13 de diciembre de 2011

Pascual.

Clementina Giuliani y Juan Sorella habían venido alrededor de 1915 desde Calabria, Italia.
Típico caso de inmigrantes en búsqueda de una vida mejor, llegaron a Zárate -al norte de la provincia de Buenos Aires- y tuvieron 6 hijos.
En 1923 nació Pascual, el más chico.

Pascual se casó con Rosa, y tuvieron dos hijas mujeres.
Trabajó mucho tiempo en una funeraria de las más conocidas de Campana, ciudad vecina, adonde se había mudado años atrás.

Los fines de semana vendía facturas en la esquina de Rocca y 25 de Mayo, pleno centro. Tiempo después, para los que salían de "pachanguear" en la puerta de Tropicana, un "baile" donde gente mayor y soltera iba en busca de algo más que buena suerte.
No necesitaba trabajar, estaba jubilado. Pero él no podía estar quieto, no podía tirarse al vicio de no hacer nada y dejar que se le ralentizara el cerebro con el tiempo.

Le encantaba salir a pescar. Preparaba todo el equipo en la Citroneta celeste, armaba la vianda y salía cerca de las once de la mañana los domingos.
Tenía una paciencia indescriptible para esperar que pique una mojarrita, que sacaba feliz como si fuera el dorado más grande del Río Paraná.
Ya se había hecho amigo de todos los que vivían en el club y alrededores. Entraba gratis porque el presidente era un familiar. Contactos ventajeros clásicos del argentino promedio.

A veces sacaba algún dorado de tamaño importante, que se comía en la semana y después se picoteaba frío.

Sufría de diabetes, pero escondía en su taller bolsas con los mejores caramelos de praliné, turrones y alfajores que compraba casi de a cajas.
Y fumaba. No podía, pero se fumaba algún que otro toscano a escondidas de todos.

Le costó muchísimo el cambio del Austral al Peso. No le cerraban las cuentas y muchas veces lo podrían haber engañado, pero la gente en el barrio lo quería tanto que le explicaba cincuenta veces lo mismo.

Más de una vez me hizo algún regalo que yo quería, creyendo que el importe era equivalente a Australes, y le terminaban saliendo un ojo de la cara.

Las noches de verano las disfrutaba sentado en la vereda, escuchando la radio. Y a veces se sentaba derechito, yo ponía una silla frente a él y calzaba el elástico, donde me quedaba saltando y jugando toda la noche hasta que mamá o la abuela salían a retarnos porque era tarde.

No era hincha de Boca, era enfermo. Lloraba cuando Boca hacía un gol, la sangre tana le hervía si jugaban desastrosamente, e idolatraba a Maradona.

Tenía un cuadro de Evita en la cabecera de la cama, y amaba a Perón. Lo cual es lógico, considerando que éste le dió la mejor oportunidad laboral como fue trabajar en Dálmine (ahora Tenaris) en aquel entonces, en pleno estado de bienestar argentino, con ese futuro industrializado al alcance de la mano.
El General era palabra santa.

Ayudaba a todo el mundo. Él podía quedarse sin comer, pero que no le falte nada a ese nene que pide, a ese animal que anda solito por la calle, a sus hijas y a sus nietos.
Daba todo por la familia. Y por todos, porque el corazón de ese hombre no tenía límites ni diferencias con nadie. Era gigante.
Jamás lo escuché hablar mal de alguien, ni quejarse, a excepción del gobierno que estaba de turno en ese momento.

Pascual no sólo fue mi abuelo, fue como mi padre y es el hombre más excepcional que conocí en mi vida.

Yo amaba esas salidas a pescar, escucharlo putear a Boca, y amasarle ñoquis y galletitas, que aunque me salían horribles, él las disfrutaba, simplemente porque se las había hecho la nieta.
También me encantaba robarle las golosinas del taller...

Siempre me abrazó cuando más lo necesitaba y me defendió en toda circunstancia. Siempre me dió amor, incondicionalmente. Me halagaba las ideas, las locuras y las notas de la escuela. Se reía de mis chistes y de mis payasadas.
Se prestó para formar parte de mi diario barrial, de mis juegos y de los carnavales salvajes que hacíamos en el barrio.

Me conocía y no recuerdo si alguna vez le dije en la cara cuánto lo amaba.
Mi abuelo era lo más grande de este mundo.

Y de vez en cuando lo recuerdo con lágrimas en los ojos, pero con el orgullo de saber a quien me parezco tanto.

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