Vino un gato.
Recién había colado los fideos y los había tirado al plato con manteca. Les estaba por echar queso untable -porque amo las mezclas pegajosas y los fideos pasados- y afuera de mi puerta maullaba un gato.
No nos es permitido tener mascotas.
Quizás por el barullo, quizás porque vivimos en una época futurista, automática y mediatizada donde los animales no son bienvenidos por la ausencia de la capacidad de comunicarse con el habla.
Pero igual nos hablamos, y nos entendemos.
Le abro la puerta, entra tímidamente, se deja acariciar con recelo.
Como unos fideos y lo vigilo con la mirada; no sea cosa que no sepa decirme que quiere hacer pis y termine llenándome de ése olor ácido que tiene el orín de gato, algún mueble.
Soy hija única. A veces, cuido las cosas como si fueran a morirse sin mi cuidado. Lo mismo para una pareja, para una planta, para mi mamá, para mi colección de piedras o para un mueble que puede ser meado por un gato. No así al mismo gato, porque no me pertenece.
Hago "click".
-El gato no me pertenece- pienso.
-Andá a tu casa- le digo después de verlo retozar en el piso como si fuera un humano en un sillón masajeador.
No quiere salir. Le chisto, y me mira como diciendo "-Ya?"
-Si, tan pronto- le respondo telepáticamente.
No me hace caso. Lo alzo y lo pongo del lado de afuera de la puerta, con la excusa del pis, la de la pertenencia y la de "tenés que ir a tu casa, ésta no es".
Me mira con los ojos grandes e intenta volver a entrar. Le entrecierro la puerta, lo sigue intentando.
Tengo hambre y se me enfrían los fideos.
Quiero comer y el gato quiere volver a entrar.
Me siento una descorazonada, pero finalmente le cierro la puerta. Desaparece sin más, no lo escucho maullar ni insistir.
Me meto de a rollos los fideos tibios en la boca.
"Pertenencia.
Otra ridiculez del ego.
¿Quién te dijo que ese gato tiene casa?
Pensaste en que no le podías dar nada de comer porque tu comida no era "apta" para un gato, pero ni intentaste convidarle de tu fideos, acaso pensando que el pobre animal vino por un poco de comida. Vino a darte un poco de amor porque sabe que no te estás sintiendo bien, quizás para demostrarte que no sos tan egoísta.
Pero no, lo echaste y lo dejaste afuera con el frío, sin comida, pensando que tiene una casa adonde ir sólo porque no parece un gato callejero, porque puede "pertenecer" a algún vecino y tener "su" casa.
Pertenencia.
Qué ridiculez.
Nadie le pertenece a nadie, nada te pertenece. Ni un gato, ni tu novio, ni siquiera tu mamá. Ni tus libros ni tus discos.
No sos dueña, nadie es dueño. De lo único que podés jactarte que es tuyo es de tu Conocimiento, y aún así, estar jactándote sería una muestra del ego.
El gato es de la tierra, de la vida, y por un rato pudo ser tu compañía.
Pero en lo más profundo lo alejaste por tu miedo a encariñarte, porque las cosas van y vienen como en un ciclo, y cuando se van es cuando más te duele. Así que lo echaste por tu miedo, porque el gato podía quedarse a darte amor y no lo aprovechaste, preferías evitar el hecho de que luego se iría y lo extrañarías.
Tenés que aprender que, como dije, ni las cosas ni las personas ni los animales pertenecen a nadie.
Tenés que aprender a moderar las ansias, a superar las pérdidas, a solventar el amor con tu luz.
Tenés que aprender, sin duda, que el amor no tiene tiempo, y que siempre está.
Esté el gato físicamente con vos, o no."
Y me llené y me sobraron fideos, la ración justa para un gatito de ese tamaño.
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