Nos
despedimos cuando el sol estaba bajando.
Yo, un
hombre reservado que apenas pasaba los cuarenta años, estaba pactando mi
divorcio.
Ella seguía
siendo, para mí, la mujer más bella del mundo. Y sin embargo ahí estaba yo,
sentado sin poder decirle cuánto la amaba mientras ella se alejaba a cada paso
más de mí, de mi vida, de mi persona que ya no le atraía más que para firmar un
supuesto acuerdo.
Yo la
amaba, y ella para mí era todo.
Se fue
caminando por la calle lindera al río, como si fuera el Pont des Arts y ella mi
Maga, y yo casi me sentía Cortázar, el que la miraba pasar de la mano de otro
en la milonga, el que vomitaba conejitos.
Me dije a
mí mismo que la recuperaría, uf, tantas veces. Que dejaría de ser el que no la
cuidaba, el que no se cuidaba de sí mismo.
Que por fin
no tomaría tantas malas decisiones, que la llevaría del brazo adonde ella
quisiera, al fin del mundo si venía al caso.
Pero nunca
cumplí mis promesas, siempre fui de boca vana, de palabras vacías.
Y un día se
cansó. Le agoté tanto las esperanzas que decidió valorarse un poco e irse con
otro. No vale la pena enunciar nisiquiera quién era ese otro.
Y se fue, y
así la perdí.
La había
conocido en la calle, en San Telmo. Vendía artesanías en el local de una tía
suya, y yo, haciéndome el interesado en vasijas de barro que, en mi vida había
pensado usar, entré una de esas tardes en las que pasaba y miraba para adentro,
haciéndome el macho argentino.
Dije que buscaba algo para mi abuela enferma, pobrecita ella, que por fin la pudimos traer desde Alemania para cumplir su último deseo de ver un partido en la Bombonera, para luego volverse a su país natal a esperar a la de negro.
Le dí tanta pena que me terminó regalando una de las dos vasijas que me llevé. Y qué culpa tendría mi abuela, nacida, criada y fallecida en Chacarita, de tamaña infama.
Unas tardes
después, la invité a salir. Era un sueño, su pelo largo, los labios que ni
carnosos eran, y esa nariz chiquitita, no sé cómo explicarles, era un sueño, MI
sueño.
Pero entre
tanto recuerdo, en fin, ahora recuerdo
que la perdí.
Que le
entretejí en el alma tantas decepciones, tanto desamor. Que prometí cuidarla
ante todo, más que a mi vida, pero no pude, creo que ni siquiera lo intenté.
No le dí
valor, no le ví el valor, ni el brillo a tiempo. Y, por dios, esa mujer sí que
sabía cómo brillar.
Si se ponía
un pantalón, brillaba. Si usaba ese vestido rojo en Año Nuevo, era el sol de la
madrugada. Si lavaba los platos toda despeinada, era mi propio sol. Y nunca se
lo dije, nunca lo supo de verdad.
Mis viejos
siempre fueron reacios para darme amor, y les echo la culpa -todavía hoy-de
porqué yo no supe entregarme tampoco. Nunca le dije que la amaba. Nunca le dije
todo lo que valía para mí, que quería que fuera la madre de mis hijos, la que
me acompañara a elegir cada destino en las vacaciones, la que quería de mi mano
el día de mi muerte.
Sólo tuve
quejas para darle, sólo supe decirle lo mucho que me molestaban sus defectos,
que eran mínimos. Que cocinaba asquerosamente, que no podía pintar ni una pared
sin hacer desastres, que era malísima para los deportes, para la cultura, para
todo lo que le podía generar alguna pasión y alejarla de mis brazos.
Siempre
borracho, yo me atajaba, por las dudas. No sea cosa que por no tenerla cagando
un poquito, se me fuera a ir con otro. Un pelotudo.
A las minas
eso es lo peor que le podés hacer.
Sumado a mi
falta de conocimiento en la materia de entregar amor, ella se desesperaba, no
sabía cómo conformarme, qué más hacer por mí. Pobre mujer, y yo la vivía. Se la
pasaba llorando el último tiempo, la terminé gastando, le destruí la
autoestima.
Aunque mis
amigos me dijeran que la culpa no era del todo mía, yo sabía que era así. Como
dije ya, ella brillaba siempre. Y yo le supe sacar poco a poco, esa luz que tan
felíz me hacía.
Se la absorbí, como si fuera un papel secante. Me gustaba apretujarla entre mis brazos, sentir que me pertenecía. Que yo era para ella y ella sólo para mí, para nadie más.
La alejé de
su familia, de sus amigos. Nadie brillaba tanto como para merecerse su
presencia.
Ella me
contaba que estaba triste, que no sentía amor por nada, que ya en nada veía esa
“chispa” que sentía antes por todas las cosas, por sus cosas, por mí.
Estaba como
aburrida, en off. Y me lo contaba y yo la escuchaba. Y no la acariciaba. No la
abrazaba. No la supe contener.
Fui un fracasado, siento que lo fui y que podría haberlo evitado. Que ella no se hubiera ido así.
Me ponía
nervioso que se arreglara y se pusiera linda, más linda de lo que era, para ir
a visitar a la madre, ¿quién se creía esa vieja para merecerla tanto? Ni yo la
estaba mereciendo así últimamente.
Y las veces
que hacíamos el amor, dios mío, era tocar el cielo con las manos. Quizás en la
cama no la abandoné tanto, le alimenté todo aquello que no le alimentaba fuera
de la habitación. La amaba sin palabras, pero con tanta fiereza que creo que se
quedaba conmigo sólo por eso. Era mi única manera de demostrarle mi amor, de
sacar la violencia que me generaba amarla tanto.
De todos
modos, ya saben, se cansó. Me dijo que se iba, que se sentía apagada.
Y yo pensé
que tanto brillo no podía haberse apagado sin mi permiso, ¿cómo podía ser así?
Si yo la amaba…¿había otro, acaso?
Y la
confirmación fue la herida que me faltaba en el pecho, como si todo el frío
tajante de su distancia, me cortara todo el cuerpo, en pedazos, lentamente.
Así que
mientras se alejaba de mí, caminando con las manos en los bolsillos, ignota de
mi desesperación, de mi angustia por no saberla más mía, le disparé por la
espalda. Y ahí del todo, con mi permiso, sí, se apagó.
Se apagó
como una estrella, como lo que era. Pero las estrellas que dejan de brillar, no
dejan de brillar y listo. Las estrellas se mueren, se apagan mientras lo hacen,
lentamente.
Entonces yo
preferí acortarle ese suplicio, esa muerte lenta y dolorosa, ya sin mí a su
lado para amarla, aún en silencio. Preferí pasar este infierno solitario, en
dos metros cuadrados, esperando hasta que llegue mi momento, antes que saberme
solo en la casa y con ella de la mano de otro, sonriendo, caminando por ahí.
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