persona cada día. Y no pienso dejarlas de lado por nada, porque yo no quiero dejar de sentirme "yo".

Alguna vez sentí que me faltaba libertad.
Era porque simplemente no la conocía y tenía una idea adolescente de que tener libertad significa hacer lo que uno quiera, donde y cuando quiera.
Libertad es poder elegir siempre la opción de crecer y de avanzar, de transformarte, de cambiar. De salir del lugar cómodo y estancado donde no tenés posibilidades de crecimiento. Y no es casual que esa libertad siempre se encuentre en las situaciones más difíciles.
Libertad es poder decir "basta"o "vamos", es poder amar sin limitarte, es ser quien sos sin ocultar nada, es despertarte cada día seguro de que la decisión que tomaste es la correcta. Libertad es saber cuándo seguir y cuándo parar, es respetar a los otros, es no exponerte a situaciones que a largo plazo sólo te traerían dolores de cabeza.
Libertad es viajar por el mundo pero sobretodo es viajar para adentro.

Alguna vez sentí que quería experimentar -casi desesperadamente- todo lo que se pudiera experimentar en la vida. Hasta que descubrí que mi curiosidad, además de no tener límites, no estaba siendo dirigida a los lugares, situaciones o personas indicadas.
Sigue sin tener límites, pero descubrí que me interesa más experimentar la profundidad de algo, el "hasta dónde" se puede llegar, en lugar de saltar de cama en cama, o de trabajo en trabajo, sólo por citar ejemplos.

Alguna vez sentí miedo ante la incomodidad, ante los cambios.
Más tarde descubrí que lo mejor que te puede pasar en la vida, es mutar constantemente. Porque cuando entendés que podés proveerte la estabilidad necesaria vos solo, que todo lo demás vaya cambiando al principio asusta, pero hace mucho más entretenido el camino. Y probablemente termines haciéndote adicto a cambiar, porque es sinónimo de evolucionar. Si lo hacés bien, claro.

Entonces, conformarse es para débiles. Para los que no se animan a romperse, porque no saben que después se vuelven a armar. Conformarse es para mediocres, para los que eligen quedarse estancados cuando arriesgarse parece terrible.
Conformarse es para gente aburrida que más tarde se pregunta qué ha hecho con su vida.

La curiosidad te hace cuestionarte. La libertad te da opciones.
Saber lo que querés de la vida, requiere que cuestiones esas opciones con el Alma.

Y que no te conformes con lo superficial, con lo efímero, nunca. Porque siempre, siempre hay algo más grande ahí atrás, mucho más grande de lo que nuestros ojos llegan a ver.

21 de mayo de 2016

Hacer el duelo.

Cuando "perdemos" a alguien -de la manera que sea- queramos o no, el momento en que debamos hacer el duelo será inevitable. No incluyo a la muerte aquí, porque es un duelo mucho más profundo que no nos compete ahora.
Y le pongo comillas al perdemos, porque en realidad nadie nunca es de nuestra propiedad y es nuestro ego el que cree sentir esa carencia.
Usualmente el duelo del tipo al que me refiero, se da específicamente en relaciones emocionales como con parejas o amigos.

A algunos les llegará inmediatamente, como un tsunami de tristeza, un hueco en el pecho que les quita el aire, una imposibilidad de hacer otra cosa que no sea llorar.
A otros les llega de manera un poco más fría, lo analizan todo, no se permiten sentir el dolor (hasta que inevitablemente no los deje seguir con su vida habitual al exteriorizarse, quizás como enfermedad física o psicológica) y a otros tantos la realidad les llegará con delay, después de que amigos y familiares lo hagan entrar en razones o, incluso, luego de alguna epifanía en la que decidan frenar y ver qué es lo que está pasando dentro.

Mi manera de hacer el duelo depende mucho, obviamente, del vínculo y de la manera en la que se genera la distancia. Incluso si hago el mismo durante la relación, cosa que no he podido evitar más de una vez.
En la mayoría de los casos, comprende dos etapas: la inicial bronca de buscar todo lo malo para hacer el corte definitivo, y la apertura de mi empatía para perdonar (a mí y al otro).

En el final concreto, evito todo contacto.
Necesito establecer límites inamovibles para superar la pérdida o cambio de un vínculo. No te quiero ver, ni leer en las redes sociales, no te quiero escuchar ni quiero que me contactes. Te estoy odiando porque probablemente ya encontré motivos suficientes, porque me lastimaste siendo egoísta, porque te comportaste como un idiota, porque sé que estás interesado en alguien más o porque simplemente demostraste que yo ya no te importaba. O todos los motivos juntos. O incluso puedo imaginar motivos extras para darme la razón o autoconvencerme de que te quiero lejos.
Elijo ignorarte y amputarte -esa es la palabra exacta- de todos los ámbitos de mi vida, elijo olvidarte para que deje de doler.
Te saco, te arranco, te evado y te borro de todos lados, hasta de mis recuerdos. Lo necesito porque es mi proceso personal y no me importa realmente si eso te molesta, ahora soy egoísta, ya no te tengo en cuenta, estoy resentida aunque en el caso específico no hayas sido el/la culpable.

En la segunda parte, como en una secuela, entiendo las cosas como son. Es probable que entre ambas etapas haya verdades reveladas, uno suele enterarse de muchas cosas que estaban ocultas o que no se contaron, pero al final ya no importan porque la amputación resultó exitosa.
Ahora soy empática.
Aquí es cuando entiendo al otro, me pongo en sus zapatos, señalo mis propios errores y ante el primer intento de castigarme por ello, recuerdo que las cosas se dan de la mejor manera que debían darse, porque ese es el aprendizaje que debemos tener, no otro. Así que no me castigo, y me perdono. Perdono al otro también, porque ambos hicimos lo que pudimos hacer con el conocimiento que teníamos en ese momento, porque otra cosa no fue posible. Considero nuestros niveles de consciencia y eso me ayuda a comprender mejor.
Empatizo con la actitud ajena, haya sido horrible para mí o no. Empatizo absolutamente todo lo que me hizo mierda, lo que me hizo llorar día y noche, empatizo hasta conmigo. Y en ese proceso, en el proceso de comprender-nos, me llega la comprensión del perdón que tengo que practicar (y cuesta horrores de todos modos) y del amor que siempre tuve dentro, hacia el otro y principalmente hacia mí.

Luego de esta etapa -que puede durar eternamente- acepto que siempre voy a querer al otro siempre y cuando se haya abierto lo suficiente conmigo, o yo le haya conocido el Alma. Porque hay relaciones donde el otro siempre se muestra con una máscara y no podés ser empática jamás, porque nunca se abren realmente. Esos se amputan directamente, sin anestesia y con poco dolor. No hay segunda parte.

Entonces llega el momento de abrirle la puerta a los recuerdos. Aquí es donde me permito extrañar un rato, donde vuelvo a acariciar, a abrazar, a besar y hasta a tener sexo con el otro si ése fue el caso. Repaso absolutamente todo lo que vivimos, no me olvido de nada. Tengo presentes las cosas únicas que viví con esa persona y hasta recuerdo fechas que de nada me servirá recordar. Lloro, lloro como exagerada, para ir separando esos recuerdos del dolor que me provocan, de saber que las cosas nunca más volverán a ser de ese modo.

Por esta instancia ya no me interesa saber si al otro le duele como a mí o no, si ya se olvidó de la situación, si la superó o si alguien más está en el lugar que yo ocupaba, son todos intereses del ego.
El proceso es mío, no del otro. A esta altura lo externo está aparte, ya no merece mi atención.

Finalmente, luego de un tiempo prudencial, es posible el contacto nuevamente, en caso de que la situación social así lo requiera. O en caso de que en realidad no nos sea factible la ausencia total.

El amor y la amistad me duelen con la misma intensidad.
Nunca volví a ser amiga de aquellos amigos con los que me peleé. Nunca volví a contactar a ninguna relación del pasado.
Soy blanco o soy negro. Tener un gris me es tan difícil que sé que es el próximo aprendizaje a desarrollar.

Mientras atravieso las últimas etapas, me doy cuenta que necesitaba escribir el proceso para darle otro cierre.
Ahora tengo que abrir la ventana y dejar que todo se vaya por ahí.

2 de mayo de 2016

La psicosis del Río de la Plata.

Buenos Aires tiene locura, tiene frenesí, tiene ritmo de ataque cardíaco. Tiene estrés, tiene terribles niveles de exageración, de desesperación, de apuro. Todos siempre están alterados, abrumados, angustiados de tanto autoexigirse.
Tiene humo e inseguridad, tiene miedo. La ciudad está llena de miedos.
Tiene embotellamientos y accidentes. Largas esperas que te enloquecen. Tiene sangre, tiene polvo.

Montevideo tiene locura de otra clase, tiene falta de autoestima y ritmo vago, cansino. No se apura pero se angustia. Se castiga, se ahoga en un vaso con agua, se despierta cansada y se acuesta aún peor. Se da cuenta tarde que se encuentra en una jaula y cuando quiere escaparse, tiene deudas, tiene ataduras, se da cuenta que no tiene -y probablemente nunca tuvo- libertad. Libertad de elección, libertad de tener huevos para jugarse por lo que quiere, por lo que le apasiona. Es que en Montevideo hay poca pasión, hay demasiados días nublados como para que la gente tenga esperanzas de que todo puede estar mejor. 
Tal vez el agua que la rodea la hace tan melancólica, tan emocionalmente inestable. Tan desequilibrada.

Buenos Aires me acelera demasiado, me descompone la brusquedad a la que laten mis venas cuando estoy demasiado tiempo a ese ritmo.

Montevideo me pone triste, porque absorbo erróneamente la confusión que manda en las cabezas de los transeúntes, de toda la ciudad. Sobretodo de Ciudad Vieja. Me marea.

Buenos Aires al menos, sabe lo que quiere y tiene impulso, tiene fuerza para ir adelante en las adversidades. Se queja un poco pero sigue, sabe que es fuerte y tiene dirección, sabe adonde ir. Tiene la costumbre de elegir mal, pero no duda en hacer quilombo y romper con todo para volver a empezar.

A Montevideo la frustra volver a empezar. Está cansada de estar cansada, se queja de todo y le cuesta arrancar, empezar el cambio. Quizás hasta no crea en el cambio, al fin y al cabo, y por eso se rinde antes de comenzar a salir de la comodidad que la tiene harta. Está tan desesperada por vivir que no sabe por donde empezar a quitarse el estancamiento.

Nací en Buenos Aires, pero elegí Montevideo.
Todavía estoy tratando de entender porqué.

29 de abril de 2016

Que nadie.

Que nadie te diga ni te haga creer que no sos suficiente.
Que nadie te diga que no merecés lo que querés, o que no tenés la fuerza o la capacidad para lograrlo.
Que nadie te diga lo que tenés que hacer, comer, soñar. Eso, que nadie te diga que no podés soñar.
Que nadie te diga que no merecés recibir amor.
Que nadie te haga creer que tampoco podés darlo.
Que nadie te diga que no sos capaz, que te falta algo, que estás incompleto.
Que nadie te diga que no servís para nada.
Que nadie te diga que sos feo, o que alguien "más lindo" tiene ventajas sobre vos.
Que nadie te diga que lo que hacés está mal, si no estás dañando a nadie.
Que nadie te diga que te merecés castigos.
Que nadie te diga que sos incapaz de avanzar en la vida.
Que nadie te diga que no podés ser feliz.
Que nadie te diga que las cosas "malas" que le pasan son tu culpa. Que nadie te eche la culpa de nada.
Que nadie te haga sentir insignificante.
Que nadie te haga sentir odios.
Que nadie te haga sentir inferior.
Que nadie te haga sentir a un lado.
Que nadie te haga creer que no valés.
Que nadie te haga creer que sin vos todo es lo mismo.
Que nadie te haga creer que nunca te van a elegir.
Que nadie te insulte.
Que nadie te quite tus derechos.
Que nadie te obligue a hacer nada que no quieras.
Que nadie te juzgue o discrimine por cómo te vestís, por tu color de piel, por tu religión, por tus creencias, por tu sexualidad.
Que nadie te diga que tenés que ajustar tu vida a las reglas de la sociedad.

Que nadie te diga cómo tenés que ser.

Y si algo de todo esto pasa, solamente recordá que estás vivo por algún motivo, aunque todavía te sea incomprensible. Que el Universo tiene su orden y vos sos parte imprescindible de él.
Que siempre hay gente que te ama, que tenés miles de capacidades y que a veces todos nos caemos, que es normal sentirse hundido, pero eso sirve para crecer y para probar que podemos volver a nadar en la superficie.

28 de abril de 2016

Mudar.

Me preguntó qué hacía acá y me dijo que era muy corajuda en haberme mudado sola a Montevideo, que él jamás lo podría haber hecho.
Me pregunté qué hago acá y me dí cuenta que fui muy corajuda en haberme mudado sola de país, que no todo el mundo se anima a tirar todas sus estructuras al carajo y empezar de cero.

Le respondí que necesitaba un cambio de vida. Es la excusa que siempre uso para simplificar una respuesta que jamás tuve, que jamás me tomé el tiempo de darme.
Sólo sé que una de las palabras que usé desde el comienzo, como fundamento para tirarme al vacío, fue estabilidad. La búsqueda de mi propia estabilidad interna, porque en la desesperación de mantener estables las placas tectónicas de mi vida, me dí cuenta que debía empezar por dentro.

Lo cómodo se había tornado demasiado incómodo y tuve la necesidad imperiosa de mudarme en todo sentido, para sacudir la molestia y volver a sentarme en paz en esa comodidad amable, certera.
Me mudé de piel, de conceptos, de pensamientos, de país y hasta de algunas creencias.
Con el tiempo mudé de entorno, de trabajo, de amigos y un poco hasta de léxico. Mudé de medios de comunicación, de música, de instituciones, de gobierno.
Mudé por completo todo aquello que se podía ver de mí, que con acercarte un poco podías observar.

Pasaron los meses y armé algunas bases imprescindibles como para sentirme tranquila. Levanté una casa con una amiga, un hogar que aunque no es típico, es nuestro. Levantamos un gato en una playa por ahí. Nos levantamos un poco entre nosotras.
Pero así como fui armando las bases materiales, algo en el fondo se iba derrumbando igual: Me había olvidado de mudar internamente.

En las ansias por sentirme en casa, compré muebles y alimento para el gato. Me compré abrigo en invierno y café para empujarme a noches sin dormir los fines de semana, entre mis cuatro paredes.
En la angustia de extrañar, compré pasajes. En la tristeza de sentirme sola y un poco olvidada, regresé siempre a los mismos brazos, que más tarde me volvían a dejar sola.
No, los brazos no tienen la culpa. La que se había dejado sola, claro, era yo.

Entonces, como siempre, me busco. Me encuentro con el espejo la cara roja de llorar todo el día, de no entender lo que me pasa, de no saber qué quiero de la vida. Si quiero quedarme o me quiero ir, si quiero abrazar y crecer o prefiero seguir en soledad como una ermitaña soberbia que se niega a tomar las riendas de los aprendizajes más duros, sólo porque me abren en dos el pecho y duele, cómo duele.
Me encuentro con los días de lluvia que llenan de humedad mis paredes y mi cabeza. Me encuentro con el sol que me lastima los ojos, porque me la paso revuelta dentro de mi propia oscuridad y al salir al exterior, ni siquiera puedo ver bien.
Me encuentro con tantas cosas que oculté de mí que me quiebro.

Y sin embargo parece un embrujo, parezco encantada de romperme, porque voy aprendiendo hasta dónde puedo llegar, cuáles son mis límites, hasta cuándo voy a soportar las cosas que me hartan, que me ahogan, que en lugar de darme paz me la quitan.
Me la paso procesando todo el año, toda la vida. Necesito esconderme y limpiar, purgar todo lo que me lastima de mí misma, porque no tolero mis faltas de respeto ni de compromiso con mi amor propio.

Así, de a poco, comprendo que nadie más que yo es culpable de lastimarme, porque uno interpreta lo que sabe/puede interpretar y no lo que realmente es. Entiendo que todo lo que me hiere de los otros tiene una base dentro mío, una manera de hacerme analizar qué estoy haciendo mal, en qué me estoy equivocando.

Hasta que me canso de echarme la culpa y me doy cuenta que a veces no tenemos que soportar cosas de los demás que nos hacen daño, así estemos en pleno trabajo interno o no. Se trata de algo tan simple como el respeto.
Justo en ese momento es cuando veo la puerta y acepto que si me quiero ir, no lo hago escapando, sino cuidándome.
Porque nadie te va a cuidar mejor que vos mismo, si te escuchás un poco.

25 de abril de 2016

Levantarse.

Cuando terminé con mi último ex estaba toda desarmada por dentro.

No fue fácil tomar la decisión -nunca lo es- y sin embargo cuando lo hice, además de llorar descargando frustraciones, me sentí liberada. No importan las razones ni los motivos, pero lo que más desconfigurado me dejó el cuerpo, fue el hecho de sentirme desvalorizada.
Que alguien no te cuide o no te valore, sin duda te mete el dedo en la llaga para que mires adentro tuyo a ver por dónde no te estás cuidando vos. Todo lo que nos pasa alrededor, siempre tiene una causa interna, o al menos no creo que sea casual que todo cierre cuando empezás a escuchar tu verdad y no la que querés decirte.

Unos días después de separarnos, me apoyé en la mesada de mi antigua casa, miré al piso y me dí cuenta que estaba de pie, que estaba viva, que sentía que todo se había venido abajo y lejos estaba de ser real.

Entonces entendí que malos ratos pasamos todos, que son inevitables.
Que en el ritmo frenético al que estamos acostumbrados a vivir, nunca nos pausamos.
No escuchamos nuestros deseos porque estamos pendientes de los de los demás, o prestando atención a lo que la sociedad espera de nosotros.
No nos detenemos a escucharnos, a enfrentarnos con lo peor de nosotros, a buscar lo que queremos. Tenemos miedo de encontrar cosas que nos hagan sufrir, que nos obliguen a trabajarnos, a meternos dentro nuestro y sanar. Tenemos terror de encontrar limitaciones que nos coarten alguna libertad que erróneamente creemos tener, porque la única libertad verdadera se siente cuando estás claro sobre lo que querés de vos mismo.

No bajamos un cambio porque ocuparnos de mil cosas al mismo tiempo, parece glorificar la idea de que somos superhéroes de un cómic que es más triste que exitoso. Nos llenamos de tareas para evitar encontrarnos con nuestro verdadero yo.
Nos desnudamos literalmente mil veces ante distintas personas jugando a ser liberales, cuando en realidad desnudarnos de verdad con alguien, mostrarnos vulnerables y auténticos, nos da un pánico tremendo. Aunque eso forme parte de una libertad más grande.

No nos silenciamos porque llenar la cabeza de música, televisión u otros, engaña a nuestros miedos y a la cobardía que tenemos para hacernos cargo.
No nos queremos responsabilizar de las cosas que hacemos mal, porque sólo nos gustan las felicitaciones de cuando las hacemos bien. Porque no nos queremos, no tenemos amor propio, cada cual tiene un determinado patrón de falta de autoestima que hace que busquemos siempre aprobación externa, porque no la podemos encontrar dentro.
No nos sentimos merecedores de la felicidad, por eso saboteamos las cosas que nos hacen bien.

Hasta que la cabeza ya no puede ocultar el llamado que viene de otro lado, de lo más profundo de uno, de ese rincón que pide a gritos un cambio, porque estancarse no puede seguir siendo una opción.
Entonces aparecen las incomodidades, esas que para poder eliminarlas, te obligan a sacudir todo el esqueleto, las estructuras, bailar, moverte, estremecerte, temblar.

Caerme, despedazarme, tirar abajo todas las bases me ayuda a transformarme. Porque yo no soy yo si no acepto que los cambios me hacen crecer, que me arrancan de las zonas cómodas, que me empujan a ser más de lo que creo que puedo ser.
Que me dicen que llegó el momento de ser yo.

Cada vez que estoy un poco confusa, vuelvo a apoyarme en la mesada y miro al piso.
Estoy de pie, otra vez, como siempre volví a estar.
Que me tome una pausa, es sólo para descansar.

24 de abril de 2016

Comprendés exactamente lo que te pasa. Sabés porqué estás llorando, conocés cada causa y cada raíz de tu dolor, de ese dolor que es tu responsabilidad, de ese al que no podés culpar a nadie.
Encontraste tu sombra y está llena de rencores, de resentimientos. Es una nube negra, oscura, donde están guardados todos los preconceptos que la sociedad y la familia te impusieron sobre lo que debe ser, junto a lo que siempre fue igual en tus relaciones, e insistís en mantener.
¿Cómo te va a ir bien, haciendo lo mismo de siempre, que todas las veces te llevó al mismo y triste final?
Nada vas a aprender si no comenzás a lidiar con la incomodidad de saberte imperfecta.

18 de abril de 2016

Alguien lo escribió, alguna vez.

Pero no fui yo.

"No te voy a amar cómodamente, voy a sacarte de tus lugares seguros hacia un cielo salvaje que ni siquiera has tocado con tus sueños.

Mi amor será muy probablemente un inconveniente, y se mostrará cuando tú pienses que no estás listo para mí, voy a despertar tu espíritu, no sólo tu cuerpo o corazón.

Te llevaré de vuelta a donde nos conocimos, todos esos desiertos y cielos atrás, pero no te darás cuenta hasta más adelante.

Mi amor molestará a tus rutinas, tu pereza, tus mecanismos de escape, el fregadero cómodo del hábito y la previsibilidad.

Voy a agitar tu memoria distante del alma, tan profundamente y con tanta rapidez y claridad de rayo que sentirás que has sido arrestado por algún misterio que no puedes nombrar.

Mi amor te llevará a tales ensueños, sueños y fantasías de aventuras sensuales, sagradas y creativas que a veces te preguntarás si todavía estás viviendo en el mundo normal. Puede ser que de repente te encuentres a ti mismo despertando a las 3 am, anhelando una vida salvaje que se ha eclipsado a sí misma desde tu conciencia.

Voy a inundar tu mente, cuerpo y alma con la energía que parece ser de un Nuevo Mundo radiante, pero que es a la vez exquisita, antigua y perdida.

Mi amor puede hacer que desees alejarte de todo lo mediocre, medio y normal que alguna vez hayas conocido, a cambio de la más salvaje de las noches, los besos más llenos de estrellas, la más duradera de las conversaciones y la más mística de las miradas.

No será fácil amar en el sentido convencional, porque he llegado para mostrarte tu propia magnificencia divina.

Voy a despertar los fuegos de la transformación, voy a envolver mi corazón incondicional amante alrededor del tuyo hasta que no puedas hacer otra cosa más que crecer en Amor.

Mi amor requerirá que camines por las brasas, que te muevas por los bosques oscuros del alma, te quites las prendas pesadas y pasees desnudo por las estrellas. Necesitarás hacer frente a todas las formas en que te resistes y endureces al Amor, al propósito, al Poder y Pasión Viviente.

Yo siempre te mostraré el espejo. No voy a encajar en tus horarios, tu agenda diaria, o tus estrategias cuidadosamente pensadas para tu seguridad.

Yo me mostraré un día, sin previo aviso, pondré mis curvas arrebatadoras gloriosas en tu escritorio y demandaré que te adores a ti mismo en el olvido extático conmigo.

Te recordaré que no estás en control de este paseo sobre esta alfombra roja mágica universal y que tienes que dejarte ir … ahora.

Mi amor se sentirá como refrescante rocío de luz de las estrellas, después del hundimiento de una noche interminable y sin estrellas.

Mi amor se sentirá como la incomprensible calidez que detiene el corazón, penetrando en el alma de tus huesos fríos con una paciencia y devoción que hace que tus ojos repentinamente estallen en lágrimas.

Mi amor siempre estará aquí para ti, incluso cuando no lo quieras, porque te enfrenta con el silencio, la verdad de la medianoche de cuán dolorosamente precioso y sagrado eres para mí.

Mi amor es tu salvación, porque tu Alma pidió por mí, salvajemente. Mi amor es tu verdad, porque tu cuerpo lloró por mí, estáticamente.

Mi amor es tu destino, porque tus ojos siempre han estado buscándome, a ciegas.

Mi amor por fin está aquí, porque Tú estás listo para mí – y las formas salvajes de mi fiero Corazón Errante."

Pánico.

Tengo ataques de angustia, de ansiedad. Algunos le dicen ataques de pánico, pero muy pocas veces tuve esa sensación mortal de que mi momento había llegado. Yo los sufro en los pulmones, en el aire, en la nariz.
Creí que no volvería a usar el verbo "tener" en tiempo presente, pero por lo visto jamás se van del todo, al menos por ahora.

Es el peor momento del día, cuando me doy cuenta que está ahí, machacándome la cabeza, el estómago, las ganas. Me desajusta la energía, me tira abajo, me absorbe íntegra.

Los nervios me comen la piel, las vísceras. Pero están ahí por algo, yo lo sé.
Aparecen cuando no me hago cargo de mis procesos, de los cambios que debo implementar, o de las cosas que debo afrontar. Aparecen cuando estoy mucho tiempo sin decir las cosas, cuando me ahogan las palabras que quiero soltar.
Renuevan su contrato conmigo cada vez que tengo miedo, terror, de tomar alguna decisión difícil, o que implique algún tipo de riesgo.
Me rodean cuando me hago la boluda, cuando pelotudeo en la vida e ignoro las cosas realmente importantes. Cuando sé lo que tengo que hacer y no lo hago. Cuando me distraigo de mis objetivos, demasiado.

Me golpean hasta tumbarme, cuando no me hago responsable. De lo que sea. Cuando me creo demasiado débil, cuando pierdo la fe, cuando ME pierdo.

Entonces me enrosco, como si fuera una serpiente que empieza a comerse su propia cola. Busco el aire, lo necesito, es lo que me devuelve la vitalidad. El viento.
Me callo. Respeto los procesos de los demás, los escucho aunque ni ellos lo sepan. Siento el dolor propio y el ajeno de la misma manera. Me corroen.
Pero tengo que sanar. Y me ocupo de eso para que la angustia se vaya, lejos. Para que me deje respirar con libertad de nuevo.

Cuando termino de comerme a mí misma, hay una nueva yo. Salgo corriendo a ponerme al hombro mis responsabilidades, le digo a mi niña interior que todo va a estar bien, que estoy en eso.
Que tarde o temprano, todo se endereza, se acomoda.
Que la tormenta ya pasa.
Y que la Luna siempre vuelve a llenarse para que veamos bien de noche.

13 de abril de 2016

Visceral.

No sé cuántas veces por año me interno en mí misma.
No puedo contabilizar las crisis existenciales que he tenido hasta ahora, ni las depresiones (bueno, esas capaz que sí), ni las tristezas esporádicas, ni los hundimientos en abismos varios.
No sabría responder al total de noches sin dormir o de días en los que estuve de pie con dos horas de sueño encima.
No puedo divorciar los sentimientos de completo hastío de aquellos de simple cansancio por la vida, ni definir un nivel de hartazgo por los intentos, por las batallas y por las pateadas de piedras y de tableros.
No tengo la más mínima idea de veces en las que mandé cosas, personas, situaciones y emociones al carajo.
Carezco de un número estimado de la cantidad de momentos en los que me invento respuestas cuando no las encuentro, o que las busco en un mundo que no es el mismo en el que vivo físicamente.
Imposible es calcular el tiempo que pierdo tirada en la cama mirando el techo, sin más nada que el vacío y el silencio respondiendo a mis inquietudes.
No puedo, simplemente no puedo, conocer la cantidad de horas que paso simplemente "en la búsqueda", a veces sin siquiera saber de qué.
Jamás podría tener una idea de las veces que lloré a los gritos, pateando cosas, tratando de entender aunque sea algo, o explotando por el mínimo motivo cuando en realidad tenía un big bang por dentro.

Pero lo que sí puedo decir es que tengo una inherente capacidad intuitiva, desarrollada con el paso del tiempo y de las experiencias, que me hace confiar en que, tarde o temprano, todo va a estar bien.
Sé que cada crisis tiene su correspondiente apertura mental, su aprendizaje.
Sé, también, que cada vez que me meto a procesar en esa carpa a la que suelo llamar "mi cueva", salgo renovada, fresca, limpia de cuerpo, de alma, de mente.
Ya me hago cargo de que cada vez que algo me molesta, tengo que meter la mano dentro mío, retorcerme las vísceras, y revolver hasta hallarlo, hasta arrancarlo desde lo más profundo de mi persona, de mi espíritu o de mi inconsciente.
Sé que llorar limpia, transmuta. Sé que pensar tanto no ayuda, porque a veces las respuestas no están en la cabeza, sino en otro lugar.
Sé que no pierdo el tiempo intentando encontrar aquello que me impulse a seguir, porque es una inversión.
Sé que el mundo tiene mucho para ofrecerme. Y que reconocer al "otro mundo" es parte de mi equilibrio. Sea el otro mundo que sea.
Conozco mi oscuridad y eso me ayuda a reconocer mis límites, a saber hasta dónde puedo llegar, hasta dónde puedo darme sin perderme.

Pero uno siempre se pierde, es inevitable.
Cuando el equilibrio está en la palma de tu mano, se torna tan aburrido que terminás provocando terremotos para tener algo de acción, porque estar en paz con uno mismo y con el mundo es algo a lo que no estamos acostumbrados, ni nos creemos merecer.

Y ése es el problema: No creernos merecedores de la felicidad.
Cuando aparece, buscamos algo más, no podemos estar en paz, nos cuesta recibirla y dejar que se quede, le buscamos la vuelta, la mentira, el "algo tiene que fallar". La rodeamos a preguntas y empezamos a esperar el momento en que realmente desista, se extinga, porque no sabemos apreciarla y mucho menos disfrutarla.
Porque nos aburre estar felices, como consecuencia de vivir acostumbrados a los retos, a lucharla, a estar disconformes todos los días, a esperar las desgracias.
Carecemos de la certeza de merecimiento porque no tenemos un amor propio realmente sano, que nos diga: "-Hey, ya es hora. Todo eso que trabajaste tiene su recompensa, acá está." Y no, no solemos aceptar a la felicidad así de simple, porque la queremos seguir buscando, porque en la búsqueda está la acción, la gracia.

Tenemos que dejarnos vivir, urgente. Tenemos que aceptar que la felicidad no es ninguna meta ni está en un libro de Osho: la felicidad la tenemos al lado siempre. La opción de aceptarla y agradecer que esté ahí, también.

No, no soy un libro de autoayuda ni tengo un positivismo adolescente porque vivo creyendo que todo va a estar bien y que la felicidad está en agradecer y disfrutar lo que tenemos.
Simplemente a veces decido abrir los ojos a mi realidad, y sí, agradecer todas y cada una de las pequeñas cosas que tengo en la vida y me llenan el Alma.
Porque si me enfoco solamente en todo lo que está mal, no tengo ganas de seguir adelante.
Y yo necesito avanzar.

Entre caníbales.

Una vez me dijeron que coger está sobrevalorado.
Creo que no podría estar más de acuerdo.

Ojo, que no se malinterprete: me encanta coger.

Adoro llegar a ese nivel de intimidad en el que te fundís con el otro y te olvidás hasta de tus propios límites. Es hermoso explorar el cuerpo humano y las cosas que somos capaces de sentir y experimentar terrenalmente hablando.
Soy muy calentona, muy. Sobretodo cuando existe alguien que puede excitarme con demasiada intensidad, como si tuviera algún tipo de clave secreta hacia mi interior y supiera encenderme aún cuando me encuentro en situaciones donde no me debería estar calentando. Y eso incluso hace que me suba la temperatura más.

Pero sí, volviendo al tema, coger no sólo está sobrevalorado, sino que la sociedad ha hecho de ello un culto ridículo al que le añaden mucho condimento. Como si fuera lo más importante de la vida, como si ponerla sumara puntos en algún tipo de juego en el que gana el que más acaba, o el que tiene la lista de compañeros sexuales más larga. O el que la tiene más larga. Como si importara, decía.
Todo parece una competencia carnal donde el más experimentado se lleva el título, el ridículo título de campeón. ¿Campeón de qué? ¿De relaciones sin contenido?

La libertad que experimenta la sociedad en esta era - siempre tan confundida con libertinaje - me parece de lo mejor que nos pasó como humanos, y el sentimiento de verdadero libre albedrío sin duda es lo más pleno que podemos experimentar, pero sentirme libre no incluye, para mí, andar abriendo mis piernas ante cualquiera.

Nunca fui de esas personas que gustan de revolcarse y "Si te he visto -o desvestido- no me acuerdo", simplemente porque no es algo que me llene, que me satisfaga del todo.
He cogido con personas con las cuales no tenía tema de conversación, y con personas que antes de cogerme el cuerpo, me cogieron la mente. Me acosté con fulanos que duraban un polvo o que me desarmaban durante siete. Me desperté al lado de personas con quienes no quería despertar. Me dejé abrazar pretendiendo comodidad, por hombres que seguramente tampoco querían hacerlo.

Nunca viví la desesperación que parece experimentar la sociedad ante la posibilidad de revolcarse con alguien nuevo, o de lamer un cuerpo solamente porque resulta agradable a la vista, tentador. Llámenme aburrida: la idea me atrae un montón, pero me cuesta llevarla a cabo. Me puedo imaginar revolcándome con todas las personas del mundo que me parecen hermosas, pero de ahí a hacerlo realidad...quizás haya falta de verdadero interés.
Tal vez porque me aburre coger por coger, o encontrarme cara a cara con alguien con quien no compartiría nada más que fluídos.
Y no, no le encuentro sentido a esos encuentros, que muchas veces terminan tornándose incómodos, forzados.

El vacío que se experimenta al ponerla por ponerla, al estar con alguien distinto porque sí, nunca fue mi fuerte. Soy una intensa bárbara y necesito algún contacto más profundo que el de las ganas, que el meramente visual.

Por otro lado, no creo que coger esté sobrevalorado cuando realmente querés a alguien, cuando sentirlo acabar te da ganas de que se meta aún más adentro de tu carne, de que te toque íntegra, de que te conozca en cada momento de debilidad, en esa pequeña muerte. No está sobrevalorado cuando podés sacar toda tu intensidad, desenvolver tu verdadero yo, dejarte enloquecer, ser transparente y turbia, al mismo tiempo. Celebrar tu lado oscuro, compartirlo. Pertenecerle al otro un rato, entregarte, olvidarte del mundo y de cualquier límite. Transformarte, darlo vuelta, dejar que te de vuelta, en todo sentido. Reconocer tu capacidad de darle placer simplemente porque querés, se siente como el paraíso.

El plus del cariño o el amor siempre hace más placenteras las relaciones. Algunos dirán que lo que las hace mejor es la libertad de no sentir nada. Todos están en lo cierto, la subjetividad no se puede discutir, y cada relación, del tipo que sea, es un mundo. Cada polvo es un territorio distinto.

Pero de todos modos, concluyo coincidiendo de nuevo en que sí, coger está sobrevalorado.
Sino fíjense la cantidad de veces que perdieron la dignidad con tal de acabar.
Se van a sorprender.

10 de abril de 2016

Domingos.

Me despierta el olor a salsa que inunda mi cuarto.
Son las once de la mañana, es domingo y otoño. El sol se mete a la fuerza por las rendijas de la ventana y los ladridos del perro dicen que es hora de levantarme.

Bajo la escalera en pijama, toda dormida, agarrándome de la baranda, porque esos escalones son un poco tramposos si no abrís bien los ojos. Me detengo en el tercer escalón y observo todo: una parte del diario sobre la mesa, la tele prendida en algún CSI, el marido de mi mamá en el sillón leyendo la otra parte de Clarín. Valentín gruñendo para que no me le acerque.

Y ahí, a la derecha, mamá con anteojos empañados revolviendo la olla, en la mesada los fideos frescos recién amasados, en alguna silla el resto secándose para comer en otro momento.

El patio me llama al pasto, donde cargo energía aunque la luz solar me ciegue un poco. Las palomas revolotean para que les dé de comer. Los vecinos ponen música desagradable.
Recorro todo como si realmente estuviera allí, y veo la terraza con la ropa secándose, los gatos en las cornisas espiándome como si fueran intrusos -que lo son-, los caracoles secos que salieron de noche y no llegaron a esconderse a tiempo.
Probablemente suba a buscar la cámara, guarde en imágenes las flores más lindas de lavanda, las abejas que no la dejan tranquila, los insectos que me rodean.

Estoy en casa y sé que después de tremendo almuerzo, todo se silenciará respetando la siesta, determinando que el momento familiar del domingo se acabó.

Esa era mi vida cada séptimo día de la semana.
Esa es la vida que extraño cada vez que me doy cuenta que estoy lejos de mi familia.
Ahora, despertar cada domingo y no sentir el olor a salsa hace que me duela un poquito el pecho. Por eso decido darle play a esa música que escuchaba mamá cuando yo era chica, tratando inútilmente que toda esta melancolía sane un poco.

Tarde o temprano, todo lo hace.

7 de abril de 2016

Agua.

Dicen que soñar con agua representa nuestras emociones. Yo doy fe de que siempre que mis estados emocionales están alterados o demasiado en calma, el agua viene a decirme bien a la cara cómo estoy, por si me quedaban dudas. A escupirme un poco.

Anoche estaba en Miramar. Fui una sola vez, a mis 20, 21 años. Obvio que el Miramar en el que estuve anoche se parece en nada al real.
El mar estaba embravecido, loco, furioso.
Inundó toda la parte de la ciudad que está a su lado, el agua cubría la mitad de las puertas, y yo pasaba en ómnibus, triste, por todo lo que esa gente había perdido, estaba perdiendo.
Pero no había nadie. Todas las casas parecían solitarias, no había personas ni animales alrededor. Hasta que llegué al cartel.

Un cartel de letras blancas que develaba el nombre de la ciudad, donde padres con sus hijos se sacaban fotos, donde me encontraba con un conocido con el que me dí unos besos hace años y que ahora está un poco perdido entre sustancias varias...y me daba pena. Sentí empatía dentro del sueño. Sentí tristeza. Sentí miedo.

Bajo el cartel, apoyado en un terreno elevado, el mar. Amarronado, revuelto, sumamente enojado con el viento, estallaba en olas y olas dentro de sí mismo y me aterraba. Le tengo tanto amor como respeto, como si fuera un padre que puede ver cómo se mueven mis aguas internas y pudiera castigarme por eso, por no aprender a fluir.

Más abajo, un pequeño camino de agua estancada jugaba a ser su antítesis.

Y entonces me tuve que mirar yo, tuve que tratar de entender qué le pasa a mis aguas, por qué hierven o por qué son tan heladas, qué necesitan para estabilizarse y que eso no las estanque, porque estabilidad y estancamiento son cosas completamente distintas, pero que pueden confundirse.

Dicen que soñar con agua representa nuestras emociones. Nos hace entender nuestro estado interno.
Y capaz cuando te despertás, hasta estás más calmado que cuando te acostaste.